España ha sido vista desde Cataluña, casi siempre, como un lugar donde se concentra el poder y adonde es necesario acudir para resolver problemas y hacer negocios. Por el contrario, Cataluña para España ha sido una región avanzada en algunos aspectos pero demasiado celosa de sus costumbres y rasgos diferenciales, y los catalanes gentes de poco fiar. Los recelos y las desconfianzas de aquí para allá y de allí para acá han sido una constante a lo largo del tiempo.
Desde hace siglos, y por los avatares de la historia, las dos nacionalidades se encontraron dentro de una misma entidad política. En su relación, la nacionalidad más grande y poderosa, la castellana, diluyó a la catalana, hasta hacerla casi desaparecer. Influyeron para ello numerosas cuestiones. La demografía (seis millones de habitantes contra menos de medio), el afán colonizador (todo un imperio, bajo una sola nacionalidad), la economía (con derechos exclusivos sobre América), el predominio institucional y militar (con carácter dominante de unos sobre otros) y el lingüístico-cultural (el castellano expansionándose en la Península como una cuña, según el esquema plástico de Menéndez Pidal).
Sin embargo, todo evoluciona y el aumento del anhelo independentista en buena parte de la ciudadanía de Cataluña pone de relieve la creciente desinhibición de un sentimiento que durante mucho tiempo los catalanes han tenido larvado. De alguna manera, ha existido un cierto complejo de inferioridad en las cuestiones de gobernanza del Estado y la utilización de un determinado victimismo han hecho que lo catalán se viera como cosa ajena en casa propia. A su vez, para algunos, ha venido como anillo al dedo el escaso reconocimiento del hecho diferencial, ha generado incomodidad el café para todos, se han considerado menospreciadas la cultura y la lengua o se ha calificado de expolio lo que es un desajuste fiscal.
En cambio, en España la situación ha sido diametralmente diferente. A lo largo de la historia se ha hecho, casi de forma permanente, un manejo abusivo del poder. Poder que la Constitución vigente, al mencionar en su artículo 8 la “integridad territorial”, pone en las manos de las Fuerzas Armadas. No obstante, hay otras maneras de tratar la cuestión que nos ocupa, que no es otra que la disputa por el poder.
Tal y como están las cosas el Gobierno central debe entender que en Cataluña hay un problema que se arrastra desde hace mucho tiempo y hay que buscarle solución, pero la pregunta es, ¿saben como hacerlo? Para bien o para mal, en Cataluña se han movido muchas cosas en muy poco tiempo y algunas de ellas de mucha envergadura. Por ello, hay que tomar decisiones y en ese contexto cabe preguntarse si la posibilidad de un pacto fiscal a imagen y semejanza de los conciertos que tienen en Euskadi y Navarra, frenaría el independentismo. Quizás está sea una de esas preguntas que admita más de una respuesta. Es posible que el haber logrado un objetivo de esa magnitud fuera, a medio plazo, un estímulo para ir en pos de otros logros aún más ambiciosos. Porque con el acuerdo por el pacto fiscal la aspiración a la obtención del poder no se vería plenamente satisfecha.
Saciar un apetito de poder solo puede lograrse ofreciendo una cota de poder mayor. Ello sucedería cuando Cataluña viera que dentro de España puede tener más poder que saliéndose de ella. Y aquí entran en juego dos factores de singular importancia. Uno de ellos es Europa. Y otro, un acuerdo federal, al que ya me he referido en más de una ocasión en este mismo espacio.
En este contexto, adquiere la máxima fuerza la reflexión de Juan José López Burniol cuando dice que quizá valga la pena reconsiderar la conveniencia de agotar las posibilidades de reforma, lo que exige, en primer lugar, priorizar los problemas existentes en estos términos: 1) La reivindicación –ya irreversible– del derecho a decidir. 2) La reforma del sistema de financiación autonómico. 3) La reforma de la Constitución para culminar el desarrollo federal del Estado autonómico.
Y, una vez planteados, ¿cómo afrontarlos? El derecho a decidir es una reivindicación irrenunciable para el Gobierno catalán y su reconocimiento inmediato, pero es imposible para el Gobierno español dentro del marco constitucional actual. En consecuencia, su admisión se tendría que subsumir dentro de una reforma constitucional que acometer en esta legislatura, con el compromiso previo y firme del PP y del PSOE de aceptar la convocatoria de consultas por los presidentes autonómicos. Mientras tanto, se tendrían que cerrar dos pactos de carácter económico, que serían la mejor garantía de la seriedad negociadora de ambas partes. Con carácter inmediato, una distribución asimétrica de la reducción del déficit, favorable a Catalunya, como justa compensación a la continuada solidaridad catalana expresada en el déficit crónico de la balanza fiscal; y, a final de año, una reforma del sistema de financiación que establezca un límite a la aportación catalana al Estado, para homologarla con la de países de similar estructura territorial. Y culminaría el proceso con una reforma constitucional que tendría que incluir la conversión del Senado en una auténtica cámara territorial, una redefinición clara de las competencias respectivas del Gobierno central y de los autonómicos y el régimen de financiación autonómico previamente pactado.
Desde luego, no es poco lo que sugiere el notario afincado en Barcelona. Muchos opinarán, y no les faltará razón, que una propuesta de esas características es imposible que se lleve a cabo ya que ningún gobierno, sea del color político que sea, permitirá una consulta que podría suponer el principio de la desintegración del Estado. Aún y así, Artur Mas debería negociar hasta la extenuación y sin perder nunca las composturas. De igual manera, seria deseable que agotara todas las vías legales a sabiendas que una tras otra rechazarán su propuesta; pero es la mejor forma para cargarse de razones y poder acudir después, como seguramente tiene previsto, a buscar el amparo de los organismos internacionales.
Como dice un viejo amigo mío, siempre se está a tiempo de romper la baraja y, si no estás seguro de ganar la partida, la ruptura no es otra cosa que escapismo. Sería deseable que los soberanistas, de forma limpia y sin cicaterías, intentaran sumar apoyos y lograr una amplia mayoría en la que también puedan incluirse aquellos catalanes que apuestan por el derecho a decidir dentro de la legalidad –y en cuyo ejercicio votarán “sí” o “no” según les convenga–. Estoy pensando en esos ciudadanos que quieren un sistema de financiación justo y que apuestan por una reforma constitucional que racionalice la vida en común dentro de España de acuerdo con el interés general.
Esa amplia mayoría existe, hace falta saberla galvanizar, pero hay que tener la capacidad y el carisma necesarios para conformarla. Entre la nada y el todo existen un sinfín de posibilidades. Y el posibilismo es señal de fortaleza y confianza.
En cualquier caso el quid de la cuestión se condensa en aquella firme convicción de Vicens Vives según la cual “para nosotros, los catalanes, ser españoles es una condición geográfica”.
Bernardo Fernández
Publicado en La voz de Barcelona 31/07/13
31 de juliol 2013
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