Da miedo pensar cómo será el
día de después, una vez que se haya controlado la propagación del coronavirus.
Como siempre ocurre en este tipo de situaciones, la crisis económica está
golpeando con especial virulencia en los sectores más débiles. De hecho, ya
estamos viendo como en lo que eufemísticamente llaman economía “informal” -economía
sumergida habíamos dicho siempre-, la dureza de la situación se está ensañando
con extrema crueldad. No me refiero a los que la controlan y obtienen pingües
beneficios, claro está, sino a los que no tienen más remedio que bordear la
legalidad para subsistir. Me gustaría equivocarme, pero mucho me temo que,
cuando entremos en la nueva normalidad, van a ser muchos los que lo van a pasar
muy mal y se van a quedar atrás.
Según el plan estratégico de
la Agencia Tributaria publicado el pasado 28 de enero, la economía sumergida
supone en nuestro país un 11,2% del PIB (unos 145.000 millones de euros
anuales). Si a esta cifra se le suman aquellas actividades que nunca se podrán
regularizar, como, por ejemplo, el contrabando, el movimiento ilegal de dinero
sube al 17%. En opinión del catedrático de Economía José Ignacio Castillo de la
Universidad de Sevilla la economía sumergida en España ronda el 22% del PIB.
Sea cual sea el porcentaje
real, el hecho cierto es que más de 2 millones de personas trabajan en nuestro
país lejos de lo que establece la legalidad. Es decir, gente que trabaja en negro
y que ahora, con el descalabro que ha generado la pandemia, ni pueden acogerse
a un ERTE, ni pueden acceder a las ayudas que el Gobierno ha puesto a
disposición de pymes y autónomos. En el mejor de los casos, podrán solicitar la
renta mínima garantizada que el Ejecutivo se ha comprometido a hacer efectiva a
finales de este mes de mayo. No obstante, esa ayuda no llegará a todos, los
inmigrantes en situación irregular ni siquiera tendrán esa opción.
La economía sumergida es un
mal endémico de nuestro sistema de producción y está extendida en todo el
engranaje, desde la agricultura o la industria hasta la construcción. Tampoco
se libran de esa lacra otras actividades que podemos denominar complementarias como,
por ejemplo, los montajes, las mudanzas o la recogida de chatarra. Pero el
nivel más bajo de las personas que trabajan en negro está en las empleadas de
hogar, cuidadores de personas mayores y/o dependientes, venta ambulante (top
manta incluido) o las limpiadoras de apartamentos turísticos y hoteles conocidas
coloquialmente como “kellys” y el último eslabón de esta lamentable cadena, la
prostitución.
La frontera entre la economía
formal y la sumergida es muy difusa. Por eso, es muy corriente encontrar
trabajadores que transitan de un lado a otro de la frontera en función de las
circunstancias. Las consecuencias son evidentes: no tienen una relación laboral
estable y, por consiguiente, no han cotizado lo suficiente para tener una
prestación por desempleo.
Hay quien opina que toda
crisis es una oportunidad. Lo siento, pero yo soy bastante escéptico en este
terreno. Considero que aquellos que sostienen que cuanto menos Estado mejor; ahora,
con la experiencia de la pandemia, deben entender que hemos de ir en dirección
contraria. Necesitamos más Estado que nunca y, a su vez, el Estado necesita
medios. Por lo tanto, todos hemos de contribuir y, como es lógico, más los que
más tienen. En ese contexto, hay que fortalecer, más que nunca, los medios de
lucha contra la corrupción en sus múltiples manifestaciones.
Estamos viendo como se ha
desarbolado la sanidad pública. Concretamente, en Cataluña, con la excusa de
los recortes en la época de Govern de Artur Mas se eliminaron 1.100 camas
hospitalarias y se suprimieron 2.100 puestos de trabajo de personal sanitario,
pero esa situación aún no se ha revertido, con lo bien que nos hubieran ido
ahora esas camas y esos profesionales.
De todas formas, lo
prioritario en esta nueva normalidad debería ser, primero, que nadie se quede
atrás ni por condición social, ni por coyuntura laboral y, segundo, que
aprendamos todos la lección para que, hechos como los que estamos viviendo, no
vuelvan a suceder jamás. Sería imperdonable.
Bernardo Fernández
Publicado en e notícies
12/05/20
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