Las noticias que llegan de
EE.UU, en el final del mandato presidencial de Donald Trump, por un lado y la
incerteza que genera la situación pandémica de la Covuid-19, por otro, hacen
que vivamos momentos de fuerte convulsión política y social. En este contexto, me
parece oportuno hacer una reflexión sobre el recorrido que, como sociedad en
términos políticos, hemos hecho hasta ahora, y el que desde ahora deberíamos
hacer.
En sus orígenes la izquierda
despreció la democracia liberal, pues entendía que era el instrumento mediante
el cual la burguesía se había librado del absolutismo y utilizaba para explotar
a la clase trabajadora. De ahí que, en el caso concreto de España, la izquierda
no quisiera repúblicas burguesas, sino revoluciones obreras que instauraran
dictaduras proletarias; es decir, despojar a capitalistas y burgueses de los
medios de producción y ponerlos en manos da la clase trabajadora. Sin embargo,
en algún momento del trayecto, algunos comprendieron que si la democracia
proporcionaba el gobierno y la clase obrera era más numerosa que las clases
acomodadas, las urnas podían generar la revolución, porque podrían ser el
aliado para conseguir el poder. De ahí que el politólogo, Adam Pizeworski,
nacido en Varsovia en 1.940, acuñara el concepto “piedras de papel”.
Simplificando mucho, podemos
decir que, la socialdemocracia es una síntesis entre capital y trabajo:
redistribuir la renta y generar oportunidades en un marco político y económico
de carácter liberal. Los socialdemócratas ganaban elecciones, pero a cambio
tenían que aceptar la economía de mercado y el sistema de derechos de propiedad,
consustancial a la democracia liberal, algo que hoy todavía divide a la izquierda.
A pesar del tiempo
transcurrido, el núcleo duro del proyecto político socialdemócrata no ha
sufrido variaciones sustanciales, como tampoco lo ha hecho su posición en el
tablero político. A la derecha están los que creen en el mercado y no en el
Estado, porque en su opinión el primero redistribuye de forma más eficaz. Por
lo tanto, no tienen problema con la desigualdad puesto que para ellos es algo
que hay que aceptar como natural. Por eso, piensan que el Estado de bienestar es
un anacronismo a desmantelar para favorecer la competitividad. Para
conservadores y liberales no solo hay que adelgazar el Estado tanto como sea
posible, sino que hay que limitar los derechos sociales y aligerar el concepto
mismo de democracia, esto es: sustraer de la acción política áreas cada vez más
amplias e importantes, como la política monetaria o la fiscal y ponerlas en
manos de tecnócratas, en teoría, lejos del mundo de los políticos, de esa forma
se reduciría el poder transformador de las “piedras de papel”.
Al otro lado de la
socialdemocracia se siguen situando los que piensan que la libertad de mercado
es incompatible con el progreso social. La crisis financiera de 2008 revigorizó
a la vieja izquierda que, aunque ha reaparecido con novedosas herramientas de
comunicación, no ha dejado de plantear las recetas trasnochadas de siempre:
nacionalización de sectores estratégicos, redistribución desligada de la
producción y, en muchos casos, aislamiento económico internacional. Sin
explicitarlo claramente, consideran necesario desmantelar el orden político y
económico liberal que conciben como algo perverso y el origen de todos los
males que nos afectan.
Pues bien, entre esas dos
fuerzas antagónicas sigue estando la socialdemocracia. Pese a los cambios y
evolución a lo largo del tiempo, el proyecto socialdemócrata continúa
convocando a los que aspiran a la igualdad sin renunciar a la libertad y a todo
aquellos que después de los desastres socio-políticos del siglo XX y principios
del XXI, se han convencido de que la economía de mercado es imprescindible para
generar riqueza y poder redistribuir.
Ante esta situación, se hace
difícil entender las dificultades electorales que desde hace un par de décadas
viene cosechando la socialdemocracia. Para algunos la explicación está en que
los mercados han sabido burlar la regulación que los socialdemócratas quisieron
imponer en la segunda mitad del siglo pasado. En cambio otros apuntan que la
socialdemocracia ha muerto de éxito al lograr, mediante una mezcla de
liberalismo económico y políticas sociales, convertir a una parte sustancial de
aquellos trabajadores desposeídos que eran su base electoral en las nuevas
clases medias proletarias que han evolucionado hacia el conservadurismo.
Por otra parte, los
movimientos rupturistas han alcanzado buenas dosis de adeptos, aunque se ha
demostrado que no tienen soluciones, es el caso de Donald Trump, ya en caída
libre, pero no el trumpismo al que aún le queda un largo recorrido. Lo mismo se
podría decir de movimientos nacional-populistas que anidan entre nosotros.
Muchos, entre los que me
incluyo, pensábamos que con el crack de 2008 había llegado el momento de la
socialdemocracia. No fue así. No
obstante, en un mundo cada vez más interdependiente, solo un proyecto
modernizador y reformista puede dar respuesta, en sociedades avanzadas y
complejas a los múltiples problemas que tenemos planteados.
Pero para que eso sea posible,
es necesario que esgrimamos argumentos serios y hagamos diagnósticos rigurosos
de cada situación, evitando eslóganes fáciles que pueden confundirse con
populistas. Las propuestas reformistas acabarán abriéndose paso si se hace de
manera seria y responsable. Al final, la lógica y el sentido común siempre acaban
imponiéndose.
Bernardo Fernández
Publicado en e notícies
13/01/2021
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