El pasado mes de junio, en la
separata de Cataluña de EL PAÍS salió publicado un magnífico artículo de Carles
Geli, sobre la Barcelona canalla de los años 20 y 30 del siglo pasado. Entre
otras cosas, nos habla de la Criolla y Cal Sagtsirtà, antros de perdición, donde
el proletariado y otras clases más pudientes acudían a calmar las urgencias de
la entrepierna. Tras un breve, pero interesante recorrido por tugurios y
costumbres de la época, por el Portal de Santa Madrona y alrededores, con suma
habilidad, el autor nos contrapone la misma zona de la ciudad, pero en la
actualidad sórdida, decadente y muy triste.
Me ha parecido oportuno sacar
ese artículo a colación porque creo que muchos independentistas pensaban que
esto del procés y el viaje a Ítaca era como irse un sábado por la noche a dar
un garbeo por la Barcelona canalla y solventar los asuntos de la sur del
ombligo mientras los efluvios de Baco campan a sus anchas por el organismo.
No seré yo quien exonere a
Mariano Rajoy y al PP de sus responsabilidades en todo este lamentable affaire
de Cataluña. Las tiene y muchas. Ahora bien, quien se ha saltado la legalidad
quien ha menospreciado a las minorías ha sido el Govern de la Generalitat.
De hecho, la cosa viene de
lejos: tras las elecciones del 27-S de 2015, los secesionistas empezaron a
tejer una subversión de la legalidad vigente. Los ciudadanos lo pudimos
percibir los pasados días 6 y 7 de septiembre con el autogolpe que, sin ningún
rubor, se dio en el Parlament de Catalunya con la aprobación de las leyes de
desconexión.
De una tacada se saltaron la
Constitución y se cepillaron el Estatut, pero de verdad, no utilizando la
legalidad como hizo en su día la Comisión del Congreso de los Diputados
presidida por Alfonso Guerra, sino a la brava. Los parlamentarios de la mayoría
se pasaron por el arco del triunfo el artículo 222 de la mencionada norma,
según el cual se requieren “dos terceras partes de los miembros de la Cámara”
para llevar a cabo cualquier modificación o reforma.
De igual modo, y desoyendo a
los letrados del Parlament y haciendo caso omiso de las indicaciones del
Consell de Garantías Estatutarias aprobaron la ley del referéndum y la de
transitoriedad jurídica sin tener en cuenta para nada a las bancadas de la
oposición. Leyes que, como no podía ser de otra manera, fueron recurridas por
el Gobierno Central y anuladas ipso facto por el Tribunal Constitucional (TC).
Según Hans Kelsen, prestigioso
pensador jurídico y político de origen austriaco, “cuando el orden jurídico de
una comunidad es anulado y sustituido en forma ilegítima por un nuevo orden” se
produce un golpe de Estado. Más claro
agua.
Tampoco hay ninguna duda para
Juan José López Burniol cuando dice que “ha sido un golpe de Estado porque lo
hay siempre que se produce una subversión total del ordenamiento jurídico
establecido con voluntad explicita de hacerse con el control absoluto del
poder.”
En estas circunstancias, es
posible que el Gobierno Central -que no el Estado, hablemos con propiedad- haya
actuado con cierta desmesura. No obstante, cuando se trata de restituir la
legalidad es muy difícil establecer cuáles son las líneas rojas que no se
pueden pasar. Lo mismos argumentos se podrían utilizar respecto a la actuación
judicial.
En este contexto, y aunque a
ellos le suene a milonga decrépita, sería bueno recordar a los secesionistas
que al amparo de la Constitución de 1978 hemos podido desarrollar un sistema de
convivencia que nos ha generado una prosperidad sin precedentes. Que
legitimidad y legalidad no son principio contrapuestos, sino todo lo contrario.
Precisamente la democracia se fundamenta en la aplicación armónica de ambos. Y
no hay que olvidar que, se admita o no, estamos viviendo el período histórico
más largo de libertades públicas y de desconcentración territorial del poder
político. Nuestro Estado de las autonomías es equiparable a cualquier Estado
federal. A su vez, y como todo en esta vida, manifiestamente mejorable.
Afanémonos en ello, pues.
Dice Carles Geli en el
artículo al que hacía referencia al principio de este escrito, que en aquella
Barcelona de gentes de mal vivir se podía comprar buena cocaína en Cal Sacristá
a 12,50 pesetas los 100 gramos, que era conocida en el mundo del hampa por
mandanga chachi. Estoy convencido que muchos independentistas piensan que eso
de cargarse un Estado de derecho es como comprar un poco de mandanga chachi,
algo intrascendente, y qué por cuatro chavos, uno puede pasar un buen rato.
Inocentes, no saben en el
jardín que se han metido.
Bernardo Fernández
Publicado e-notícies.com
25/09/17