Durante mucho tiempo, cual leyenda urbana, se ha querido hacer creer que la derecha gestionaba mejor que la izquierda. Ahora, cuando el PP lleva un año gobernando, ha quedado meridianamente claro que esa argumentación es radicalmente falsa. La situación es hoy sensiblemente peor a la que hace un año dejó el PSOE cuando abandonó el Gobierno.
Después de más de cuatro años la crisis causa estragos, nos recortan todo lo recortable, el paro sigue aumentando y nadie es capaz de explicar que hacer para salir de ésta. Esa situación induce a la ciudadanía a pensar que el problema está en la clase política que es incapaz de sacar a la sociedad del atolladero en que se encuentra.
De todos modos, está sensación de ineficacia no es exclusiva de nuestro país. Resulta bastante común en nuestro entorno más o menos inmediato. No deja de sorprender la rapidez con la que se desvanecen las ilusiones puestas en un líder político o en un programa electoral. Eso ha sucedido con Françoise Hollande en Francia, y Barack Obama, en Estados Unidos, por no hablar de Mariano Rajoy que, aunque nunca llegó a ilusionar, ha defraudado hasta a los más acérrimos.
El desencuentro entre la clase política y la sociedad es un hecho, basta con mirar las encuestas. No obstante, resulta chocante que la crisis haya deteriorado la imagen de los políticos bastante más que la corrupción. De ahí, es fácil de deducir que durante un tiempo se ha considerado que la corrupción era algo intrínseco al sistema. Tal vez por eso existe la tendencia a creer que el político siempre es el malvado y el perverso y la sociedad beatífica e impoluta. Olvidamos con demasiada frecuencia que para que exista un corrupto es condición indispensable que exista un corruptor.
Con este panorama de fondo, se va extendiendo un clima de rechazo a los partidos políticos tradicionales y en esas circunstancias puede surgir, con relativa facilidad, un líder populista que haga creer que nuestros males tienen su origen en los intereses mezquinos de una clase política que no hace lo que hay que hacer.
Es lógico que aquellos que han perdido su puesto de trabajo, que sufren en sus carnes los recortes de los derechos sociales o que ven reducida su renta familiar hagan responsable de su situación a la clase política. Fueron los políticos los que les prometieron soluciones que después no llegaron.
Ahora bien, lo que causa inquietud es la argumentación de una buena parte de la clase supuestamente ilustrada que no dudan en dejar títere sin cabeza con tal de aumentar sus índices de audiencia, ya sea en tertulias, artículos o blogs Todo vale para castigar a “la casta mantenida” como dice Josep Ramoneda.
Llegados a este punto de la crítica, el camino se bifurca y mientras unos apuntan, de forma más o menos velada, caminos populistas como el de Mario Conde, otros, se supone que con un coeficiente intelectual más elevado, suspiran por soluciones tecnócratas y gobernantes apolíticos.
No se trata de hacer una defensa a ultranza de nuestro sistema político. Es verdad que existe un grave problema de clientelismo, que hay corrupción, que buena parte de la financiación de los partidos, es cuando menos excesivamente opaca, que muchos políticos son mediocres hasta la exasperación y se dedican a medrar. No es menos cierto, también, que hay demasiados vasos comunicantes entre los consejos de administración de las grandes empresas, el mundo financiero y los partidos políticos, y, además, todo ese entramado viene de lejos. No obstante, como decía Jordi Pujol “cada sociedad tiene los políticos que se merece”, o dicho de otro modo: los políticos no son muy distintos a la sociedad de la que proceden.
Entre la clase política sucede como en botica, hay de todo. Políticos inteligentes, trabajadores, gandules, honestos a carta cabal, oportunistas, aprovechados… y de todos los especímenes que se nos puedan ocurrir, exactamente igual como sucede con los médicos, los abogados o los fontaneros. Lo mismo podríamos decir de la corrupción, haberla hay la, ahora bien, también es corrupto y comete fraude fiscal el dentista que no da factura cuando saca una muela, el asesor fiscal que hace la Declaración de Renta y no lo declara o el lampista que arregla el desagüe atascado y para no declarar el IVA, evita facturar.
Nuestro sistema democrático precisa de una fuerte regeneración que, a su vez, pasa por dotar a la política y, por ende, a los políticos de mayor autonomía respecto de los poderes económicos. Asimismo, hay que reformar en profundidad las estructuras del Estado y su entorno. De hecho, hay indicios racionales para pensar que la sociedad demanda, cada vez más, más Estado, pero eso sí, un Estado eficaz combativo y lo menos burocrático posible. Hay que revitalizar las Cortes Generales, modificar el sistema actual de partidos, anquilosado y excesivamente jerarquizado, realizar una reforma de la ley electoral que acerque el diputado a sus electores. Pero también, de forma simultanea, necesitamos un cambio cultural de fondo, para que la política sea vista como algo, además, de necesario para la sociedad noble y que dignifica a aquel que decide dedicar sus esfuerzos a mejorar la calidad de vida de sus semejantes. Se trata de recuperar la política como elemento de transformación.
Bernardo Fernández
Publicado en la Voz de Barcelona 13/12/12
15 de desembre 2012
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