En un discurso pronunciado en las Cortes republicanas, en mayo de 1932, el intelectual José Ortega y Gasset dijo que “el problema catalán es un problema que no se puede resolver, que solo se puede conllevar”. Han pasado casi noventa años y, lamentablemente, la historia está dando la razón al autor de “La España invertebrada”
Ahora, dentro de pocos días,
se constituirá la mesa de diálogo entre el Gobierno de España y el de la
Generalitat de Cataluña. Confieso que soy bastante escéptico con los resultados
que de esa negociación se puedan lograr. No obstante, entiendo que es la única
manera razonable y lógica para resolver, al menos por una larga temporada, el
encaje de Cataluña en España. Porque, que nadie se llame a engaño, esa es la
cuestión, no la autodeterminación que no tiene cabida en nuestro sistema constitucional,
y eso lo saben tirios y troyanos. Pero es que, además, de los siete millones y
medio de ciudadanos que vivimos en Cataluña, los que están por la independencia
no llegan al millón y medio, como quedó demostrado en las últimas elecciones
autonómicas. Otra cosa es que algunos se empeñen en entelequias imposibles y “facin volar coloms” (“hagan volar palomas”)
como decimos por aquí.
De igual
manera ha de quedar claro que la amnistía no puede tener recorrido en las
negociaciones puesto que la misma tiene efectos retroactivos,
extingue toda responsabilidad penal o civil y
anula los antecedentes
penales. Por ese mismo motivo es general, dado
que actúa sobre todos los que cometieron el delito, y no sobre individuos
concretos.
Además,
la amnistía suele suponer un nuevo planteamiento sobre la conveniencia de
prohibir o sancionar una conducta. Por esa razón, las leyes o actos de amnistía
son más frecuentes en momentos de fuertes cambios sociales o de regímenes y, en
ocasiones, se asocia al perdón de presos políticos.
Debería
ser innecesario decirlo, pero ha de quedar claro que no estamos, ni por asomo,
en un cambio de régimen. Eso no
significa que los independentistas no puedan plantear el tema, faltaría más.
Ahora bien, han de saber que su aspiración es inviable.
Otra
cosa sería que, en la hipótesis de que las negociaciones alcanzaran pactos
positivos que sirviesen para volver a la normalidad política en Cataluña, el
Gobierno central echase mano de medidas de gracia, como los indultos u otras
para dar carpetazo al asunto para unos cuantos años. Obviamente cuantos más
mejor.
En este complejo contexto, sería
deseable, aunque sé que es prácticamente imposible, que agoreros y plañideras evitasen
caldear el ambiente. Ni Marta Rovira, secretaria general de ERC, autoexiliada
en Suiza, es quién para decir a Pedro Sánchez y el Gobierno de España si han de
estar o no en la mesa de negociación, como tampoco lo es Elisenda Paluzie,
lideresa de la ANC exigiendo al Govern que proclame la independencia después
del 11 S. También el president, Pere Aragonés, se ha sumado al coro que pide la
presencia de Sánchez en la negociación. Sin embargo, él no asistió a la reunión
de presidentes autonómicos celebrada semanas atrás en Salamanca. “Consejos vendo que para mí no tengo”,
dice el refranero.
Tampoco ayuda el
filibusterismo mesiánico de Oriol Junqueras que un día dice apostar por el
diálogo y al siguiente ataca a la justicia española por al affaire de Clara
Ponsatí con la justicia escocesa. Cuando, de hecho, ha sido la Fiscalía de
aquel país la que ha dado una colleja a la eurodiputada que ha quebrado la
confianza que en ella habían depositado al no haber informado de su cambio de
domicilio.
Ante
una situación tan delicada como la que estamos viviendo, en la que todo está
cogido con alfileres, los negociadores que han de sentarse a la mesa de diálogo
harían bien en aislarse tanto como les sea posible del ruido mediático, ir
ligeros de equipaje y con los menos apriorismos posibles. No podemos perder de
vista que, tanto el nacionalismo español más casposo, como el independentismo
hiperventilado, suspiran porque la mesa de dialogo sea un fracaso. Unos y otros
son partidarios del “cuanto peor mejor”,
y es que una vez más se pone de manifiesto que los nacionalismos, español y
catalán, que, en apariencia, parecen tan diferentes, en realidad son como dos
gotas de agua.
Ciertamente,
los republicanos deberán remar contra corriente porque ni sus socios en el
Govern, Junts, ni la CUP están por la labor. Todo lo contrario, en los
postconvergentes predomina la línea dura y son partidarios de la voladura de los
pocos puentes que aún quedan, mientras que los antisistema prefieren la
confrontación directa con el Estado. Además,
el calendario no ayuda porque el president Aragonés se comprometió a someterse a
una moción de confianza, a cambio del soporte de la CUP a la investidura. Y eso
ocurrirá cuando tengamos unas elecciones municipales convocadas y unas
generales en el horizonte.
Sea
como sea, en política, como en casi todas las actividades de la vida, existen
vasos comunicantes y a nadie se le escapa que, aunque son compartimentos
estancos distintos, un buen arranque de la mesa de diálogo podría allanar el
camino en la Comisión bilateral Estado-Generalitat donde hay un buen puñado de
traspasos para negociar y facilitar, a la vez, una entente entre el Gobierno
central y ERC para aprobar los presupuestos de 2022. Y esa es una de las
cuestiones que más pone de los nervios al PP.
Como
he comentado más arriba, tengo serias dudas de que de la mesa de negociación
salgan resultados tangibles, al menos en los primeros meses. Ahora bien,
considero que sería un error garrafal que una de las partes se levantara y
diese por finalizada la partida. Si eso llega a ocurrir el catalanismo político
que es, en esencia, diálogo, negociación y pacto quedaría definitivamente
secuestrado por el radicalismo indepe, y la idea de que España es un mal
absoluto pasaría a ser un eje vertebrador del ideario secesionista como ya
apuntan los sectores más hiperventilados.
Por
eso, y para evitar que lleguemos a una situación que podría ser dramática,
pienso que todos, absolutamente todos, tenemos el derecho y la obligación de
dar una oportunidad al diálogo. No hacerlo sería un error imperdonable de
consecuencias imprevisibles.
Bernardo Fernández
Publicado en e notícies
06/09/2021
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