26 de novembre 2020

EL DESGOBIERNO DEL GOVERN

 

El Govern de la Generalitat de Cataluña está siendo superado por la segunda ola de la pandemia de la Coid-19. La sensación que transmite el Ejecutivo catalán es que el desbarajuste y el caos se han instalado en el lado montaña de la plaza de Sant Jaume de Barcelona. La gestión que se está haciendo de esta crisis es patética. Parafraseando a Stephen Hawking podríamos decir que la situación podría llegar a ser cómica si no hubiese vidas en juego.

Los miembros del Govern parecen más preocupados en apuntarse tantos de cara a las próximas elecciones al Parlament que de plantar cara al coronavirus. Los desencuentros entre los diversos departamentos son una constante; y eso es una mala noticia porque cuando un gobierno de coalición no actúa de manera colegiada y solidaria acaba afectando a la ciudadanía. Ahí tenemos, sin ir más lejos, los choques entre Empresa y Salud por la reapertura de la restauración o la cultura, el fiasco sin paliativos de las ayudas a los autónomos o el embrollo que han montado con, si podían abrir o no, las salas de conciertos.

No es fácil destacar un fiasco sobre otro porque la cadena de desatinos se sucede de forma continua; pero, puestos a señalar uno, quizás nos deberíamos quedar con lo que ocurrió el pasado 9 de noviembre, cuando se colapsó el portal habilitado para ayudar a los trabajadores autónomos afectados por la crisis con 2.000 euros. Se recibieron unas 400.000 solicitudes de ayuda cuando solo había una previsión de fondos para 10.000. Casi 15 días después, la gran solución que han ideado consiste en que los potenciales beneficiarios rellenen un formulario introduciendo sus datos para quedar inscritos. Ante tanto sin sentido sobran los comentarios.

Los hechos ocurridos son muy graves porque afectan de manera directa a personas con nombres y apellidos y, aunque se analicen con cierta condescendencia, no se pueden relativizar. Estamos viviendo situaciones sobrevenidas que desbordan el marco conceptual al que estábamos acostumbrados y, sin embargo, el propósito de mejora y enmienda, por parte de nuestros gobernantes, ni se ve ni se vislumbra. Con todo, lo peor es la incapacidad manifiesta de este Govern para manejarse en situaciones complejas. Y en eso, hay que reconocer que el conseller Chakir El Homrani es un crack. En su currículo como miembro del Govern de Cataluña tiene páginas tan brillantes como la gestión de las residencias de ancianos, impagos a las entidades sociales, decir que el teletrabajo es obligatorio en Cataluña o el fiasco de las ayudas a los autónomos, ya comentado, entre otras perlas.

Pero esa incapacidad manifiesta no es exclusiva de un solo miembro del Ejecutivo. Yo diría que es el común denominador de todo el equipo. Un caso elocuente es la situación económica de la Generalitat. Se da la circunstancia que a finales de septiembre el Govern disponía de casi 900 millones de euros procedentes del superávit financiero de la ejecución presupuestaria que se hubieran podido utilizar para luchar contra la Covid, pues ni eso. Como dijo la portavoz parlamentaria del PSC, Eva Granados, “no es mala fe, es incompetencia”.

Aquellos polvos trajeron estos lodos. Con la primera ola de la pandemia en plena efervescencia, el ya expresident Quim Torra optó por la confrontación abierta con el Gobierno de Pedro Sánchez. El argumento era tan sencillo como falaz, como se está demostrando ahora, pero tenía su parroquia: “con las competencias en manos del Govern la lucha contra el virus sería más eficaz”, decía el exmandatario.

A muchos nos ha quedado en la retina, pero sobre todo en el corazón, aquella imagen de soberbia que transmitió la portavoz del Govern, Meritxell Budó, en una comparecencia el pasado 20 de abril, cuando dijo que de haber tenido las competencias el Ejecutivo catalán, aquí ni hubiera habido tantos infectados ni tantos muertos. Cuando le pidieron que explicara que hubieran hecho, dijo que habrían concretado el confinamiento 15 días antes. Se olvidó la portavoz de que justo, 15 días antes, el propio Govern había convocado un acto masivo en Perpiñán.

