El pasado mes de abril se conmemoraron noventa años de la proclamación de la Segunda República española. Entonces, por razones que no hacen al caso, no escribí sobre la efeméride. Sin embargo, ahora, aprovechando la relativa tranquilidad informativa de estos días de canícula y antes de empezar las vacaciones, quiero rendir un modestísimo, pero sentido homenaje a aquellos cientos de miles de mujeres y hombres que, con entusiasmo, ilusión y tenacidad, fueron capaces de librase de un sistema político casi feudal; aunque cinco años después un puñado de militares desalmados, ayudados, por activa o por pasiva, por determinados poderes fácticos y potencias como Alemania o Italia se impusieron por la razón de la fuerza, volviendo a meter a España en la noche más negra de la historia, durante casi cuarenta años.
No se puede entender aquel
proceso sin revisar, aunque sea mínimamente, lo sucedido en Europa tras la
Primera Guerra Mundial y el Pacto se San Sebastián que se firmó en agosto de
1930.
España no participó en la
Primera Guerra Mundial y eso hizo que pudiera mantenerse al margen de los
padecimientos que había originado la contienda y sacudían a la mayoría de
países europeos desde 1914. Esto es, desmovilización de millones de
combatientes y endeudamiento descomunal generado por el conflicto bélico.
Durante los años veinte
nuestro país vivió en un oasis aparente. Sin embargo, la Monarquía española,
que había vulnerado la Constitución de 1876 al favorecer la dictadura de Primo
de Rivera, no supo aprovechar los tiempos de relativa tranquilidad y fue
incapaz de pilotar una transición desde un régimen oligárquico y caciquil a uno
reformista y democrático. Esa situación desató desde 1930 la radicalización
política y el auge del republicanismo.
Con ese panorama de fondo un
grupo de personajes tan poco sospechosos de ser radicales como Niceto
Alcalá-Zamora, Manuel Azaña, Casares Quiroga, Miguel Maura o Indalecio Prieto,
a título personal, así como, gente de izquierdas más o menos moderados,
catalanistas e incluso algún que otro monárquico desengañado, firmaron el 30 de
agosto el mencionado Pacto de San Sebastián.
La mayoría de los firmantes
debían buena parte de su formación a la Institución Libre de Enseñanza, y su
idea de cómo debía ser la sociedad los llevaba a tener como referencia las
democracias occidentales de Francia o Gran Bretaña. Todos ellos tenían un
denominador común que era sacar a España de la inmensa desigualdad social que
existía, la miseria cultural, el atraso económico y el aislamiento
internacional.
Los acontecimientos
evolucionaron con muchísima rapidez, y a finales de 1931 España era una
república parlamentaria y constitucional, con Niceto Alcalá-Zamora como
presidente de la República y Manuel Azaña, presidente del Gobierno. En los dos
primeros años se acometió la remodelación del ejército, la separación de la
Iglesia y el Estado y se tomaron medidas de muchísimo calado para modernizar el
país, como, por ejemplo, la distribución de la propiedad de la tierra,
garantizar un mínimo en los salarios de los trabajadores, dar a los asalariados
protección laboral y social o instaurar la educación pública como un derecho,
no como una dádiva.
Visto con la perspectiva que
da el paso de los años, quizás fue mucho en muy poco tiempo. Sería una falacia
negar que en el periodo republicano no se cometió alguna tropelía. Los
gobiernos de la República llevaron a cabo ciertas iniciativas que, como toda obra
realizada por seres humanos, es susceptible de mejora, sin duda. Ahora bien, la
lista de acciones pensadas para favorecer y mejorar a la ciudadanía en su
conjunto y a los que menos tenían, en particular, es apabullante.
La cuestión es que esa batería
de innovaciones legislativas hizo aflorar muchos de los problemas larvados
durante décadas en la sociedad española. Cuestiones como la industrialización,
el crecimiento urbano o los conflictos de clase salieron a la luz con toda su
crudeza. Eso hizo que la ciudadanía se posicionara en bandos irreconciliables:
católicos practicantes frente a anticlericales convencidos, dueños ante asalariados
o Iglesia contra Estado.
Esos antagonismos hicieron
imposible la consolidación de la República. De los dos primeros años de
evolución democrática, avances sociales sin precedentes en nuestro país y
relativa estabilidad, se pasó a dos años de fuerte represión y retrocesos en
casi todos los logros anteriores Ese tiempo, en el que gobernó la derecha
populista, fue conocido como el bienio negro y enlazó con unos meses de
demolición manifiesta de la estructura democrática republicana hasta el golpe
de Estado de julio de 1936.
“Los pueblos que olvidan su
historia están condenados a repetirla”, dijo el político argentino Nicolás
Avellaneda (1837-1885). Nosotros, como país y como sociedad, hemos pagado un
alto precio por llegar a esta realidad con virtudes y defectos. Precisamente
por eso, cada vez que aparecen unos restos humanos, sin identificar, en una
cuneta o una zanja y que son consecuencia de la Guerra Civil, una herida nos
supura y nos debería recordar que sin aquellos mártires y sin sus sacrificios
hoy no estaríamos aquí.
En opinión de Santos Juliá lo
que hizo la Transición fue recuperar buena parte del espíritu republicano del
Pacto de San Sebastián, en un proceso que se había iniciado mucho antes de la
muerte de Franco: una república con rey. O lo que en la actualidad viene a ser
lo mismo, una democracia parlamentaria plena.
Bernardo Fernández
Publicado en e notícies
26/07/2021