La Constitución de 1978 supuso un cambio radical en el sistema político de España: frente al anterior régimen franquista, reconoció amplios derechos y libertades a los ciudadanos, estableció un sistema democrático basado en instituciones representativas y de participación y puso la orientación de las instituciones de gobierno en manos de la voluntad de la mayoría expresada en las urnas.
De todos modos, como sostiene Juan José López Burniol, licenciado en Derecho por la Universidad de Navarra y notario, “El problema no resuelto en España en el siglo XIX fue articular un verdadero Estado nacional”. Para Eliseo Aja, catedrático de derecho en la Universidad de Barcelona, experto en derecho político y constitucional, “el principio de autonomía reconocido en la Constitución de 1978 ha impulsado una transformación tan notable del Estado que puede resumirse con rotundidad que España ha pasado de ser el Estado más centralista de Europa a ser uno de los más descentralizados en la actualidad”.
Como sostiene Ramón Máiz, catedrático de ciencia política de la Universidad de Santiago de Compostela, la fórmula utilizada en la Transición creando el Estado de las Autonomías ha dado a lo largo de más de treinta años buenos resultados. Además, otorgó protagonismo a los Gobiernos central, autónomos y partidos políticos; permitió diversos ritmos y niveles de autogobierno, en función de las aspiraciones y capacidades de cada cual. No obstante, esta inicial virtud ha generado, también, importantes problemas y las mismas razones de su éxito original se han convertido en fuente de conflictos casi inagotable. Asimismo, la vía evolutiva de los Estatutos fue clausurada por el Constitucional en 2010 con su sentencia sobre el Estatuto de Cataluña.
Con ese panorama de fondo, y ante la voluntad re centralizadora del PP y el rupturismo desacomplejado de los nacionalistas catalanes, no queda mucho donde escoger. Por eso, y para evitar problemas que acabarían siendo irresolubles un pacto federal parece la vía más sensata y apta para el acuerdo.
De hecho, la federación es una construcción relativamente moderna, “inventada”, literalmente, por la Constitución de los Estados Unidos de América (1787) y es fundamentalmente distinta a la confederación y a otras formas de asociación de los Estados. Después países como Alemania, Suiza, Canadá y muchos otros siguieron caminos similares que han servido a lo largo de la historia tanto para unir Estados independientes como para descentralizar Estados que habían sido unitarios. Estos serían los casos de Austria o Australia.
Ante la situación de tensión territorial creciente que estamos viviendo en España en los últimos años, parece razonable pensar que ha llegado el momento de tomar decisiones. Por eso, en un ambiente tan radicalizado, la Declaración de Granada (documento, aprobado por unanimidad, por la dirección del PSOE y sus17 barones territoriales el pasado 6 de julio, para dar un giro federalista a la política del partido y hacer frente al frentismo soberanista catalán) alcanza su máxima razón de ser. Al ser considerada insuficiente por algunos y, en cambio, demasiado atrevida por otros, es la prueba de que la propuesta está en la línea adecuada.
El documento no es la panacea, pero plantea una reforma constitucional sensata y, tal vez, la última oportunidad para impedir el “desastre” que supondría caer en cualquiera de las dos tentaciones dominantes, la “centralista” y la “secesionista”. Además, la propuesta está basada en principios claros y poco cuestionables: “solidaridad”, “respeto a las identidades diferenciadas”, reconocimiento constitucional del “mapa autonómico” y de “los hechos diferenciales y las singularidades políticas”. Delimitación explícita de las competencias y creación de un fondo de garantía del Estado de bienestar que preserve los sistemas educativos y sanitario de las posibles crisis futuras y sus efectos devastadores.
El documento propone hacer imposible que un texto directamente votado por los ciudadanos sea frustrado por el Tribunal Constitucional, como ocurrió con el Estatuto de Cataluña de 2006.
A Artur Mas (CiU) y a alguno de sus acólitos les ha faltado tiempo para calificar el documento de “engaño”. Para González Pons (PP) la cuestión “es un asunto interno del partido socialista” y la Declaración de Granada es una concesión al PSC.
Es verdad que para convertir España en un Estado federal se necesita, como mínimo, voluntad y mayoría política. La primera esta por ver y la segunda de momento no existe. Lo cual no quiere decir que haya que abandonar el proyecto. Ni mucho menos. Ahora bien, hay que ser conscientes que el camino será largo y los adversarios no lo pondrán fácil.
Hay que ser realistas, y no podemos olvidar que el PP (antes AP) se ha opuesto siempre a cualquier reforma por sistema. Se opuso a la propia Constitución, a la ley del divorcio, a la ley del aborto, al reconocimiento de matrimonio de personas del mismo sexo y un largo etcétera. Y los secesionistas catalanes están eufóricos con el ambiente proindependentista que se respira en la Cataluña oficialista y no parece que estén dispuestos a atender a razones. Por eso, se deberá perseverar en la idea y no desfallecer en el intento.
Ciertamente, la situación es difícil, pero vale la pena intentarlo. Lo otro, es la debacle. Como dijo Rafael Campalans (1887-1933) ingeniero, físico y político, lo importante no es rendir culto a los muertos, lo importante es rendir culto a los hijos e hijas que han de venir. Y esa labor hoy nos corresponde a nosotros.
Bernardo Fernández
Publicado en la voz de Barcelona 16/07/13
17 de juliol 2013
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