Como catalán siento vergüenza,
por un lado y rabia, por otro, por tener como presidente de la máxima
institución de mi país, La Generalitat, a un hooligan del nacionalismo más
irracional: Quim Torra.
Cataluña ha sido, durante
mucho tiempo, referencia para otros pueblos de España. Se nos respetaba y
admiraba por nuestra cultura, por nuestra laboriosidad y por ser un pueblo
sensato y abierto a Europa. Muy posiblemente la comunidad autónoma más europea
de todas.
Sin embargo, los veintitrés
años de pujolismo distorsionaron esa imagen. Las deslealtades del nacionalismo
moderado, la política del “peix al cove” y sobre todo no comprometerse nunca
con la gobernabilidad de España hicieron que en el resto del Estado se
percibiera a los catalanes como gente hosca, poco amigable y excesivamente
celosos de conservar su status quo, aún a costa de machacar el de los demás.
No obstante, el prestigio de
“lo catalán” seguía siendo considerable en las sociedades de nuestro entorno.
Sin embargo, todo empezó a cambiar en septiembre de 2012, cuando Artur Mas se
echó en manos de las entidades independentistas y se empezó a hablar del
procés.
Desde entonces, todo ha ido
cuesta abajo. Cataluña ha perdido atractivo para los inversores que prefieren
lugares de mayor estabilidad como Madrid. Miles de empresas han marchado ante
el temor de que la situación política haga tambalear la seguridad jurídica y el
turismo está disminuyendo de manera alarmante.
Como dijo, Antonio Bayona,
letrado mayor del Parlament durante los hechos de octubre, en su declaración en
el juicio a los líderes independentistas “No todo vale”. Y en esas estamos.
El president Quim Torra debe
pensar que tiene patente de corso y puede hacer y deshacer a su antojo. Lo
hemos visto estos últimos días con la pamplina de las pancartas y los lazos. Tal
vez creía que los edificios de La Generalitat eran propiedad privada del
president o, mejor aún, de los independentistas y podían poner en ventanas y
balcones lo que les diera la gana y el resto nos tendríamos que callar y
aguantar. Por eso, cuando la Junta Electoral Central, hizo quitar la decoración
secesionista de los lugares públicos Torra se enfurismó como un adolescente mal
criado y mandó colocar otra pancarta apelando a la libertad de expresión y opinión.
Con esa actitud, el president muestra, una vez más, su ignorancia y/o mala fe
porque la libertad de opinión y expresión son derechos individuales no de las
instituciones.
Ya está bien. Llevamos más de
seis años de fantasías, posverdades, falsos relatos y fake newes. Es necesario
que dejen de seguir creando frustración. Tiene que haber alguien con las
suficientes agallas y cuajo que salga y diga la verdad. La pseudo proclamada
república ni fue legal ni legitima ni efectiva. Por no quitar no quitaron ni la
bandera de España del Palau de La Generalitat. Y el Govern, después de la
proclamación se fue de fin de semana. Es que ni en las formas más elementales
fueron serios.
Y para terminar un ruego: por
favor que a nadie se le ocurra comparar lo del 27 de octubre del 17, con el
paso de la dictadura a la democracia. Lo primero fue, por decirlo suave, una
irresponsabilidad. Lo otro, fue, desde cualquier punto de vista, legal,
legítimo y efectivo. Y, por consiguiente, un modelo a seguir.
Bernardo Fernández
Publicado en el Catalán
26/03/19