El Govern con su gestión de la pandemia ha demostrado que es más fácil culpar a otros que tomar decisiones acertadas, pese a que han tenido tiempo más que suficiente para prepararse y llevar a cabo iniciativas como crear dispositivos de seguimiento de nuevos contagios y sus contactos, como pedía el personal sanitario, pero no lo hicieron como se debía hacer, y lo poco que se ha hecho no se ha hecho bien.

Ante esta situación a los ciudadanos solo nos queda cruzar los dedos, contener la respiración, confiar que esto no vaya a peor y votar con sentido común en las próximas elecciones la Parlament, que si no se aplazan, como han empezado a insinuar algunos miembros del Govern, ahora que el suelo se les abre bajo los pies, serán el 14-F. Estemos preparados.

 

 

 

Bernardo Fernández

Publicado en e noticies 24/11/20

18 de novembre 2020

EL ROL DE LA SOCIALDEMOCRACIA


 La pandemia generada por la Covid 19 ha hecho evidente la fragilidad de los sistemas sanitarios y de protección social en todo el mundo. Todos los países, sin excepción, se han visto desbordados por un virus de origen desconocido, pero, de forma especialmente descarnada, occidente. Quizás porque aquí pensábamos que vivíamos en un estadio superior. Craso error.

Por eso, que en pleno siglo XXI con todos los avances científicos y tecnológicos que tenemos a nuestra disposición, un germen nos haya puesto contra las cuerdas de la forma que lo ha hecho este, delata la debilidad de nuestras coberturas. Esta situación nos debería hacer reflexionar sobre la endeblez de nuestra organización, primero y conjurarnos, después, para que cosas así no vuelvan a suceder jamás.

Antes de que la pandemia llamara a la puerta, estábamos intentado acabar de salir de la crisis de 2007. Una crisis que nos había dejado un capitalismo mucho más desregulado, una ideología hegemónica que entiende que hay que mimar a los que más tienen porque son los que crean empleo y una aceptación acrítica que perpetúa las diferencias de partida. Además, también, nos ha dejado un debilitamiento sistemático de la educación y la sanidad, jaleado a menudo por los medios de comunicación públicos que, con sospechosa frecuencia,  se pronuncian a favor de lo privado, a la vez que niegan el conflicto social existente y apuestan por la desmovilización política de la sociedad.

La socialdemocracia, por lo general, siempre ha intentado adaptarse a los tiempos. Pero es verdad que, en ocasiones, las adaptaciones no han sido demasiado afortunadas.  Baste recordar, como ejemplo, la tercera vía de Toni Blair y su escudero Anthony Giddens; que fue, en muchos aspectos, la negación de algunas de las esencias del socialismo.  Sin embargo, ahora, con el paisaje de catástrofe bíblica que nos está dejando la pandemia, la socialdemocracia, si se saben conjugar los diversos factores que están sobre la mesa, tiene un rol muy potente a desarrollar.

Para empezar, el proyecto socialdemócrata, debe dotar al sistema sanitario de los medios humanos, técnicos y económicos suficientes para que sea el epicentro de una red de protección social que dé certeza de seguridad a la ciudadanía ante situaciones sobrevenidas. Hay que repensar los sistemas de redistribución de rentas. No se puede tolerar que la brecha entre ricos y pobres se vaya agrandando de forma continuada. Para paliar esa anomalía hay que entender que la formación y la cultura, entre otras, también pueden ser herramientas muy importantes a utilizar en la política distributiva y, por lo tanto, habrá que trabajar en esa dirección.

Estos días se va a poner en marcha la mesa de diálogo social para abordar la reforma laboral. En ese contexto, el Gobierno de coalición tiene un largo camino por recorrer. Por eso, haría bien, para empezar, en poner sobre la mesa la redefinición de los derechos laborales, teniendo en cuenta el nuevo marco productivo que viene dado por las nuevas tecnologías. Se debería estudiar una reestructuración de la FP para facilitar a los jóvenes la incorporación al mercado laboral. Y no se debería descartar, de entrada, hablar del contrato único u otra fórmula que reduzca la dualidad contractual (indefinido-temporal) que lastra nuestro mercado laboral.

