La política española, en la
que la catalana es una pieza fundamental, necesita con urgencia un réset.
No es de recibo que un partido
que está hasta las cejas de corrupción sea quien dirige y gobierna el país. Bien
es verdad que esa organización, el Partido Popular, fue la fuerza más votada en
las últimas elecciones. No obstante, habría que preguntarse si ganó porque
convenció al electorado o por incomparecencia de los oponentes y la ciudadanía entendió
que, en esas circunstancias, los populares eran el mal menor.
De igual manera, tampoco es
admisible que el primer partido de la oposición se desangre en una lucha
interna amortiguada con la sordina de lo políticamente correcto y que, además,
no tenga un proyecto coherente y contrastado que proponer a la ciudadanía.
Por otra parte, los partidos
emergentes, aunque apuntan maneras, en mi opinión, y por motivos distintos pero
concurrentes, están todavía verdes para gobernar.
Así las cosas, sólo nos falta
el emponzoñamiento y la mezcla político-jurídica que está generando la
situación en Cataluña.
En este contexto, la decisión
del magistrado del Tribunal Supremo, Pablo Llarena, de ordenar prisión
preventiva para cinco de los principales dirigentes separatistas que encabezaron
el procés, entre ellos Jordi Turull, aspirante a la presidencia de la
Generalitat, puede ser, en términos jurídicos, ajustada a derecho, no lo
cuestionaré. Sin embargo, bajo mi punto de vista es desproporcionada y, sin
duda alguna, en términos políticos, miope.
Es posible que los continuos
reproches y ataques a nuestro sistema de convivencia y la democracia española de
Carles Puigdemont, desde su cómodo refugio en Bélgica, así como la fuga de
Marta Rovira en las horas previas a su declaración, hayan pesado en el ánimo
del juez a la hora de decidir y anunciar una resolución tan dura.
No obstante, alguna otra
medida cautelar, como por ejemplo la inhabilitación hubiese sido igual de
efectiva y hubiera evitado mártires, algo de lo que el independentismo radical
está deseoso. Tal vez, en ese supuesto, alguno de los ahora encarcelados
hubiera cogido las de Villa Diego. Es igual, ha quedado demostrado que en el
extranjero son inoperantes y más pronto o más tarde los fugados acabarán con
sus huesos en la cárcel. Además, como dice el adagio, a enemigo que huye puente
de plata.
Ciertamente, los delitos de
los que se acusa a estos personajes por los sucesos del 6 y 7 de septiembre en
el Parlament, el 20 del mismo mes ante la consejería de Economía, el referéndum
ilegal del 1 de octubre y la proclamación de forma unilateral de la república
el día 27, también de octubre, prefiguran la probabilidad de que puedan ser
condenados por delitos tan graves como el de rebelión o, al menos, de sedición,
malversación de caudales públicos y otros, como pueden ser, prevaricación y
desobediencia. Y eso conlleva muchos años de cárcel. Llegados a ese punto que
caiga sobre ellos el peso de la ley y cumplan en plenitud el castigo que se les
imponga. Pero, eso sí, cuando haya sentencia.
Sin embargo, no podemos obviar
que en la política como en la vida, las cosas suelen estar interconectadas
entre sí, y es absurdo negar que en casos como el que nos ocupa, entre la
judicatura y la política no existe alguna correlación. Sin poner en cuestión la
separación de poderes, es evidente que existen unos vasos comunicantes que conectan
un ámbito con el otro.
Precisamente por eso, no
hubiera sido baladí hacer una evaluación del coste beneficio antes de dictar la
medida cautelar. Bastante caldeado tenemos el ambiente como para echar más leña
al fuego. Y por si no teníamos suficiente, la policía alemana ha detenido y
puesto a disposición judicial al fugitivo Puigdemont.
Vaya Semana Santa nos espera.
Esto sí que va a ser un calvario
Bernardo Fernández
Publicado en e-notícies 26/03/18
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