La Cumbre del Clima, COP25, es
su nombre en inglés, que se celebró en Madrid días atrás, se cerró con dos días
de retraso sobre el calendario previsto, porque no había manera de que los
participantes se pusieran de acuerdo. El obstruccionismo de países como EE. UU,
China, India o Brasil a punto estuvo de echarlo todo a rodar. No se logró el
gran objetivo que se había fijado previamente que era regular los mercados de
emisiones de carbono. No obstante, pudieron salvar la situación con un acuerdo
de mínimos y emplazarse para la siguiente Cumbre que se celebrará en Glasgow en
2020.
“Tiempo de Acción”, titularon
la declaración final de la Cumbre y en ella se exige a los países mayores
esfuerzos en materia climática para recortar emisiones de CO2, pero sin
concreción.
El secretario general de la
ONU, Antonio Gutierres se mostró decepcionado con los resultados y manifestó
que “la comunidad ha perdido una gran oportunidad para mostrar mayor ambición”.
A pesar de la contundencia y
certeza de las afirmaciones de Gutierres, se ha opuesto de manifiesto que la
sociedad en general y el voluntariado en particular van muy por delante de los
gobiernos que se supone que les han de defender y proteger. Se ha hecho
evidente, de nuevo, que éstos están mediatizados por el gran poder que es el
capital y, en esas circunstancias, el clima, el ecologismo y la contaminación
no son una excepción. Cuando hay dinero a ganar, siempre hay alguien dispuesto
a invertir, sin importar demasiado a qué o a quién puede perjudicar.
Los grandes bancos de
inversión del mundo han colocado unos 700.000. millones dólares (unos 630.000
millones de euros) en las empresas de combustibles fósiles que se están
expandiendo de manera cada vez más agresiva en proyectos de extracción
petrolífera, gas y carbón.
No piensen ustedes, apreciados
lectores, que eso es cosa de americanos, rusos y/o chinos solamente, no. Según
la ONG Rainforest Action Network, especializada en analizar las grandes inversiones
en la neoera fósil, El Banco de Santander invirtió en extracción de
combustibles fósiles entre 2016 y 2018 casi 15.000 millones de dólares y le
BBVA destinó 12.000 millones de dólares en inversiones a industrias que viven
de la explotación del oro negro.
Es verdad que estas cantidades
comparadas con las de los grandes inversores, a la cabeza de los cuales está
JPMorgan Chase, son casi de risa, pero nos pueden dar una idea de la magnitud
de lo que está en juego y de los escrúpulos de los cerebros pensantes de las
entidades inversoras.
No quisiera ser agorero, pero
ya se pueden hacer cumbres contra el cambio climático, en favor del ecologismo,
por un futuro verde y todo lo que convenga que mientras frente al voluntarismo
verde haya una realidad negra, que es la que representa el activismo inversor,
la cosa, por decirlo suave, estará peluda. El petróleo, el gas y el carbón reciben
cada año ayudas que rondan los cinco billones de dólares (10 millones al
minuto), y eso son datos que los da, un organismo tan pragmático como el Fondo
Monetario Internacional (FMI), no una institución sin ánimo de lucro o una ONG
que sueña con paraísos imposibles.
La filosofía de esos genios de
la inversión es simple: más petróleo y más barato, significa más consumo (léase
mayor beneficio). Es igual que eso equivalga a que el coche eléctrico tardará
más en llegar, si es que con estas perspectivas llega algún día. Por eso, no es
de extrañar que muchos ecologistas duden de que la transición energética se
lleve a cabo, antes de que sea demasiado tarde.
Hay un dato que, desde mi
punto de vista, resulta demoledor. Dice Valentina Kretszchmar, directora de
investigación de la consultora energética Wood Mackenzie, que las ganancias que
genera una inversión en energías renovables como puede ser la solar o la eólica,
oscilan entre el 6% y el 7%. Mientras que las inversiones en gas o petróleos
alcanzan de manera fácil y rápida una rentabilidad del 15%.
Por si todo eso fuera poco,
existen estudios muy creíbles que apuntan a nuevas zonas donde se pueden llevar
a cabo extracciones muy rentables. Lugares como Brasil, Canadá, Noruega o la
Guayana pueden producir en breve un millón de barriles diarios (la producción
actual se cifra en unos 80 millones de barriles día). Además, con una ventaja
añadida: esos nuevos yacimientos no están ubicados en zonas geopolíticas
complicadas y, desde luego, nada que ver con los riesgos que se corren al pasar
el estrecho de Ormuz.
Con esta situación, como telón
de fondo, hay que quitarse el sombrero ante la determinación y entereza de los
movimientos ecologistas y científicos frente a gobiernos timoratos y
corporaciones insolentes. El oro negro, que en un tiempo hizo avanzar a la
humanidad, es, en estos momentos, más parte del problema que de la solución. Y eso seguirá siendo así mientras la economía
imponga sus reglas, el sistema político las acepte y acepte, también, enriquecimientos
indecentes.
Bernardo Fernández
Publicado en e notícies
18/12/19