Los fondos de reconstrucción europeos van a suponer un balón de oxígeno inmejorable para poner en marcha la transformación digital y la transición ecológica. Pero, con ser necesarios, no serán suficientes porque el dinero no cae del cielo y las políticas públicas no son gratis. Por lo tanto, será necesario un sistema fiscal que además de ser progresivo genere los suficientes recursos. Y eso, está en las antípodas de los planteamientos de la derecha de nuestro país que postulan la bajada de impuestos como un fin en si mismo. El sistema en su conjunto precisa una revisión en profundidad porque varias de las figuras existentes deben ser modificadas, ya sea en la definición de la base imponible o en las deducciones. Además, hay que considerar seriamente la creación de nuevas figuras impositivas como respuesta a la economía global y digitalizada, como ya se está empezando a hacer en algún que otro país europeo; pero con más valentía. Hay que establecer mecanismos que graven las transacciones financieras que sean meramente especulativas; de esa forma, se podrá avanzar hacia una economía más verde. Y, desde luego, lo que no puede esperar más es la mejora de la gestión tributaria, la lucha contra el fraude y la economía sumergida; lamentablemente en España estamos muy lejos de cumplir los requisitos mínimos de eficacia y respeto con el Estado de derecho.

El proyecto socialdemócrata ha de embridar al mundo de la economía y las finanzas para que estén supeditadas a la política y no al revés, como viene ocurriendo hasta la fecha. Ese renovado proyecto socialdemócrata debe ser, sobre todo, una alternativa realista, más justa e integradora de lo que hemos tenido hasta ahora. Se ha de generar ilusión y credibilidad para reenganchar a las clases medias y populares a la política, cosa que, sin ningún género de dudas, será lo más difícil.

 

Bernardo Fernández

Publicado en e notícies 17/11/20

11 de novembre 2020

MONARQUÍA O REPÚBLICA: CALIDAD DEMOCRÁTICA


 

El tema se ha vuelto recurrente. Cada vez que los medios de comunicación airean alguna presunta irregularidad fiscal del rey emérito, no falta quien plantea la necesidad de cambiar el modelo político del Estado. Por eso, ahora que la fiscalía ha abierto una investigación por posible blanqueo de capitales a Juan Carlos de Borbón, veremos como no tardará alguien en salir pidiendo la abolición de la Monarquía.

Desde luego la cuestión no es menor porque en función de cómo sea la Jefatura del Estado, así será la arquitectura institucional del país. En consecuencia, considero que antes de lanzarnos a opinar, sin más, sobre un tema tan sensible, deberíamos hacer una reflexión sosegada y sin apriorismos, con todos los pros y contras sobre la mesa.

No es fácil tener una visión de conjunto sobre lo que piensa la sociedad española del tema Monarquía o república. Pero resulta interesante comprobar que lo que emerge cuando se toca el tema de la Corona es la calidad democrática de la institución. La ciudadanía suele identificar calidad democrática con república. Quizás porque se asocia la democracia con los valores republicanos, entendidos estos en el sentido del republicanismo cívico. Sin embargo, cuando se pone como modelos de república las existentes en lugares como China, Turquía o Venezuela el reconocimiento desciende de manera más que considerable. En ese contexto, son las monarquías parlamentarias, como las de Noruega, Suecia u Holanda las más apreciadas por la gente de a pie.

Es evidente que existen monarquías más avanzadas, en todos los sentidos, que algunas repúblicas que carecen de los mínimos estándares de democracia, y al revés: repúblicas con unos niveles de progreso, libertad y bienestar envidiables, frente a sistemas monárquicos casi medievales.

En buena medida la calidad democrática de un país se define por los mecanismos de control que existen sobre los representantes y responsables políticos y como se ejerce el control y la rendición de cuentas.

En nuestro país la Ley 19/2013 de Transparencia y Acceso a la información Pública y Buen Gobierno se aplica a los altos cargos del Poder Ejecutivo, los poderes Legislativo y Judicial, así como a otros órganos ya sean nacionales o regionales. Esta normativa se aplica también a la Casa de su Majestad el Rey. Sin embargo, y aquí surge una gran incongruencia, nada hay sobre la declaración pública de actividades, bienes y patrimonio de la Familia Real. Ante este flagrante sin sentido, resulta imprescindible que de manera urgente se legisle para que la Monarquía parlamentaria esté sujeta a los mismos controles y régimen de obligaciones que se aplican al presidente del Gobierno, ministros y demás responsables de la cosa pública. El Rey, como representante de la máxima institución del Estado, no puede quedar fuera de las normas de transparencia, claves en las democracias de calidad.

