La
semana pasada, cuando la comitiva judicial llegaba a su domicilio para
desahuciarle, un hombre se suicidó, lanzándose por la ventana, en el barrio de
Sants de Barcelona. Sin duda esa notica nos sacudió a todos. Parece mentira que
en pleno siglo XXI y en sociedades plenamente desarrolladas se puedan producir
desgracias de ese tipo. Sin embargo, suceden.
La
fuerte subida de los precios de los alquileres en ciudades fuertemente poblados,
como pueden París, Londres, Barcelona, Roma, Madrid o Hong Kong, es uno de los
problemas más graves con que han de lidiar las administraciones en los países
más desarrollados. Por ello, en los últimos tiempos, se han llevado a cabo
diversas iniciativas gubernamentales para frenar esa escalada sin fin.
En
nuestro país, después de meses de desencuentros, PSOE y Unidas Podemos han
acordado poner un tope a los alquileres en las áreas tensionadas. Los socios de
Gobierno han pactado congelar los contratos en vigor en esas zonas y que los
nuevos arrendamientos no puedan superar el precio anterior. Ahora hay que ver
como ponen negro sobre blanco, llega un texto al Consejo de ministros, empieza
la tramitación parlamentaria, y lo más importante: qué ley se aprueba.
La
cuestión no es menor porque hace apenas dos meses el Tribunal Constitucional
alemán anuló la ley berlinesa que limitaba el precio de los alquileres en la
capital germana puesto que invadía competencias del Gobierno federal. En cambio,
aquí, el Gobierno ha llevado al Tribunal Constitucional la norma catalana, pero
no ha pedido su paralización.
En
opinión de diversos juristas de prestigio, expertos en la materia, existe
bastante similitud entre el caso alemán y la ley aprobada en el Parlament de
Cataluña en septiembre de 2020. Es
criterio generalizado entre esos especialistas que limitar los precios de los
alquileres, aunque sea en supuestos concretos y de manera excepcional, supone
una injerencia en las funciones reservadas al Estado, según el artículo 140,9
de la Constitución. No obstante, los servicios jurídicos de la Cámara catalana
sostienen que tienen competencia para regular el asunto. O sea, el debate
técnico jurídico está servido.
El
meollo de la cuestión está en discernir si el tope al precio de los alquileres
vulnera el derecho a la propiedad del artículo 33 de la Constitución. Es decir,
si está afectando una de las facultades esenciales de los dueños de las
viviendas.
En
opinión del catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense
de Madrid, Germán Gómez, “no hay base para decir que una limitación a los
alquileres atentaría automáticamente al contenido esencia al derecho de la
propiedad”.
El
problema es endémico y aquellos polvos trajeron estos lodos. Cada vez es más
difícil acceder a una vivienda y cada vez hay que irse a vivir más lejos del
centro de las grandes ciudades. Hasta ahora los escasos intentos que han
llevado a cabo los gobiernos de turno, para encarar la cuestión, han sido
fracasos de solemnidad. En mi opinión, el problema no se ha afrontado ni con el
suficiente pragmatismo, ni teniendo en cuenta todos los factores que inciden en
él mismo.
La
situación es compleja y limitar el precio de los alquileres sin aumentar la
demanda no hará que haya más oferta disponible. Al contrario, es muy probable
que buena parte de los propietarios retiren activos del mercado, y si eso
ocurre la situación empeoraría.
Ciertamente,
resulta lento y costoso recuperar una vivienda cuando los arrendadores
incumplen sus obligaciones. Lo mismo sucede cuando un domicilio es ocupado de
forma ilegal. Eso hace que no sean pocos los propietarios que se resistan a
poner más vivienda de alquiler en el mercado. Por lo tanto, sería bueno que se
articularan medidas razonables que dieran seguridad jurídica -que no quiere
decir abusiva- a los arrendadores.
Por
otra parte, los fondos de inversión están haciendo un flaco favor en el mercado
de la vivienda de alquiler y hay que evitar los desmanes porque cuando clavan
sus garras en un edificio los inquilinos pueden echarse a temblar. Pero, hasta
el momento, poseen el 4% del total. Por consiguiente, su incidencia en el
precio global es poco significativa. Eso no significa que no haya que tenerlos
en cuenta y marcarlos muy de cerca porque a sus gestores lo único que les
interesa es la rentabilidad.
Con
este paisaje de fondo, los poderes públicos no deberían retardar por más tiempo
su entrada en escena de forma decidida para empezar a poner el problema en vías
de solución. Para ello, es ineludible la participación leal y franca de todas
las administraciones implicadas.
Se
hace indispensable una mesa de diálogo y un marco de colaboración entre el
sector público y el privado para sincronizar sinergias. Tan necesarias como las
decisiones políticas son las decisiones técnicas, máxime cuando es una
evidencia que el dinero público para estos menesteres escasea.
La
cuestión ha de plantarse no sólo a nivel de ciudad, que también, pero, sobre
todo, a nivel metropolitano. Y eso significa repensar el actual modelo
urbanístico y de servicios, desde la red de transporte público, hasta los
centros de atención primaria (CAPs), sin echar en el olvido la oferta de enseñanza
pública que ha de ser de calidad y asequible.
En este contexto, las administraciones deberían recuperar el concepto de
ciudades policéntricas que tan en boga estuvo en los años noventa.
Estamos
ante un asunto que no tiene una solución ni sencilla ni rápida. Pero limitar el precio de los alquileres no
tiene un fácil encaje en nuestra estructura legislativa que consagra la
economía de mercado.
En
consecuencia, parece lógico fijarse, como objetivo a medio plazo, un parque de vivienda de alquiler con precios
por debajo de mercado, para aquella parte de la ciudadanía a la que la
situación económica no le permite el acceso al libre mercado.
Eso
sería una muy buena política social y de redistribución de rentas.
Bernardo
Fernández
Publicado
en e noticies 22/06/2021
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