Sostienen los expertos que las
guerras provocan cambios estructurales en la economía global. Eso es lo que
ocurrió tras la Primera Guerra Mundial, con la contienda se frenó una primera
ola globalizadora y algo similar sucedió tras la Segunda. Entonces, por un lado
surgió la Guerra Fría y, por otro, se establecieron las bases que propiciaron
la mayor etapa de desarrollo y progreso que jamás se había conocido en la historia.
Bien es verdad que esa fase de expansión ni llegó a todos los lugares por igual
ni se redistribuyeron sus logros siempre de manera equitativa. Ahora, a juzgar
de cómo está evolucionando la situación mundial desde la invasión de Rusia a
Ucrania y los conflictos bélicos en Oriente Próximo, parece que los entendidos
en la materia no andaban errados. Se están acelerando cambios que se venían
gestando desde hace años y se está reescribiendo un nuevo orden geopolítico y
de relaciones multilaterales.
El statu quo que ha imperado en los
últimos setenta años, empieza a formar parte del pasado. Vamos a presenciar
transformaciones drásticas. La globalización sufrió un duro revés con la crisis
financiera de 2008, de la que aún no se ha recuperado, después vino la
pandemia, la ya mencionada invasión, el pulso comercial entre Estados Unidos y
China, y el polvorín árabe-israelí entró en ebullición; todo eso, son elementos
que debilitan de forma evidente el espacio del libre comercio, así como la
libre circulación de bienes y personas. Esa situación, hace que avancemos hacia
un mundo más fraccionado y compartimentado del que conocimos en los finales del
Siglo XX y principios del XXI.
Esta nueva normalidad no afecta solo
a las relaciones comerciales, va mucho más allá de las cadenas de suministros.
Uno de los argumentos más utilizados de Donald Trump, en su primer mandato, era
que la seguridad de EE UU pasaba por la guerra comercial y tecnológica con
China. Ahora, con su vuelta a la Casa Blanca, es más que probable que
intensifique su discurso; basta con ver los nombramientos para su próximo
gabinete y comprender que el margen para el optimismo es escaso.
Desde el final de la Segunda Guerra
Mundial la idea de que las relaciones internacionales tuvieran como uno de los
ejes vertebradores la interdependencia económica ha ido ganando peso
específico. Es lo que los alemanes denominan “Mandel durch habdel” que
podríamos traducir por algo así como el cambio mediante el comercio. No son
pocos los expertos en política internacional que piensan que las políticas
autoritarias de países como Rusia o China se transformarían en sistemas más
libres, abiertos y democráticos si mantuvieran lazos económicos estables con
países de talente liberal.
Con todo, el mayor cambio que se está
produciendo es el que afecta al sistema financiero mundial, que ha sido el
sector más beneficiado por la globalización. La exclusión del sistema de
mensajería interbancario Swift de varios bancos rusos y del procesamiento de
pagos a través de la cámara de compensación llevó a China a acelerar sus planes
para reducir su vulnerabilidad. Algo similar sucedió con las reservas en
divisas y el uso de monedas alternativas al dólar para desvincularse
progresivamente del billete estadounidense.
No obstante, eso no es algo que vaya
a pasar de un día para otro. Se necesita tiempo, porque para que un país se
convierta en depositario de reservas hace falta que la moneda sea plenamente
convertible, que exista estabilidad política, garantías jurídicas y esté garantizada
la independencia del banco central. Pero el camino ya se ha iniciado. El banco
central de China ya practica cambios de divisas con otros bancos centrales y
facilita que empresas y gobiernos extranjeros emitan valores en los mercados chinos,
para así ganar credibilidad y liquidez.
Este nuevo escenario afecta
profundamente a las relaciones internacionales. Las instituciones surgidas tras
la Segunda Guerra Mundial, como el Fondo Monetario Internacional (FMI), no han
sido capaces de adaptarse al cambio experimentado por la economía y la política
global en estos años. La Organización Mundial del Comercio (OMC), que ya estaba
en el punto de mira de Trump, reformarla ahora resulta literalmente imposible.
Y el futuro de foros que habían surgido más recientemente, como el G-20, y que
permitió una cierta coordinación global en plena crisis financiera, están
seriamente en peligro.
Esta es la cruda realidad. En ningún
momento he pretendido hacer una loa a la globalización desenfrenada porque,
como todo en esta vida, tiene cosas positivas y otras que no lo son tanto. No
obstante, creo que el balance es bastante provechoso. Sin embargo, ahora se
ciernen muchas incertidumbres sobre el futuro; si a eso le añadimos los
recientes movimientos políticos en el país más poderoso del mundo,
coincidiremos en que hay razones sobradas para estar inquietos. Estamos ante
una nueva normalidad y, con Donald Trump en el despacho Oval de la Casa Blanca,
ojalá me equivoque, pero parece que lo peor está por llegar. Así pues, agárrense
que vienen curvas.
Bernardo Fernández
Publicado en Catalunya Press 19/112024
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