La Monarquía es una forma de política sutil y muy delicada. La Jefatura del Estado se ejerce por los miembros de una familia en régimen de monopolio. Ese privilegio solo se puede entender de manera democrática si esa familia se singulariza por su exquisitez moral, el prestigio ganado a pulso, el reconocimiento de haber prestado grandes servicios a la comunidad, la ejemplaridad y la transparencia en el comportamiento de todos sus miembros con respecto a la sociedad en la que reinan.

Estas virtudes son exigibles a todos y cada uno de los miembros de la Dinastía. Por eso, la forma de proceder rey emérito, que hemos conocido en los últimos tiempos, es muy poco acorde con su dignidad y está poniendo en jaque la continuidad de la Dinastía que encarna su hijo y sucesor, Felipe VI.

Cada país tiene su historia. Y no debemos olvidar que la Monarquía que reina en España fue una imposición del franquismo que los partidos de izquierdas mayoritarios tuvieron la inteligencia de aceptar como un mal menor para llegar a la democracia. Entonces, pocos pensaban que la Corona llegaría a consolidarse. Sin embargo, y contra pronóstico, Juan Carlos I supo ganarse a la ciudadanía y hacer que mucha gente se convirtiera al “juancarlismo”.

Ya sé que hablar bien del pasado está muy desacreditado en la actualidad, pero el triángulo Monarquía parlamentaria, bipartidismo imperfecto y Estado de las autonomías, con luces y sombras, nos han dado más de treinta años de estabilidad política y progreso. Ahora ese ciclo está agotado y el Estado de las autonomías necesita una buena puesta a punto, el bipartidismo ha sido sustituido por un multipartidismo mucho más imperfecto que el primitivo bipartidismo y la Monarquía necesita reciclase y ponerse al día si no quiere quedarse por el camino.

Estoy convencido que más pronto o más tarde tendremos que pronunciarnos como sociedad madura que somos sobre el modelo de Estado que queremos. Pero mientras eso no ocurre, tengo la sensación que entre la crisis económica que aún no hemos superado, la pandemia del Covid 19 con todo lo que lleva aparejado, los movimientos secesionistas y otras bagatelas diversas, estamos en medio de una tormenta intentando cruzar un océano; y entonces me viene a la cabeza aquel adagio que nos recuerda que no es aconsejable cambiar de caballo mientras se cruza un río.

Y no deberíamos perder de vista que lo que nos conviene es una democracia de excelente calidad para España. Porque como dice un popular adagio oriental, no importa que el gato sea blanco o negro lo que cuenta es que cace ratones.

 

Bernardo Fernández

Publicado en e notícies 10/11/20

 

 

05 de novembre 2020

LA EDAD DE JUBILACIÓN: EL GRAN DILEMA


 

El Gobierno de Pedro Sánchez está decidido a hacer viable el sistema de pensiones públicas de la Seguridad Social. Por eso, ,en el ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, que dirige José Luís Escrivá, han puesto manos a la obra para preparar una reforma que haga que nuestro sistema público de pensiones sea suficiente y sostenible. Para ello, han tomado como uno de los documentos de cabecera, el texto elaborado por El Pacto de Toledo que fue presentado días atrás. El mismo fue aprobado con un amplísimo soporte parlamentario, ya que solo contó con las abstenciones de EH Bildu y ERC y el voto en contra de VOX.

Sin ninguna duda estamos ante uno de las cuestiones fundamentales que dan razón de ser al Estado del bienestar, las pensiones públicas. A día de hoy en España son más de nueve millones de personas los que dependen de una forma u otra de que la Seguridad Social les ingrese mensualmente su pensión. Por eso, resulta imprescindible que el Estado garantice que esa prestación se va a mantener el tiempo y además será suficiente.

En el documento del Pacto de Toledo en esta ocasión no se propone un aumento de la edad de jubilación. Lo que sí se dice “es que la salida efectiva del mercado de trabajo se aproxime tanto como sea posible a la edad establecida legalmente”.  Y ese es, a mi modo de ver, el quid de la cuestión.

