El proceso secesionista catalán, como lo hemos conocido hasta
la fecha, tiene los días contados. Las elecciones al Parlament del próximo 14
de febrero deberían ser un punto de inflexión en la política catalana.
Eso no significa que el independentismo vaya a desaparecer,
ni mucho menos. Primero porque importantes segmentos de la población tiene las
señas de identidad o el sentido de pertenencia muy arraigado y eso es terreno
abonado para plantar la semilla independentista. Y segundo porque muchos han
hecho de la lucha por la independencia, nominal, su modus vivendi. Durante el pujolismo se creó un extenso entramado de
empresas, organismos y entidades, todos ellos controlados por personas,
nacionalistas más o menos moderados, leales a la causa que con Artur Mas y sus
sucesores mutaron al independentismo; y eso les ha permitido controlar importantes resortes de poder, como por
ejemplo, los medios públicos de comunicación. Y ahí siguen.
De todas formas la realidad es tozuda y más pronto o más
tarde acaba por imponerse. Según una encuesta publicada en el último trimestre
de 2020, por el Instituto de Ciencias Políticas y Sociales (ICPS) de la UAB,
los catalanes qué creen que se alcanzará la independencia no llegan al 10%.
Este dato es muy relevante porque para que una determinada opción política
triunfe es fundamental su credibilidad. En cambio, el 42% de los consultados
piensan que todo esto acabará con una mejora del autogobierno y el 26% que esta
etapa se cerrará con el decaimiento de las reivindicaciones.
La verdad es que aquí nos quisieron dar gato por liebre: se
nos prometió que el proceso para conseguir la independencia de Cataluña sería escrupulosamente
democrático, cosa que ha sido objetivamente falsa. Nunca fue democrático ni fue
constitucional, tal y como la Comisión de Venecia se encargó de recordar. En
aquel aciago pleno parlamentario del 6 y 7 de septiembre de 2017, se visualizó
el delirio independentista, tumbaron la Constitución, el Estatut y, además, no
respetaron la minoría parlamentaria que representaba la mayoría social; y, todo
eso, se hizo fuera de los cauces representativos y con total opacidad. Es, por
lo tanto, una ofensa a la inteligencia ligar procés independentista con democracia.
Hay que ser realistas y reconocer que, ni la idea de la
unilateralidad ni una separación abrupta de España, tienen recorrido en la UE
del siglo XXI. El derecho a la secesión como un derecho fundamental no existe
en la vida jurídica ni a nivel del Estado español ni a nivel internacional. Por
si alguien tenía alguna duda, una resolución del Parlamento europeo aprobada el
pasado 26 de noviembre dice que: el
derecho de autodeterminación y, por lo tanto, la independencia no proceden
dentro de la Unión, lo deja meridianamente claro
En consecuencia, los independentistas harían bien en dar por
finiquitado lo que ellos llaman el mandato del 1 O, la entelequia de la
república de los ocho segundos y las bagatelas diversas con que envuelven sus ensoñaciones
quiméricas.
Con todo, la independencia como parte integral de un credo
ideológico, además de ser legítima, es perfectamente defendible. No obstante,
los líderes de un proyecto semejante deberán aprender de los errores que en los
últimos años se han cometido en Cataluña y denunciarlos para que no vuelvan a
ser las piedras en las que vuelva a tropezar su proyecto.
Aunque el terreno para la discordia y el enfrentamiento
estaba abonado con la sentencia del Tribunal Supremo por los recortes a que fue
sometido el Estatut de 2006, así como la labor en la sombra de los
independentistas más hiperventilados, fue Artur Mas quien puso a Cataluña a los
pies de los caballos. Su gestión como máxima autoridad de los catalanes fue,
sencillamente, nefasta. Quiso hacer una transición hacia un Estado propio, pero
el balance es una Cataluña donde se ha roto la cohesión social, se ha degradado
el autogobierno, nos hemos empobrecido como país y como sociedad y hoy el mundo
nos mira… y queda perplejo.
La fiesta independentista se ha terminado. Ha llegado el
momento de pasar página. Lo primero que debemos hacer es recuperar la convivencia
(en mi opinión el valor más preciado que tenemos) y el respeto al Estado de
derecho. Después, conseguir que Cataluña vuelva a ser la locomotora de España y
la referencia de muchos. Para lograrlo necesitamos una mejor financiación y más
autogobierno, con más competencias y más corresponsabilidad en la cogobernanza.
Ahora bien, hemos de ser conscientes de que los puentes están rotos, se deberán
recomponer y eso costará tiempo y esfuerzo. En este contexto, fue un acierto la
moción presentada por ERC en el Congreso de los diputados para poner de nuevo
en marcha la mesa diálogo, inmediatamente después del 14 F, que fue aceptada de
inmediato por PSOE e IU Podemos, y votada por toda la izquierda y varios
partidos nacionalistas. A destacar aquí que JxCat votó, no. Es decir se alineó
con PP, Cs y Vox.
Esperemos que tras las elecciones del próximo domingo un
nuevo horizonte político se empiece a vislumbrar en Cataluña. Si es así, el
esfuerzo habrá merecido la pena. Pero, si las urnas validan el aquelarre
independentista, respetaremos los resultados, aunque muchos, entre los que me
incluyo, seguiremos en la trinchera plantando cara.
Bernardo Fernández
Publicado en e notícies 08/02/2021
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