Ni en sus mejores sueños de adolescencia y juventud Gabriel Rufián pudo imaginar que sería diputado a Cortes, menos aún, portavoz de un grupo parlamentario y, además, por un partido independentista. Como cantaba el bueno de Sandro Giacobbe: “La vida es así/ no la he inventado yo”. Una vez más la realidad ha superado la ficción.
Gabriel Rufián llegó a
la política profesional mediante la plataforma Súmate. Súmate es una entidad creada en 2013 con
el objetivo de promover el voto independentista en Cataluña entre la comunidad castellanohablante. Rufián era
uno de los miembros destacados de dicha plataforma y muy pronto estableció una
relación muy intensa con el hombre fuerte de Esquerra, Oriol Junqueras. Fue cabeza de
lista de ERC por Barcelona en las
elecciones al Congreso de Diputados convocadas
para 20 de
diciembre de 2015 y
consiguió el acta de diputado. En las elecciones generales de 2016 volvió
a presentarse en las listas de ERC y volvió a resultar elegido. Igual que lo
fue en las convocatorias de abril y noviembre de 2019.
Aún
recuerdo el tono nada respetuoso, por no decir despectivo de nacionalistas e
independentistas, hacia José Montilla porque no les
cabía en la cabeza que una persona nacida en un pueblo de Córdoba llegara a
presidente de la Generalitat de Cataluña. Sin embargo, la dirección de ERC no
tuvo ningún reparo a la hora de designar a Rufián cabeza de lista a la
generales; en mi opinión fue nombrado por dos motivos: uno, porque pensaron que
así blanqueaban su imagen de partido sectario y xenófobo (que se ganaron a
pulso en la época de Heribert Barrera, Joan Hortalà y Àngel Colom) y dos,
porque Rufián podía ser el charnego útil (pido perdón por utilizar el término
charnego porque soy refractario a este tipo de calificativos, pero aquí es el
que mejor define lo que quiero explicar) que entrarse como punta de lanza en el nicho electoral de los
castellanohablantes, donde el PSC era y es hegemónico.
Todo esto viene a cuento porque, como ustedes saben, la
semana pasada se montó un jaleo más que considerable a raíz de unas
declaraciones de Rufián en las que afirmaba que Puigdemont era un “tarado” por
haber declarado la independencia. Aunque el diputado republicano enseguida se
percató de su metida de pata y pidió disculpas, la ofensa ya estaba hecha y ahí
ardió Troya. A Gabriel Rufián le han llovido palos por todas partes. Desde las
filas del independentismo le han dicho de todo menos guapo. Los de su propio
partido le han vapuleado sin ninguna consideración, el president Pere Aragonés
le desautorizó ante la andanada que le lanzó Albert Batet, portavoz de Junts,
durante la celebración del pleno en el Parlament en la que se aprobó la nueva
ley del catalán. No obstante, ha habido dos excepciones que conviene destacar:
una, el que fuera su maestro y compañero, en eso del parlamentarismo, Joan
Tardà que salió en su defensa y quiso quitar hierro al asunto, pero como que la
pelota se fue haciendo grande, Tardà acabó llamando supremacista al
vicepresident Puigneró que previamente había dicho que Rufián no era digno de
Cataluña (me gustaría saber si para el vice
son dignos de esta magna tierra los Pujol Ferrusola), y la segunda
excepción es Oriol Junqueras que se limitó a retuítear el aviso que le hizo
Marta Rovira, cuando le advirtió que “no se equivocase de adversarios”, pero
sin ninguna aportación y/o amonestación del líder, ¿por qué será?
Todos sabemos que Gabriel Rufián no es ni un fino estilista
ni un orador al estilo de Emilio Castelar o Manuel Azaña (solo por poner un par
de ejemplos), pero es que tampoco tiene nada que ver con otro parlamentario
mucho más cercano: Miquel Roca. Faltaría a la verdad si no dijese que Rufián no
ha mejorado su oratoria desde que llegó al Congreso en 2015, pero lo suyo es el
tuiteo, la frase corta, seca y, a menudo, hiriente. Todavía conservo su imagen
grabada en mi retina, con una impresora bajo el brazo en un pleno en el hemiciclo
de la carrera de San Jerónimo.
Siempre he pensado que los mandamases de ERC han utilizado al
lenguaraz de Rufián como persona interpuesta para decir aquello que querían
decir pero que, para no dejar de ser políticamente correctos, no les parecía
oportuno manifestar. No hace falta retroceder mucho, baste con recordar las
puyas que periódicamente lanza Puigdemont a Esquerra o las intervenciones de
Comín y el propio Puigdemont en el reciente congreso de Junts celebrado en Argelès-sur
Mer. Lo que pasa es que el diputado Rufián, en ocasiones, da la sensación de
padecer incontinencia verbal.
El quid de la cuestión es qué, lo que dijo Rufián, lo piensa
mucha gente en Cataluña, independentistas y no independentistas. El problema
surge cuando no se sabe o no se quieren diferenciar las situaciones. No se debería
utilizar el mismo lenguaje en una conversación entre colegas, acodados en la
barra de un bar o en un chat de amiguetes que en una entrevista concedida a los
medios o en una intervención desde la tribuna de un parlamento. Y es que, en la
política, como en la vida, tanto en lo que se hace, como en lo que se dice, las
formas suelen ser tan importantes como los fondos. Lo malo es que, por
desgracia, los hay que no tienen la capacidad suficiente para distinguir el
culo de las témporas, que diría Don Camilo José.
Bernardo Fernández
Publicado en e notícies 13/06/2022
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