Según indican todas las
encuestas hechas públicas hasta la fecha, en las elecciones generales del
próximo domingo, 10 de noviembre, ninguno de los partidos que se presenta va a
obtener una mayoría lo bastante holgada, como para que su candidato sea
investido presidente del Gobierno sin necesidad de pactar con una o varias de
las otras fuerzas políticas que formarán el nuevo Congreso de diputados.
Hasta el momento, todos los
sondeos, con matices, coinciden en cuatro o cinco cosas, a saber: el PSOE ganará
las elecciones, PP y Vox suben y Ciudadanos se desploma. Si el 10-N estos datos
se confirman, sólo habrá una suma que daría mayoría absoluta: PSOE y PP. Pero si se descarta, por razones bastante
obvias, esa posibilidad entraremos de nuevo en el baile de los pactos que llevó
a la izquierda al fracaso en septiembre, a millones de ciudadanos a la
frustración y, como consecuencia, a la convocatoria de esas elecciones del
próximo domingo.
Tengo la sensación de que
muchos políticos de nuestro país no han entendido lo que es la cultura del
pacto. En mi opinión, no saben diferenciar entre lo que es esencial y hay que
preservar y aquellas otras cosas y/o ideas con las que se puede transaccionar y
si conviene transigir, ceder e incluso renunciar.
El conflicto, ya sea social o
político es ineludible. Pretender eliminarlo o negarlo es propio de regímenes
totalitarios. De ahí que la razón de ser de la tradición democrática consista
en plantear fórmulas que permitan la vida en común, admitiendo que la pugna, la
disparidad y el desacuerdo no van a dejar de existir. En las democracias
liberales, como la nuestra, la disensión se resuelve mediante el principio de
las mayorías; por eso, muchos sistemas electorales tienden a favorecerlas,
incluso mediante determinadas distorsiones de los sistemas proporcionales. Es
el caso la ley D’Hondt que es el método utilizado en España.
Cada vez resulta más difícil
leer de manera correcta los resultados de las urnas. Las adhesiones
inquebrantables ya no existen, la fidelización del votante cada vez es menor y,
por consiguiente, el voto más volátil. A todo esto, hay que añadir la aparición
de la ultraderecha. Una ultraderecha que siempre estuvo ahí, como escondida,
agazapada y timorata. En cambio, ahora, se ha descarado, ha perdido la
vergüenza y se nos presenta sin complejos. Eso ocurre, en parte, por la falta
de respuestas de los partidos clásicos a los problemas que sufre la ciudadanía.
Y eso, también dificulta que las organizaciones políticas puedan llegar a
acuerdos porque o no saben que hacer o si dicen lo que piensan que se debe
hacer temen ser castigados por su electorado. Lo vimos hace unos meses en
Italia y es muy posible que lo veamos muy pronto en España.
PP y Ciudadanos no han tenido
ningún pudor en pactar con Vox para hacerse con alcaldías o presidencias de
comunidades autónomas, pero eso hace, casi imposible, que después puedan pactar
con fuerzas de centro izquierda, como en nuestro país sería el caso del PSOE.
En estas circunstancias, y
siempre que los sondeos se confirmen, Pedro Sánchez deberá tomar en los
próximos días una decisión, posiblemente de las más difíciles de su carrera política:
dónde pone la linera roja de los pactos para seguir residiendo en la Moncloa.
Ahí los escrúpulos políticos, por un lado, y el pragmatismo, por otro, tendrán
papeles muy relevantes.
Para empezar, tendrá que
discernir si sigue con lo del gobierno a la portuguesa o va a un gobierno de
coalición. Después veremos quienes son
los elegidos y hasta donde estarán dispuestos a llegar unos y otros y los de
más allá, porque esto no va a ser un juego de dos.
Como dice Almudena Grandes:
“…ahora lo único que importa es lo que se merecen los españoles. Y ni ustedes
ni yo nos merecemos ver a Abascal y a Ortega Smith sentados en un Consejo de
Ministros. Eso es lo que nos estamos jugando…” Desde luego, la gran escritora
tiene toda la razón.
Por eso, el pacto además de imprescindible
será necesario. Crucemos los dedos para no volver a las andadas y que todo
salga bien.
Bernardo Fernández
Publicado en e notícies 06/11/19
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