14 de juliol 2017

UNA SENTENCIA EJEMPLAR

En Cataluña estamos viviendo una situación política esperpéntica. Todo comenzó en un ya lejano 2006, cuando Mariano Rajoy y el PP, entonces en la oposición, entendieron que azuzar el espantajo de la catalanofobia, les suponía suculentos réditos electorales. Eso hizo que primero recogieran firmas contra el nuevo Estatuto de Cataluña que, por aquellos tiempos, acababa de ser aprobado en el Parlament y, después, no dejaran de maniobrar, hasta lograr un Tribunal Constitucional (TC), lo suficientemente afín, que tumbó partes sustanciales de la nueva ley.
Más tarde, en 2010, Artur Mas obtuvo una cómoda mayoría en las elecciones autonómicas catalanas y llegó a la Presidencia de la Generalitat con el mandato tácito de las clases acomodadas y burguesas de neutralizar los desbarajustes de los gobiernos de izquierdas; primero de Pasqual Maragall y después de José Montilla y devolver el “seny” a la máxima institución de Cataluña. 
En los primeros tiempos de su mandato, Artur Mas no tan solo pactó a menudo con el PP, sino que Convergencia fue, a cambio de nada, lacayo fiel de los populares en el Congreso.  Pero es que, además, aquí las tijeras se utilizaron mucho antes y con muchísima más intensidad que en el resto de España. La consecuencia fue que el Estado del bienestar quedó hecho unos zorros, y Artur Mas se convirtió en el adalid de los recortes.
Cuando ya no le quedaba casi nada que recortar, en una entrevista con Mariano Rajoy -entonces ya presidente del Gobierno de España- le pidió un sistema de financiación homologable al sistema de financiación vasco o navarro y como Rajoy le dijo no, plegó velas, se volvió a casa y se echó en brazos del independentismo, pensando (desconozco si honestamente o de forma cicatera), que esa era la mejor solución para Cataluña. Al poco, convocó nuevas elecciones para obtener una amplia mayoría que le permitiera llevar a cabo sus planes de ruptura con el Estado. Sin embargo, perdió 12 diputados. En esas circunstancias, otro en su lugar o hubiera dimitido o hubiera variado el rumbo. En cambio, él optó por facella y no enmendalla y se alió con ERC para salvar los muebles y poner rumbo a Ítaca. Poco tiempo después,2 se llevó a cabo la mascarada del 9-N y ya, en pleno desiderátum secesionista, convocó el 15-S como unas elecciones plebiscitarias que después, a la vista de los resultados, resulta que no lo fueron.
Sea como sea, a esas elecciones Junts pel Sí i la CUP se presentaron con un programa nítidamente independentista. Los primeros ganaron los comicios y junto con los antisistema aglutinan la mayoría absoluta en el Parlament. Una mayoría que podría resultar cómoda para gobernar y legislar como se ha hecho habitualmente, pero que resulta, a todas luces insuficiente, para llevar adelante las grandes cuestiones que se han propuesto. Así, por ejemplo, con esa mayoría ni se puede aprobar una ley electoral ni se puede reformar el Estatuto. Además, en el tiempo que llevamos de legislatura, se ha demostrado su gran inestabilidad. Eso hizo que Mas no pudiera repetir como presidente -pese a ser el candidato de Junts pl Sí-, que no se pudieran aprobar los presupuestos de 2016 o que el presidente Carles Puigdemont se tuviera que someter a una cuestión de confianza, para no echarlo todo a rodar.
Pues bien, esa mayoría parlamentaria tan poco sólida, ignora que el Estado de derecho es aquél en lo que todos los poderes del Estado, el legislativo, el ejecutivo y el judicial, así como la ciudadanía, están sometidos al derecho, o sea a la Constitución y a las leyes. En esas circunstancias, ni los poderes públicos ni la ciudadanía pueden hacer lo que les venga en gana, sino aquello que está dentro del ordenamiento jurídico. Nadie puede dejar de cumplir la ley, aunque no le guste o la considere injusta. 
Con frecuencia, los miembros de esa mayoría parlamentaria argumentan que tienen un mandato democrático para llevar Cataluña hacia la independencia, porque en el programa electoral así se explicitaba. Sin embargo, olvidan que un parlamento jamás puede emitir un mandato para infringir las leyes vigentes (máxime cuando esa legislación emana de cámaras, como mínimo, tan democráticas como la del Parc de la Ciutadella). De ser así, ¿con qué legitimidad moral se puede exigir a los ciudadanos o a otras instituciones que cumplan la ley?
En este contexto, la sentencia dictada recientemente por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña que anula la tasa que el Ayuntamiento de Barcelona pretendía imponer a las viviendas vacías de grandes tenedores, es ejemplar, en tanto que pedagógica. En la misma, no se cuestiona la bondad o maldad de la iniciativa, sino que el consistorio ha actuado en un ámbito para el que no tiene competencias.
De igual manera, el Govern de la Generalitat y el Parlament de Cataluña están tomando decisiones y legislando sobre temas para los que no han sido facultados.
Sinceramente, estamos ante una obviedad que no debería ser muy difícil de comprender. Pero, lamentablemente, parece que algunos han agotado su capacidad de comprensión y las meninges no les dan ya para más. Claro, que así les van las cosas.

Bernardo Fernández
Publicado en e-noticies 14/07/17



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