Es posible que más de un lector, cuando termine de leer esta columna, piense que soy un pesimista. No lo creo. Los que me conocen saben que se acostumbra a ver la botella medio llena. No obstante, la situación política en la que vivimos me preocupa mucho, y lo peor es que no veo solución ni a corto ni a medio plazo.
Dentro
de un par de semanas se celebrará en el Congreso de los diputados el plenario
para la investidura de Alberto Núñez Feijóo. Si no hay imprevistos de última
hora, el PP no sumará más de 172 escaños y, por consiguiente, Feijóo no romperá
su techo de cristal y la investidura será fallida. Llegará entonces la
oportunidad para Pedro Sánchez. Según parece los socialistas tienen los votos
amarrados de todas las fuerzas políticas que han de dar soporte a Sánchez, a
excepción de Junts y esa es la cuestión que me atribula: el precio a pagar para
que los “junteros” den el sí.
En
algún rincón de mi cerebro guardaba la secreta esperanza de que Carles
Puigdemont utilizaría el sentido común y el pragmatismo político para negociar
la investidura del secretario general del PSOE. Sin embrago, mis ilusiones se
desvanecieron en cuanto el expresident empezó hablar, el pasado 5 de
septiembre, en la conferencia celebrada en un hotel de Bruselas, donde hizo
públicas sus exigencias para investir a Sánchez. Poco dura la alegría en
casa del pobre, dice el refrán y eso es lo que me sucedió a mí cuando
Puigdemont recordó la “legitimidad del 1 de octubre” o que “no iban a
renunciar a la unilateralidad”, y que “no había que olvidar”.
Ya
metidos en harina, Puigdemont dijo que sus exigencias para dar soporte a
Sánchez eran: 1. Que se produzca un “abandono completo y
efectivo de la vía judicial contra el independentismo”, mediante una Ley de
Amnistía; 2. Que se cree un “mecanismo de mediación y verificación”
(mediador, dicho en Román paladino) para garantizar el cumplimiento de los
acuerdos; 3. Que el Estado respete “la legitimidad democrática” del
independentismo; y 4. Que los “únicos límites” a cualquier pacto sean
los establecidos por los “tratados internacionales que hacen referencia a
los derechos humanos”, es decir, que el límite no sea la Constitución.
Puigdemont no quiso ser más explícito (tampoco hacía falta), pero apuntó
que en la negociación para la investidura habría dos vertientes: la de las
“cuestiones materiales pendientes” (financiación, trenes de Cercanías,
competencias en inmigración, inversiones del Estado), etc. y la de “la
cuestión de fondo: el derecho de autodeterminación”. Y remachó el clavo
diciendo que “sólo un referéndum acordado con el Estado español podría
sustituir el mandato político del 1 de octubre”.
Pregunta inocente: ¿y ellos a qué se comprometen?
A Puigdemont y sus acólitos no les iría nada mal un baño de realismo y
recordar que en Cataluña las elecciones, primero las municipales y luego las
generales, las ganó con mucha solvencia el PSC. Es decir, el electorado ha
respaldado, muy mayoritariamente, la política llevada a cabo por el Gobierno de
coalición, capitaneado por los socialistas. Y por si no lo tienen claro que
piensen cómo les fue la manifestación del pasado 11-S.
Ante
esta situación, celebro el optimismo que nos llega desde La Moncloa. “Plantea --dicen sobre la conferencia de
Bruselas-- un programa de máximos” que no será el que finalmente se acuerde,
pero sobre todo señala con claridad que quiere negociar la investidura de Pedro
Sánchez”. Lo lamento, pero me cuesta creer que con estos planteamientos
de partida se puede llevar a cabo una negociación con voluntad de acuerdo.
Pero
es que si cambiamos de registro y miramos a la derecha nos pueden dar
escalofríos. Allí nos encontramos desde el trumpismo de Ayuso a los pactos del
PP y VOX en comunidades autónomas y ayuntamientos, y si esa es la solución para
mi país, desde este momento me declaro apátrida.
Todo
esto, me lleva a pensar que, si malo será pactar con unos, peor sería acordar
con los otros, porque ya vemos como las gastan allí donde gobiernan.
Ya sé
que en política ni los enemigos son para siempre ni los amigos para toda la
vida y cosas que parecían imposibles han acabado en el BOE, pero en esta
ocasión me temo que el problema es de mucho calado. Es más, no creo que ni con
nuevas elecciones se arregle, porque sería muy posible que, si se tuviesen que
volver a convocar, más allá de lo que significaría de parón para el conjunto de
la sociedad, pudiera ser que los resultados fueran muy similares a los actuales
y, por consiguiente, estaríamos de nuevo en la casilla de salida.
Quizás,
el núcleo gordiano de todo este embrollo sea el contrasentido de que la fuerza
política que obtuvo el 1,6% de todos los votos sea quien tenga la llave de la
gobernabilidad; eso es, sin duda, una anomalía democrática.
Creo
que tras esta breve reflexión mi presunto pesimismo, les parecerá más que
justificado.
Bernardo Fernández
Publicado en E notícies 14/09/2023
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