Desde hace años en Cataluña
estamos padeciendo una polarización ideológica-sentimental creciente. El punto
máximo, hasta el momento, ha llegado con la publicación, por parte del Tribunal
Supremo, de la sentencia a los líderes del procés.
Es inútil negar las
evidencias, el independentismo ha roto las costuras. Se veía venir, pero desde
el pasado, 14 de octubre, es un hecho y me temo que lo seguiremos viendo
durante mucho tiempo, aunque sea con un ritmo sincopado y con diversas
intensidades, pero con un objetivo claro: poner en jaque al Estado.
Cuando empezó esta sin razón
del procés los procesistas alardeaban de que el mundo nos miraba. Después, con
la evolución de los acontecimientos, quedó claro que nadie reparaba en
nosotros. Ahora, con el espectáculo de los últimos días, el mundo nos mira… y
se asusta. No por casualidad algunos gobiernos, agencias de viajes y tour
operadores están advirtiendo del riesgo que comporta venir a Cataluña.
La imagen que está proyectando
es dantesca, más propia de revueltas en repúblicas bananeras y tercer mundistas
que de una sociedad compleja, diversa, culta y adelantada como se supone que es
la nuestra. El Aeropuerto del Prat bloqueado,
carreteras, autopistas y vías de tren cortadas, coches, motos y contenedores de
basura ardiendo, varios comercios saqueados y encontronazos cada vez más
violentos entre grupos extremistas y las fuerzas de orden público que han
dejado, hasta la fecha, más de seiscientos heridos, entre manifestantes y
agentes del orden, entre ellos un policía muy grave en la UCI.
Los daños y pérdidas que
genera esta situación son incalculables, porque además del coste económico que
supone la cancelación de vuelos y cruceros, los gastos que ocasiona el
deterioro de material urbano, las horas de los operarios para revertir la
situación y que las vías públicas puedan volver a ser transitables, están los
daños morales. Sin olvidar las pérdidas de bienes privados o que las personas
no puedan cumplir con sus obligaciones y/o compromisos, pero todavía existe
algo peor: la quiebra de la convivencia.
Dicen los independentistas que
lo que nos ha traído hasta aquí han sido las condenas de sus líderes: falso.
Para ellos las únicas condenas que se podían contemplar era la libre absolución.
Sin embargo, cualquier persona que haga uso del sentido común y la lógica sabe
que eso no podía ser. El juicio que, a lo largo de cincuenta y dos sesiones, se
pudo ver de forma íntegra por televisión, fue transparente y respetuoso con las
garantías. Ahora bien, no hay más ciego que el que no quiere ver, ni más sordo
que el que no quiere oír.
Para el ministro del Interior,
Fernando Grande Marlaska, lo que está sucediendo es “estrictamente un problema de
orden público”. Cierto. No obstante, los orígenes de todo lo que está
ocurriendo hay que buscarlos en el terreno de la política y de los sentimientos
y ahí está, a mi modo de ver, el quid de la cuestión.
El pujolismo nos dejó, además
del 3% y una clase dirigente muy tolerante con la corrupción (recordemos la
frase de Félix Millet: “trescientas familias controlaban Cataluña”), un sistema
educativo que, aunque quizás no llega a adoctrinar, si enfatiza las cuestiones
identitarias hasta el absurdo y banaliza la historia hasta deformarla. Por si
fuera poco, el nacionalismo se dotó de unos medios de comunicación públicos
controlados, sin ningún rubor, por el poder. A la vez que, los privados eran
generosamente recompensados, si defendían la causa a capa y espada, aunque fuese
indefendible. Pues bien, seguimos igual y con esos mimbres nos han hecho estos
cestos.
Este panorama ha generado un
caldo de cultivo que, junto a cuestiones tan diversas como la sentencia de
Estatuto de 2010, la crisis económica o un cierto sentimiento de superioridad han
hecho que el independentismo tenga un caladero de incondicionales casi
inagotable. Las marchas de estos días o la manifestación, en Barcelona, del día
18, con más de medio millón de personas dan prueba de ello.
De todas maneras, todo lo que
está sucediendo no ocurre por generación espontánea. Organizaciones sociales
como Omnium o la ANC han hecho un trabajo previo muy concienzudo. Llevan años
caldeando el ambiente. El “ho tornarema fer o “amb les manifestacions no n’hi
ha prou”, son eslóganes del condenado Jordi Cuixart, expresidente de Omnium. A
esto hay que añadir una serie de organizaciones satélite como son los “comités
de defensa de la república” (CDR), “tsunami democràtic” o “picnic per la
república”, entre otras de las que no se sabe todavía ni quien las controla ni
realmente quién está detrás
Por si la cuestión no fuera lo
suficiente compleja, es indispensable tener en cuenta que, en el terreno
político, hay intereses cruzados y un miedo atroz a que alguien sea calificado
como traidor, porque lo que está en juego es la hegemonía política en Cataluña
para mucho tiempo.
El duelo entre ERC y JxCat es
sin cuartel, pero a la sombra. Hasta ahora, Puigdemont ha tenido una vida plácida
en Waterloo, pero sabe que no puede ir mucho más allá de lo que dure Torra en
la Generalitat. Éste, por su parte, tiene más vocación de activista que de molt
honorable president de tan alta institución, y se siente más cómodo en las
algaradas que en su despacho. Además, su incapacidad para ejercer el cargo es
manifiesta Por eso, está tomando cuerpo la hipótesis de que desde la
institución se da algún tipo de soporte a los alborotadores.
Por su parte, los republicanos
consideran que les ha llegado el momento de encabezar el Govern de Cataluña, y
si pierden esta oportunidad es posible que tengan que pasar décadas hasta que
se presente otra.
Este galimatías político hace
que la situación esté encallada y nadie se atreva a salir a la palestra, llamar
a las cosas por su nombre, reconocer el fracaso, admitir que la unilateralidad
no es posible y que la DUI fue un brindis al sol sin efectividad alguna.
¿Pero quién es el valiente que
se atreve?
Bernardo Fernández
Publicado en e notícies
22/10/19
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