Hace ya casi diez años que empezó a visualizarse el proceso independentista catalán. Un movimiento basado en el nacional-populismo que está dirigido, con mando a distancia, por las clases más pudientes del país, y que lo único que ha conseguido, hasta el momento, es que la situación socio política se deteriore de forma sistemática cada día que pasa.
Al principio nos lo que
quisieron vender como “la revolució de
les somrises” (la revolución de las sonrisas). Sin embargo, pronto se vio
que aquello era una camama. Los jabatos del movimiento no se cortaban si tenían
que repartir estopa, amenazar e insultar a sus, para ellos, enemigos, pero, eso
sí, preferentemente ocultos en el anonimato, con la cara tapada o en la
impunidad que facilitan las redes sociales.
El asunto alcanzó su máxima
dimensión cuando aparecieron unos grupos denominados CDR (Comités de Defensa de la República) primero, y Tsunami
Demcràtic después, qué si bien nadie sabía, ni sabe quién los dirige, es
evidente que desde arriba les mueven los hilos, en forma de financiación,
información, convocatorias, objetivos, etcétera.
El punto álgido de la
violencia más salvaje y gratuita llegó con la publicación de la sentencia a los
líderes independentistas en otoño de 2019. Todos recordamos las concentraciones
de aquellos días en la plaza Urquinaona de Barcelona, el acoso a las fuerzas de
seguridad y a la delegación del Gobierno central en la calle Mallorca o a la
consejería de los Mossos d’Esquadra en la calle Diputación junto a Paseo de
Sant Joan. Tampoco olvidamos actos similares en la práctica totalidad de las
ciudades de Cataluña. “Una violencia
nunca vista” en opinión de los máximos responsables del orden público.
Es evidente que con el paso
del tiempo la violencia sistémica ha ido menguando. No obstante, queda la
sensación de que quemar contenedores, insultar a los que no piensan igual, a
los que discrepan o amenazar a los cargos públicos sale gratis y hay barra
libre para los que quieren lograr la independencia. Parece que para ellos el
fin justifica los medios.
En este contexto, el hecho
institucionalmente más grave, quizás, es la escasez de jueces y fiscales en
Cataluña. Es cierto que es un mal endémico, pero diversas asociaciones
judiciales coinciden en señalar que la deriva independentista ha acentuado el
problema.
Otra cuestión no menor es el
concepto que tiene el independentismo sobre el espacio público, es decir, el
que es de todos y, por lo tanto, lo hemos de compartir. Para ellos, sin
embargo, es propiedad privada. Por eso, durante años nos hemos hartado de ver
pintadas, lazos amarillos, pancartas y cualquier otra cosa que sirviese para
exaltar la causa en los lugares más inverosímiles. Tanto es así que al
expresident Torra le costó el cargo no quitar una pancarta en favor de los
políticos presos de la fachada de la Generalitat. Una institución que huelga
decir, es de y para todos los catalanes. Pero es que, todavía hoy, no es nada difícil
ver proclamas secesionistas en lugares institucionales.
De todas formas, el súmmum del
aquelarre independentista faltón y maleducado tiene su campo de juego preferido
en redes sociales como Facebook o Twitter, ahí se pueden expresar a sus anchas.
La impunidad les hace arrogantes e impunes. O eso piensan ellos.
Desde luego, quién esté libre
de pecado que tire la primera piedra. Aún me duelen aquellos gritos de “a por ellos”, de un grupo de exaltados
en un pueblo del sur despidiendo a una compañía de guardias civiles que venían
en octubre del 17 a poner un poco de orden por aquí. No es lo mismo una manifestación censurable,
pero espontanea que todo un proceso constante y organizado para denigrar y
despreciar al que no piensa igual.
De todas formas, ha de quedar
claro que el barriobajerismo de cualquier lugar siempre es deleznable; sea
quien sea el que lo practique y el motivo que lo origina. Pero lo que estamos
viviendo en Cataluña, tiene, o parece tener, cobertura institucional, sino
sería imposible que tuviese el auge que tiene.
De todas formas, la palma de
oro de las barrabasadas institucionales la ha ganado esta semana la inefable
Laura Borrás. La Molt Honorable presidenta del Parlament ha aprobado conceder la Medalla
de Honor de la cámara catalana, en la categoría de oro, a los 3.300 “represaliados” de la
consulta ilegal del 1 de octubre. Si eso es lo que hace nuestra cámara
legislativa a instancias de su presidenta, la segunda autoridad del país, ¿qué
podemos esperar de los que se supone menos cualificados?
Con
este ambiente, la cohesión social y la convivencia empiezan a ser imposibles.
Por eso, o paramos esta locura o esto se nos va a Norris y Cataluña acabará despeñada
por el barranquillo de la intransigencia y la intolerancia.
Un
final demasiado triste para una tierra que siempre se ha considerado de
acogida…, y todo por un grupo de descerebrados.
Bernardo
Fernández
Publicado
en el Catalán 06/09/2021
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