El aumento de la esperanza de vida es un fenómeno relativamente reciente que data del siglo XIX. Hasta entonces, la esperanza de vida media de la humanidad se mantuvo por debajo de los cuarenta años, debido principalmente a las elevadas tasas de mortalidad en edades tempranas.

Un niño nacido hoy en el mundo desarrollado tiene más de un 50% de probabilidades de vivir por encima de los 100 años, mientras que un niño nacido hace un siglo, solo tenía un 1% de posibilidades de llegar a esa edad.

Frente a esa evidencia es razonable pensar que el aumento de la esperanza de vida traiga cambios sociales y laborales de calado. Y ese cambio nos va a plantear preguntas ineludibles como por ejemplo, ¿cómo abordar la educación continua y la adquisición de nuevas habilidades para adaptarse a una carrera laboral más larga? ¿O cómo afrontar el hecho de que alcanzaremos el cénit profesional mucho antes de la jubilación? Y un largo etcétera que formula el nuevo paradigma. Pero también surge una pregunta de cuya respuesta depende que nuestro sistema de convivencia y relación se mantenga o, por el contrario, todo se nos derrumbe como un castillo de naipes. La pregunta en cuestión es: ¿cómo adaptar los sistemas de pensiones para que sean suficientes y sostenibles para una población cada vez más longeva?

Ante esta nueva situación se plantea una duda razonable, ¿cuándo debemos jubilarnos? ¿Debemos jubilarnos a los 65 o los 67 años si nuestra esperanza de vida es cada vez mayor?

Según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), en el año 1900, en España, superaban los 65 años el 26,2% de una generación y la esperanza de vida media a partir de esa edad era de 9,1 años de vida.

Pues bien, siguiendo con datos del INE, en 2015, el 26,2% de una generación sobrevivía más allá de los 91 años y la esperanza de vida media de 9,1 años se producía a los 81. O sea que la edad equivalente hoy a los 65 de 1900 se puede establecer entre los 81 y 91 actuales. Sin embargo, nos jubilamos entre los 65 y 67, prácticamente igual que a principios del siglo XX

En consecuencia, el reto que tiene plantado el sistema de pensiones es doble. Por un lado, que las pensiones sean suficientes para que los beneficiarios puedan tener una vida digna. Por otro, que sean sostenibles, esto es que los trabajadores de hoy, pensionistas mañana, tengan la certeza que cobrarán su pensión cuando les llegue el turno.

Para que el sistema sea viable son muchos y muy variados los escollos que hay que salvar. El pacto de Toledo ha hecho un análisis acertado que, a mi modo de ver, apunta en la buena dirección cuando plantea enjugar el déficit, diversificando las fuentes de financiación y que las cuotas sociales se dediquen cada vez más a pagar las pensiones de jubilación, invalidez y viudedad, mientras que las que se denominan “impropias del sistema” se sufraguen mediante los Presupuestos Generales del Estado (PGE) u otra fuente que los partidos del arco parlamentario consideren adecuada.

Por otra parte, sabemos que las personas de mayor renta y de cualificación profesional más elevada tienen mayor esperanza de vida (en España hay una diferencia de casi 10 años entre lo que vive por término medio la persona de renta más alta y la de más baja). Por lo tanto, imponer que todos se jubilen a la misma edad significa obligar a que las personas de renta más baja financien de modo desigual las pensiones de las de rentas más altas, y también prolongar injustamente la vida laboral de quienes desempeñan actividades más molestas, insalubres o peligrosas.

Por consiguiente, si como parece hay un principio de acuerdo para solventar el déficit y la financiación, quedará sobre la mesa el gran dilema: la edad de jubilación. No parece ni lógico ni razonable plantear que la edad de dejar el trabajo sea a edades muy avanzadas; pero sí es sensato iniciar una reflexión seria y rigurosa, incluyendo todas las variables, para conciliar, tanto como sea posible, la edad de jubilación con la esperanza de vida. Será difícil, pero es necesario.

 

Bernardo Fernández

Publicado en e notícies 03/11/20

 

DEL SOCIALISMO A LA SOCIALDEMOCRACIA

En el siglo XIX, la socialdemocracia fue una tendencia revolucionaria difícil de diferenciar del comunismo. Pretendía acabar con la división...