El
nuevo Gobierno de España ya ha empezado a funcionar. En el primer Consejo de
Ministros aprobó una medida de fuerte impacto: revalorizar las pensiones un
0,9%, conforme al IPC, con carácter retroactivo desde el 1 de enero. Eso, para
algunos, puede ser una iniciativa publicitaria. Quizás. Pero es, sobre todo,
una declaración de intenciones.
No por
casualidad Pedro Sánchez ha creado un nuevo ministerio que se denominará de
Seguridad Social, Inclusión y Migraciones. Al frente del mismo ha colocado a
José Luís Escrivá, hasta el momento, presidente de la Autoridad Independiente
de Responsabilidad Fiscal (Airef).
El
mandato que ha recibido Escrivá es claro: planificar un sistema público de
pensiones sostenible que asegure las finanzas de la Seguridad Social y la
prepare para para cuando empiece a jubilarse la generación del baby boom, algo
que empezará a ocurrir en 2022. En la actualidad el déficit de la Seguridad
Social supera los 18.000 millones de euros y lo peor, va en aumento.
Con
este panorama tan poco halagüeño José Luís Escrivá deberá empezar a tomar
decisiones sin demasiado margen de maniobra. En estas circunstancias, y ante la
necesidad urgente de dinero para no hacer más grande el agujero financiero de
la Seguridad Social, es previsible que recurra a subir algunas cotizaciones y,
sobre todo, a crear algún impuesto que ayude a pagar los casi diez millones de
pensiones que se deben sufragar cada mes en este país. También parece lógico
que plantee alargar la edad de jubilación y busque mecanismos para hacer más
difíciles las jubilaciones anticipadas.
Desde principios de los años noventa todos
los servicios de estudios de las entidades financieras y de previsión, apoyados
y jaleados por los organismos internacionales, comenzaron a elaborar informes
acerca de la inviabilidad del sistema público de pensiones. La postura oscilaba
desde los más radicales, demandando su sustitución por planes privados, hasta las
medianamente posibilistas, que tan solo pretendían su reforma, de manera que
los gastos sociales no se incrementaran e incluso se redujeran. Por citar tan
solo un ejemplo, en 1993 la Fundación BBV contrató a treinta y cuatro sabios,
expertos, para que estudiasen el tema de las pensiones. En realidad, querían
que se pronunciasen sobre la viabilidad, más bien inviabilidad, del sistema
público. Trabajaron durante veinte meses para llegar a la conclusión de la
imposibilidad de mantener el sistema público si no se reformaba. Una vez más se
empleó la expresión quiebra de la Seguridad Social. El resultado de
sus cálculos, que fueron facilitados a la prensa, consistía en el pronóstico de
que para el año 2000 el desajuste entre ingresos y gastos de la Seguridad Social
habría aumentado en una cantidad equivalente al 2% del PIB. ¿Cataclismo?,
¿quiebra? “Será incompatible con Maastricht”, dijeron. Lo cierto es que el año
2000 llegó y no se produjo prácticamente nada de lo que pronosticaron. De
hecho, se registró un superávit del 0,4%.
La argumentación de todos estos informes
era similar: el incremento de la esperanza de vida y la baja tasa de
natalidad dibujaban una pirámide de población que haría inviable en el futuro
el sistema público de pensiones. Vaticinaban que en pocos años se
produciría la quiebra de la Seguridad Social. El tiempo ha ido transcurriendo y,
hasta la fecha no se ha cumplido ninguno de aquellos pronósticos. Algo bastante
lógico porque no se tuvieron en cuenta determinados factores tales como la
incorporación de más mujeres al mercado laboral o el incremento en el número de
inmigrantes.
De todas maneras, la auténtica amenaza
sobre las pensiones se cierne cuando se presenta la Seguridad Social como algo
distinto y separado de los servicios del Estado. Ese divorcio solo se puede entender
desde una concepción muy neoliberal, pero no desde los principios constitutivos
del Estado social. En su virtud, la protección social no es algo accidental al
Estado sino una responsabilidad consustancial de éste. El Pacto de Toledo llevó
a cabo una segregación entre Estado y Seguridad Social, estableciendo la
separación de fuentes de financiación. Mientras determinadas prestaciones, como
las no contributivas, pasaban a ser responsabilidad del Estado y a financiarse
con impuestos, otras, las contributivas, quedaban confinadas en el ámbito de la
Seguridad Social y financiadas con cotizaciones sociales. Bien es cierto que el
Pacto de Toledo utilizaba la palabra “preferentemente” en lugar de
“exclusivamente”, pero la verdad es que, en la práctica, tal matización se ha olvidado
y se hace depender el mantenimiento de las pensiones únicamente de las
cotizaciones sociales, con lo que su financiación resulta en extremo
vulnerable.
De
todas formas, hemos llegado a esta situación de emergencia en las cuentas de la
Seguridad Social por la falta de previsión y desidia de los gobiernos.
En la
etapa de José Luís Rodríguez Zapatero se hizo una reforma del sistema público
de pensiones que más bien fue un apaño para salir del paso e ir tirando.
Después, con Mariano Rajoy, la reforma fue más profunda, pero también mucho más
lesiva para los intereses de los trabajadores. Aquella reforma se hizo pensando
más en los intereses de las entidades financieras que en los de la clase
trabajadora. A mi juicio, se buscaba
poner las bases para ir incentivando los planes de pensiones privados.
Ciertamente, nuestro modelo de pensiones públicas
necesita algunos reajustes para ser sostenible. En cualquier caso, no podemos
perder de vista que los servicios sociales –y las pensiones públicas de
jubilación pertenecen a ese ámbito- ni pueden estar sometidos a la lucha
política, ni deben ser una mercancía a disposición de aquellos que la puedan
comprar, pero tampoco son una asistencia social y en ningún caso una caridad
para aquellos con menos recursos. Los servicios sociales son derechos
ciudadanos y tienen que ser universales, disponibles e iguales para todos.
En definitiva, no hay ninguna razón especial para
que las pensiones se deban financiar exclusivamente con las cotizaciones de los
trabajadores. Por eso, es lógico que el Estado utilice los mecanismos que tiene
a su disposición para pagar una parte del sistema público de pensiones.
Al fin y a al cabo, toda la riqueza social
producida, en la que se incluye el trabajo de muchos años de los actuales
pensionistas, debe servir para el mantenimiento de aquellos que, o bien por
edad o por cualquier otro tipo de incapacidad, no están en condiciones de
trabajar. O, dicho de otra manera, ha de
ser la sociedad entera, y no sólo la clase trabajadora, la que sufrague a la
población dependiente.
Bernardo Fernández
Publicado en e notícies 17/01/20
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