En los últimos días, hemos seguido
con expectación y angustia las tragedias ocasionadas por el terremoto en
Marruecos y la catástrofe de la riada en Libia. Sucesos que, más allá de los
fenómenos naturales que las han desencadenado, son, también, la consecuencia, de
la precariedad de un Estado que no llega, ni por asomo, a lo que deben ser los
estándares de una Administración del siglo XXI, la primera y la otra,
directamente, el resultado de un Estado fallido.
En ambas casos, tanto los muertos
cono los desaparecidos se cuentan por miles y la recuperación de la frágil
normalidad ni se atisba en el horizonte, por la incompetencia manifiesta de los
gobiernos para dar una respuesta mínimamente adecuada a cada situación.
Es evidente que no tienen nada que
ver la debilidad institucional de esos países del Magreb con la situación
socioeconómica de España, pero creo que es oportuno mencionar lo que allí
ocurre para remover algunas conciencias. Aquí, por fortuna, no hemos padecido
ningún seísmo y, aunque hemos soportado alguna que otra riada, no han tenido
nada que ver con lo ocurrido en el país norteafricano. Sin embargo, nos bastará
con echar un vistazo a nuestro alrededor para constatar que las desigualdades
sociales nos dan motivos, más que sobrados para la preocupación y el sonrojo.
Resulta que en España más de un cuarto de la población, un 27%, vive en riesgo de pobreza o
exclusión. Eso quiere decir que los ingresos que hace unos años daban para
vivir al día, a uno de cada cuatro ciudadanos, hoy no dan ni siquiera para
terminar la jornada. La pandemia ha cronificado esa patología.
El drama
humano, una vez más, se cierne sobre quienes tienen menos capacidad de
resistencia. En una sociedad híper desarrollada como la nuestra centenares de
miles de familias viven sin un clavo al que aferrase. Es cierto que el Gobierno
ha puesto en marcha diversas ayudas: algunas tan importantes como los ERTE que
en plena pandemia fueron un potente amortiguador. Sin embargo, la gravedad del
problema persiste y los datos siguen siendo escalofriantes. El ingreso mínimo vital fue bienvenido, también, una buena
medida, pero su gestión ha estado envuelta en una
espesa carga burocrática y no ha beneficiado a todos los que debería.
La
desigualdad está hoy en los mismos niveles de hace 20 años. Y eso nos lleva a
pensar que, es muy improbable que la ciudadanía afectada por esa lacra, pueda encontrar
los estímulos indispensables para, por lo menos, intentar salir del pozo en el
que cayeron con la crisis de 2008 y que, en 2020, con la irrupción de la
pandemia terminaron de hundirse; justo cuando algunos empezaban a vislumbrar un
futuro algo mejor.
Las
consecuencias de estas desigualdades son múltiples. Para Antón Costas y Xosé
Carlos Arias, según afirman en Laberintos de prosperidad (Galaxia
Gutenberg), editado en 2021, pero de plena vigencia, “la principal es que supone un elemento de corrosión de primer orden
para el contrato social, una fuente de malestar y tensionamiento que amenaza
seriamente el futuro de las sociedades avanzadas.” En efecto, es difícil separar la
desigualdad de la desafección democrática; de hecho, son vasos comunicantes.
Como
recuerdan los profesores Costas y Arias, se suele aludir a dos tipos de
factores para explicar el deterioro de la confianza en la democracia: aquellos
que apelan a elementos culturales, y los de carácter socioeconómico. Cada vez
se hace más evidente que son estos segundos los que suelen estar en la base de
la desafección y desconfianza en el sistema, aunque en ocasiones pueden activar
también los culturales, multiplicando así sus efectos. Todo esto acaba debilitando
el contrato social en el que se fundan nuestras sociedades.
La brecha ha crecido porque quienes menos tienen, tienen menos cada vez,
y ese poco se adelgaza peligrosamente, en particular entre jóvenes, mujeres, población con menor cualificación
profesional y economía sumergida. Según el Banco de España, a finales del año 2020,
los ingresos del 10% más rico eran más de ocho veces superiores que los del 10%
más pobre. La brecha se mantiene con casi el doble de parados en España que la media europea, mientras que la presión fiscal, según datos de
Eurostat, sigue entre cinco y seis puntos por debajo del entorno.
Todos estos
datos me han parecido más que elocuentes para, por una vez, dejar de lado los
entresijos de la política cotidiana, sus rifirrafes constantes y poner sobre el
papel una realidad que considero de especial gravedad y que por desgracia
muchas veces ni percibimos porque forman parte del paisaje habitual y de
nuestro entorno.
A partir de
aquí, cada cual es muy libre de reflexionar sobre lo que aquí se ha escrito.
Claro que, también, se puede, mirar hacia otro lado. Al fin y al cabo, es algo
que, con mayor o menor frecuencia, todos hacemos.
Bernardo
Fernández
Publicado en
E notícies 21/09/2023