En 1979, con las primeras elecciones municipales de la democracia recuperada, Narcís Serra llegó a la alcaldía de Barcelona. Lo hizo acompañado de un equipo urbanístico liderado por Oriol Bohigas. Era una época en la que había carencia de todo. Las infraestructuras estaban obsoletas, mientras que la movilización ciudadana pedía barrios y equipamientos dignos, pero la caja estaba vacía. En esas circunstancias los nuevos dirigentes de la ciudad tuvieran que buscar la colaboración con el sector privado para sacar adelante proyectos que sin esa cooperación nunca hubieran sido posibles. La triada iniciativa pública, cooperación del sector privado y participación ciudadana fue el embrión de lo que después se llamó “el modelo Barcelona”.
En menos de una década se diseñaron y llevaron a cabo casi un
centenar de espacios públicos por todos los distritos de la ciudad. Con ese sistema
de actuación se buscaba la redistribución de recursos y una cierta equidad
territorial. Esas iniciativas fueron el origen de lo que, años más tarde,
sirvió para poner como título a la filosofía de la acción urbanística
municipal: “Todos los rincones de Barcelona son Barcelona”.
Las nuevas centralidades fueron el núcleo de lo que más tarde
sería las áreas olímpicas que se construyeron en la ciudad. Pero una iniciativa
destaca por encima de todas: la obertura de Barcelona al mar.
De hecho, buena parte de los proyectos que se llevaron a cabo
con motivo de las Olimpiadas ya se habían diseñado antes de que Barcelona fuera
nominada como sede de los Juegos. Pero con la nominación la financiación fue
posible y los procesos se aceleraron.
Pasqual Maragall dijo en más de una ocasión que: “la cita
olímpica servirá para acabar aquello que las grandes exposiciones de 1888 y
1929 dejaron a medias, Poblenou y Montjuic”. Después de los Juegos la ciudad
siguió creciendo porque se había posicionado internacionalmente. La colaboración
entre la iniciativa pública y el sector privado que tan provechosa había sido se
truncó porque a la ciudad empezaron a llegar los grandes inversores y las
reglas del juego empezaron a marcarlas el sector inmobiliario y financiero.
De esa manera, el “modelo Barcelona” que tanto juego había
dado durante las dos primeras décadas de la democracia recuperada fue
languideciendo. No obstante, ese modelo fue utilizado con gran éxito tanto en
el campo académico (escuelas de arquitectura y urbanismo), como en la
organización local de muchos municipios. Y es que Barcelona ha sido durante
décadas referencia y modelo a seguir para ciudades que quieren crecer de manera
equilibrada. Sin embargo, la ciudad agotó su propio modelo.
Quizás por eso, el modelo fue sustituido por “la marca
Barcelona” que se impulsó desde el Ayuntamiento. Una marca que está
especialmente representada por edificios icónicos como la Torre d’Agbar de Jean
Nouvel. Pero ya nada fue igual.
Sea como sea, la sensación que tenemos muchos ciudadanos es
que la ciudad está atravesando una crisis que si no se ataja de manera adecuada
podría convertirse en crónica y generar decadencia. La situación política, la
marcha de empresas, la pandemia o el vandalismo que de forma recurrente
reaparece cada dos por tres son factores que inciden negativamente en el
desarrollo y en la imagen de la ciudad. Se transmite la sensación de falta de
seguridad y de problemas de orden público.
En este contexto, la administración local debería tomar la
iniciativa porque no son pocos los expertos que consideran que el gobierno
municipal ha dimitido de algunas de sus responsabilidades. Por ejemplo, liderar
los proyectos de ciudad. El urbanismo es antes que cualquier otra cosa
político. Y es evidente que desde hace unos años el debate político está brillando
por su ausencia.
Por otra parte, la Barcelona real es la Barcelona
metropolitana y se necesita un gobierno metropolitano real. La gran Barcelona
es plurimunicipal, y ahí se dan las mayores diferencias y desigualdades. Los
problemas más graves se están trasladando hacia la periferia. Por lo tanto hay
que poner en práctica políticas de redistribución adecuadas para que esa
problemática no se cronifique y nos encontremos con una Barcelona rica y otra
pobre.
Hemos visto lo que ha sucedido cuando se juega todo a una
carta. La pandemia, aunque momentáneamente ha acabado con el turismo. Por eso,
hay que hacer una apuesta decidida por la economía productiva, sin discriminar
ningún sector, pero atendiendo de manera especial a la alimentación, el deporte
amateur, la investigación, la educación y las nuevas tecnologías. Todos ellos
son campos donde Barcelona tiene fuerte predicamento y es considerada a nivel
mundial.
Hay que recuperar la participación y la cultura de la
movilización ciudadana que poco a poco se ha ido extinguiendo.
Y por último, no podemos perder de vista el espacio público
de calidad. El modelo ha cambiado mucho desde las placetas duras de los años
ochenta; ahora hay que establecer espacios que nos conecten con la naturaleza.
Los interiores de islas brindan unas condiciones inmejorables que hay que
recuperar y potenciar. Necesitamos, como mínimo, un 40% más de espacio público
del existente en la actualidad.
Barcelona tiene capacidad para reinventarse. Lo hizo en 1888,
en 1929 y, también, en 1992. Ahora necesita un nuevo empuje para soltar lastre
y seguir en el cresta de la ola internacional sin dejar de lado ni a sus
ciudadanos ni a su entorno. De no
hacerlo podría morir de éxito, pero no sé yo si el gobierno municipal está por
la labor.
Bernardo Fernández
Publicado en e notícies 26/04/2021