Estamos inmersos en plena vorágine
electoral. No obstante, y a pesar de que, casi toda la atención informativa,
está centrada en el 28 M, me parece oportuno, hacer un alto en el camino y
echar un vistazo a nuestro entorno socioeconómico más inmediato; creo que es la
mejor manera de no perder el contacto con la realidad y tener la máxima
conciencia de cómo es la sociedad de la que formamos parte.
Al fin y al cabo, que esa realidad se
cronifique o evolucione, depende de forma muy notable de los resultados de los
próximos comicios, de los siguientes y… de los otros, porque el Estado del
bienestar es, en sí mismo, un proyecto en constante transformación. Aunque en
el año 1991 el entonces líder de la derecha José María Aznar ya
demostró una incuestionable sensibilidad social al escribir: “Sólo aspiran a un resurgimiento del Estado
de bienestar quienes siguen deseando ese modelo dirigista”. Han pasado más de treinta
años y somos legión los que seguimos dando la batalla porque creemos en el
modelo, si bien admitimos que es francamente perfectible.
La cuestión es que, para muchos
expertos, el debilitamiento de la calidad de la democracia está directamente
relacionado con el debilitamiento del Estado de bienestar, en esencia porque
las desigualdades subsisten y en algunos casos aumentan. Hoy, la principal
cuestión sociopolítica no es si el capitalismo ha de ser sustituido por otro
sistema, sino si los países pueden permitirse tener pensiones, sanidad y
enseñanza que sean dignas y públicas, así como prestaciones por desempleo, una
educación superior que no sea prohibitiva, o todo ello es demasiado caro. A
esta “utopía factible” hay que añadir un nuevo capítulo que va a modificar
nuestra manera de entender la vida en los próximos años: la lucha contra la emergencia climática.
Según un reciente informe de FOESSA, Fundación
ligada a Cáritas, el 29% de la población de Cataluña padece exclusión social. Y
en ese “grupo”, las familias se
enfrentan a situaciones muy complicadas en su vida diaria: cuatro de cada 10 no
pueden mantener la temperatura de casa adecuadamente, el 40% tienen ingresos
mensuales inferiores a los 1.000 euros y en casi la mitad alguno de los
miembros de la familia se encuentra en paro.
Es evidente que no lo podemos fiar todo
a las administraciones, pero, no cabe duda que la acción de estas puede
suavizar mucho la situación de los más débiles. Así, por ejemplo, para que las
familias vulnerables puedan salir del pozo de la marginalidad se han de
conjugar diversos factores; el acompañamiento de los servicios sociales es uno
muy importante, pero eso significa inversión.
Ciertamente, estamos viviendo tiempos
difíciles para todos y las instituciones no pueden llegar a todas partes y al
mismo tiempo. Todos conocemos las carencias del sistema público de salud.
Sabemos que la enseñanza de nuestros pequeños anda falta de recursos tanto
humanos como materiales. La vivienda es inaccesible para muchos colectivos, y
no se favorece la construcción de promociones sociales.
En definitiva, faltan recursos públicos y
sobra burocracia para acceder a prestaciones para atender a un familiar
dependiente, acceder al IMV (Ingreso Mínimo Vital) o atender infancia
vulnerable. Es evidente que el gasto público tiene límites, pero desespera la
presión fiscal sobre el trabajo que es muy elevada, algo que no sucede con la
especulación financiera, y, a la vez, constatamos, con demasiada frecuencia,
derroche presupuestario sobre el que nadie asume responsabilidades.
Ese mismo informe de FOESSA
alerta de que la desigualdad creció en 2021 más que en toda la crisis de 2008.
El estudio señala la situación de los jóvenes, una generación doblemente
golpeada por la crisis financiera y la pandemia, y señala que 1,45 millones de
jóvenes sufren exclusión social grave.
Las consecuencias de este
incremento de la desigualdad son múltiples. Para Antón Costas y Xosé Carlos
Arias, según afirman en Laberintos de prosperidad (Galaxia
Gutenberg), “la principal es que supone
un elemento de corrosión de primer orden para el contrato social, una fuente de malestar y tensionamiento
que amenaza seriamente el futuro de las sociedades avanzadas.” En efecto,
es difícil separar la desigualdad de la desafección política.
Las perspectivas no son
buenas. Quienes menos tienen, tienen menos
cada vez; en particular, jóvenes, mujeres, población con menor
cualificación profesional y economía sumergida. Según el Banco de España, a
finales de 2021 los ingresos del 10% más rico eran más de ocho veces superiores
que los del 10% más pobre. La brecha se mantiene con el doble de parados en España que la media europea, mientras que
la presión fiscal, según datos de Eurostat, sigue entre cinco y seis puntos por
debajo del entorno.
Las consecuencias
destructivas de la pandemia, así como la inflación, generada por la invasión de
Rusia a Ucrania, son razones de peso para reconsiderar nuestro modelo fiscal y
asumir políticamente que el único instrumento para revertir las diferencias tan
abismales de la sociedad, pasa por aumentar la presión fiscal: la desigualdad
crónica es hoy la lacra más dañina de nuestro tiempo. Solo los impuestos
permiten potentes políticas sociales y redistributivas.
“No hay que confundir el culo con las témporas”, que diría Don Camilo José Cela y el 28 M votamos
para la gobernanza de pueblos y ciudades, pero no es menos cierto que esas
elecciones serán un termómetro para las generales que vendrán a finales de año;
y entonces, sí, ahí estarán en juego muchas cosas, la lucha contra las
desigualdades entre ellas. Y no olvidemos que se presentarán los herederos
directos de aquel que escribía que el Estado del bienestar es “un modelo dirigista”.
Bernardo Fernández
Publicado en e notícies
15/05/2023
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