Quizás Donald Trump no es tan patán como
creemos. Lo que sucede es que el presidente estadounidense utiliza unos códigos
de conducta, por lo menos, en la política exterior, muy diferentes a los
cánones preestablecidos hasta ahora para las relaciones entre los mandatarios a
nivel internacional y, lamentablemente, le funcionan.
Desde que Trump regresó a la Casa Blanca
─eso fue en enero de 2025─, con aire de chulo de discoteca, se ha dedicado a
amedrentar y a amenazar con la diplomacia del chantaje y con el espantajo de la
subida de los aranceles a la práctica totalidad de los países que tienen
relaciones comerciales con EE UU. Tan solo Rusia, en un principio, parece
librarse de esa estrategia. Putin ─dice Trump─, es mi amigo. Sin embargo, el
líder ruso, bastante más bregado políticamente y mucho más astuto que el
norteamericano ha ido haciendo y deshaciendo a su antojo, de manera especial,
en el conflicto que mantiene en Ucrania.
El presidente empezó con amenazas a sus
vecinos, México y Canadá y como surgieron efecto, aunque luego suavizó sus
exigencias, se lanzó a una caza de brujas a lo largo y ancho de todo el mundo,
en forma de aranceles desmesurados.
Fijémonos en lo ocurrido a finales del
pasado mes de julio, en el encuentro que mantuvieron Donald Trump y Úrsula von
der Leyen, para evitar la guerra comercial entre EE UU. y la UE, en una finca
que la familia del mandatario tiene en Escocia.
En política las formas suelen ser tan
importantes como el fondo. Por eso, la presidenta de la Comisión no debió nunca
admitir entrevistarse con Donald Trump en un club de golf privado. Como tampoco
debió tolerar que por primera vez en la historia la bandera de Europa se izase
como si fuese la de un club deportivo más. Para más inri, eso ocurrió en el
Reino Unido, el país que plantó a la UE en 2016 y que había firmado con Estados
Unidos un acuerdo favorable. Úrsula von der Leyen parece haber olvidado que ella
es la máxima representante de la UE, que nos representa a todos y eso imprime
carácter y estatus.
De todas maneras, si se hubiese logrado
un acuerdo equitativo el protocolo hubiese pasado a un segundo plano, pero es
que la presidenta de la Comisión claudicó y firmó un acuerdo muy
desigual que en nada nos beneficia a los europeos ni a las empresas europeas. Los
aranceles impuestos por Estados Unidos a la UE han pasado del 2% al 15%, sin
reciprocidad alguna. Esa es la cruda realidad.
Pero lo peor de todo es que el acuerdo
no se acaba ahí: von der Leyen se comprometió a que los europeos comprarán a
Estados Unidos energía por valor de 750.000 millones de dólares en los próximos
años. Sin embargo, nadie ha explicado las consecuencias que eso tendrá para los
objetivos de la UE en materia de soberanía energética, costes y
descarbonización.
Por si ese dislate no fuera suficiente,
Von der Leyen acordó con Trump que desde la UE se invertirán 600.000 millones
de euros en Estados Unidos, durante los próximos cinco años. Eso claudicación
hace plausible que Estados Unidos imponga sanciones en el caso de que no se
cumplan los compromisos. Para el canciller de Alemania (país que vende muchos
automóviles y bienes de equipo a Estados Unidos) este es un buen acuerdo. Es
curioso que un hombre tan sensato como Merz no haya pensado en la posibilidad
de una nueva andanada de sanciones estadounidenses. Y resulta paradójico que la
Comisión Europea no dedique sus esfuerzos a animar a los inversores europeos a
invertir en Europa.
Parece que Trump se ha creído que es el
sheriff del planeta y va sembrando el caos donde pone el ojo. Así, por ejemplo,
ha impuesto unos aranceles a los productos suizos del 39% y del 50% a la India
por comprar petróleo a Rusia. Ahora amenaza a Europa con nuevos aranceles como
respuesta a la multa de casi 3.000 millones euros que la UE ha impuesto Google
por prácticas abusivas.
La cuestión de fondo que subyace en todo
este asunto es que el auténtico objetivo de Trump es crear un orden mundial
autoritario y antiliberal. Quiere desmantelar el Estado democrático de su país;
forjar alianzas transaccionales con los principales regímenes autárquicos del
mundo, y crear una fortaleza norteamericana inexpugnable, estableciendo la
soberanía estadounidense sobre Canadá, Groenlandia y el canal de Panamá. Y para
lograrlo está dispuesto a utilizar todo lo que esté a su alcance, fuerza
militar incluida.
En este contexto, algunos mandatarios
europeos se aferran a la idea de que todo esto sea pasajero y que las elecciones
legislativas de 2026 o las presidenciales de 2028 en EE. UU. pongan las cosas
en su lugar. Pero resulta muy arriesgado y de poco rigor basar la estrategia
europea en esa idea.
La capacidad de Trump para inclinar en
forma permanente a Estados Unidos hacia la autocracia es mayor de lo que muchos
pensaban. El antieuropeísmo de la Administración estadounidense no sale de la
nada. Estados Unidos lleva mucho tiempo con la mirada puesta en Asia y tratando
de desvincularse de Europa. Lo pusieron de manifiesto decisiones como las del entonces
presidente Barack Obama al no oponer resistencia firme a la invasión rusa de
Crimea en 2014.
Estos días hemos visto como China constituía
con otras potencias, que tienen problemas de relación con los EE UU, una enorme
plataforma euroasiática, mostrando así, músculo comercial. Pues bien, por duro
que sea, es el camino: plantar cara y no arredrarse.
Quizás, en muchos sentidos, China nos
queda muy lejos; pero Europa debería mirar a Canadá porque su flamante nuevo
primer ministro, Mark Carney en su comparecencia tras la victoria electoral
afirmó que: “Nuestra antigua relación con Estados Unidos, una relación basada
en una integración cada vez mayor, se acabó. Es una tragedia, pero es nuestra
nueva realidad”. Aceptar que hay un problema es el primer paso para llegar a la
solución, y Carney no solo lo acepta, sino que propone soluciones. De hecho, su
campaña se basó en un plan para hacer la economía canadiense “resistente a
Trump”, proponiendo reducir su dependencia de EE UU. y convertirla en una de
las más potentes del G7. Es decir, Carney busca no sólo defenderse ante los
ataques actuales, sino reforzarse para afrontar crisis futuras con más
garantías. Resolver el presente y mejorar el futuro.
Claudicar, ante el gobernante
norteamericano, como hizo Úrsula von der Leyen, no es una opción. Por lo tanto,
Europa haría bien en seguir la estela marcada por el primer ministro canadiense,
Mark Carmey. Porque Trump y sus conmilitones son una panda de engreídos
maleducados que solo entienden de fanfarronerías y lenguaje patibulario y así
no se puede andar por el mundo. Alguien tiene que pararles los pies.
Bernardo
Fernández
Publicado
en la web de Còrtum 09/09/2025
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