En estos días de recogimiento para los creyentes y de relajo y cierta holgazanería para todos, me ha parecido oportuno aparcar, por una vez, el comentario mordaz y la crítica a la acción política cotidiana, para hacer una breve reflexión sobre cuál puede ser la solución al problema que como sociedad y país tenemos pendiente de resolver desde el siglo XIX: la organización territorial del Estado.
Tanto España como Europa tienen en su estructura organizativa
muchos aspectos federales. Desde 1978, nuestro país ha evolucionado desde un
Estado centralista y unitario hacia un sistema fuertemente descentralizado,
donde los gobiernos, a excepción de las diputaciones, son escogidos directamente
por los ciudadanos. En ese contexto las Comunidades Autónomas se han
consolidado como importantes centros de poder. Es cierto, sin embargo, que a lo
largo del tiempo se han producido disfunciones y distorsiones del modelo, pero
eso se podría corregir si tuviéramos un Senado que fuera una auténtica Cámara
territorial, cosa que ahora no sucede.
Por otra parte, a lo largo de estos años, tampoco se
clarificado de manera clara y concreta una distribución efectiva de las
competencias entre las distintas administraciones ni la financiación de las
mismas. Todo ello, constituye una fuente de tensiones constante y supeditado al
albur de los gobiernos de turno. Por eso, una reforma de la Constitución en
sentido federal resolvería problemas y, por consiguiente, nos ahorraría disgustos.
Desde hace años, las encuestas y estudios de opinión, con
leves oscilaciones, acostumbran a indicar que, tanto en Cataluña como en el resto
de España, el 40 % de la población consultada se muestra a favor de una reforma
de la Constitución en sentido federal, mientras que el 60% restante se
distribuye en posiciones diferentes, algunas enfrentadas entre sí. En
consecuencia, el planteamiento federalista es la fórmula que genera más
consensos para llevar a cabo una renovación de nuestro sistema organizativo e
institucional.
Una de las excusas, que con más frecuencia han esgrimido los
contrarios a esa reforma, es la tensión que se generaría entre los ciudadanos
que habitan en distintos territorios. Los que así lo ven no comprenden que el
federalismo no es un obstáculo para la igualdad, todo lo contrario, la
facilita. El reconocimiento de la diversidad y la singularidad no tiene nada
que ver con la igualdad de derechos de todas las personas. En una federación
todos los ciudadanos tienes los mismos derechos a unos servicios básicos. De la
misma manera que tienen derecho a gastar de diversas maneras unos ingresos
fiscales. Dicho de otro modo: federalismo es el derecho a la diferencia sin
diferencia de derechos.
Con esto no quiero decir que el federalismo sea la panacea,
ni mucho menos. Los problemas no desaparecen de un día para otro en ningún
sistema democrático; tanto da si es federal como si no. Se trata, pues, de
gestionar nuestras discrepancias en una sociedad integrada y con unas bases de
relación en pie de igualdad, con unas reglas de juego claras aceptadas por
todos y con lealtad institucional.
De todas formas, no avanzaremos en la dirección adecuada,
mientras los soberanistas de aquí y de allí prefieran movilizar a sus
partidarios con proclamas patrioteras avivando el enfrentamiento para obtener
unos pingües réditos electorales. Hoy en día, plantear batallas por la
soberanía nacional cuando ningún Estado en Europa tiene una política económica
autónoma, un ejército independiente del resto o una moneda propia, es algo que,
en mi opinión, no tiene sentido.
También resulta un contrasentido apoyar una Europa federal a
la vez que se rechaza una España federal. No es razonable querer eliminar
fronteras con otros países y querer levantarlas en el propio. Como tampoco es
lógico pretender que los otros rebajen sus afanes nacionalistas y nosotros no
estemos por rebajar el nuestro. Los
símbolos y las emociones siguen siendo mayoritariamente nacionales. Sin
embrago, la política y las transacciones lo son cada vez menos.
Como ha dicho en reiteradas ocasiones el filósofo alemán,
Jürgen Habermas, cuestiones como los combates contra la desigualdad o las
crisis migratorias no se pueden afrontar desde el estado-nación porque son de
tal magnitud que no se puede dar respuesta a los grandes problemas que ha
conllevado la globalización de manera individualizada. Me parece innecesario
recordar aquí como se ha tambaleado Europa, por la falta de coordinación entre
los Estados, con la llegada a nuestras costas de gentes desesperadas en busca
de un futuro, no digo mejor, simplemente, un futuro.
Soy consciente de que no estamos en el momento más apropiado
para llevar a cabo una reforma de semejante calado. Ni la coyuntura política ni
la situación socio económica son favorables. No obstante, tengo la firme
convicción que un federalismo que supere el concepto de estado-nación es el
mejor antídoto contra el repliegue identitario y el nacional-populismo en
ascenso en toda Europa y también entre nosotros. Además, es la manera más
adecuada para organizarnos institucionalmente y gobernar en tiempos de
globalización, a la vez que progresamos, sin codazos, de forma conjunta.
Quizás hoy no es posible, pero vayamos diseñando como
queremos que sea nuestro futuro en común porque más pronto o más tarde el
mañana llegará y las bagatelas y mandangas que ahora nos atenazan no van a
durar toda la vida.
Y como dice el poeta: “si la inspiración llega mejor que nos
encuentre con los codos sobre la mesa”.
Bernardo Fernández
Publicado en e notícies 29/03/2021