Estos días se cumplen diez
años desde que se hizo pública la sentencia del Tribunal Constitucional (TC) sobre
el Estatut de Cataluña.
La elaboración de aquel texto
fue, desde el minuto uno, un camino tortuoso y lleno de dificultades que estuvo
a punto de fracasar en más de una ocasión. Tras un largo proceso de
negociaciones repleto de dudas, desconfianzas y zozobras el nuevo Estatut se
aprobó en un larguísimo y tenso pleno en el Parlament en septiembre de 2005.
Más tarde, pasó por el Congreso y el Senado, dónde fue “convenientemente
cepillado”, como dijo Alfonso Guerra, para ser, finalmente validado, por una
amplísima mayoría, en referéndum en junio de 2006. No obstante, la participación
no alcanzó el 50% del censo.
En aquella ocasión, y como
después se ha ido repitiendo distintas veces, la derecha representada por el PP
y los independentistas por ERC pese a ser antagónicos, coincidieron en el
sentido de su voto, ambas formaciones pidieron a sus seguidores que votaran no
al nuevo texto.
En 2010, un TC muy cuestionado
por su falta de renovación, emitía la sentencia sobre el Estatut que anulaba 14
artículos y reinterpretaba otros treinta. De esa forma se suprimían, entre
otras atribuciones, el uso preferente del catalán en la Administración, que las
decisiones del Consejo de Garantías fueran vinculantes o que el Síndic Greuges
tuviera competencias exclusivas. Además de eliminar el valor jurídico del
preámbulo en el que Cataluña se proclamaba nación.
Sea como sea, el caso es que aquella
sentencia marcó un antes y un después en la política catalana y, por el efecto
dominó, también en la española. La publicación del fallo judicial fue la
espoleta que hizo detonar la escalada independentista que ha llegado hasta
nuestros días. Hay quien sostiene que, sin la crisis económica, que entonces ya
estaba desbocada, el secesionismo no hubiera tenido chance. Es posible, pero,
en cualquier caso, aquellos polvos trajeron estos lodos.
Con una mayoría de la sociedad
muy defraudada con “la política de Madrid” y un Govern de izquierdas con
importantes vías de agua a CiU no le fue difícil ganar cómodamente las
elecciones al Parlament (46%, 62 diputados) que se celebraron a finales de
noviembre. En su discurso de investidura, Artur Mas reivindicó un nuevo modelo
de financiación para Cataluña y la “transición nacional” basada en el derecho a
decidir. Fue escogido president de la Generalitat el 23 de diciembre y anunció
que constituiría el “Govern dels millors”. No sé si fue el “Govern dels
millors”, en mi opinión, no, pero desde luego, aquel Ejecutivo puso en práctica
las políticas más austericidas de Europa y el que más recortes hizo en menos
tiempo de todo el continente.
En verano de 2011 el
presidente del Gobierno de España, entonces, Mariano Rajoy, y Artur Mas
mantuvieron una entrevista en la Moncloa, en la misma el primero se negó en
redondo a negociar cualquier régimen de financiación especial para Cataluña. Eso
hizo que Mas, a los pocos días de su regreso de Madrid, se echara en brazos de
los movimientos independentistas, aun bastante incipientes. Eso y, quizás, que
los casos de corrupción de su partido empezaban a aflorar con fuerza le
hicieron tomar la deriva que nos ha traído hasta aquí.
En cualquier caso, el hecho
cierto es que ya han pasado diez años, y si echamos la vista atrás podemos ver
con cierta perspectiva que esta última década ha sido una década perdida para
los catalanes y las catalanas.
El fracaso del proyecto
independentista es total: ni viaje a Ítaca, ni unilateralidad, ni República.
Pero es que tampoco hemos mejorado como comunidad autónoma. El enfrentamiento
permanente del Govern de la Generalitat con el Estado y su intención de ruptura
ni nos ha dado más autogobierno, ni mejor financiación, ni tan siquiera nuevas
transferencias competenciales. Por otra parte, la Comisión bilateral Estado-Generalitat,
solo se ha reunido una vez y fue a instancias de la ministra de Política
Territorial, la socialista Meritxell Batet.
En cambio, más de cinco mil
empresas trasladaron sus sedes a otras comunidades autónomas, ante la
inseguridad jurídica ocasionada por la inestabilidad política. Asimismo, las
inversiones extranjeras han mermado de forma considerable, con lo cual hemos
perdido capacidad económica como país y, por si no teníamos bastante, se ha
divido la sociedad y se ha roto la cohesión social. En mi opinión el bien más
preciado que teníamos como sociedad.
Frente a esta nefasta situación,
podemos contraponer la evolución de Gobierno Vasco que tras el fracaso del Plan
Ibarretxe supo reaccionar, modificar su estrategia y hacer del diálogo, la
negociación y el pacto su seña de identidad para entenderse con el Gobierno
central.
Las consecuencias están a la
vista: una treintena de competencias han sido o serán traspasadas en breve al
Gobierno Vasco. En ese contexto hay que destacar como transferencia estrella el
régimen económico de la Seguridad Social que muy pronto será gestionando
directamente por el Gobierno de Vitoria
Mientras eso sucede en
Euskadi, aquí la cuestión es que, como sociedad hemos perdido una década y no
se atisba solución, mientras los líderes secesionistas no cambien de actitud.
Mal vamos si no son capaces de mostrar arrepentimiento y se empeñan en el “ho
tornarem a fer.” Así es prácticamente imposible salir del círculo vicioso
al que nos ha llevado el procés.
Por eso no ayudan declaraciones
como las que hizo muy recientemente el vicepresident del Govern y coordinador
nacional de ERC, Pere Aragonès al decir que: “amnistía para los presos y
expatriados, fin de la represión, autodeterminación e independencia, es lo que
propondremos en la mesa de diálogo con el Gobierno central”.
¡Hombre! Si esas declaraciones
son para consumo interno, pase. Pero si van a ir con ese cartapacio bajo el
brazo a negociar, se pueden ahorra el viaje.
Bernardo Fernández
Publicado en e notícies
07/07/20
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