Desde hace más de 50 años se
viene diciendo de forma reiterada que el Estado del bienestar está en crisis y
que es insostenible. En los años cincuenta del siglo pasado, muchos economistas
advertían que su rápida expansión lo acabaría haciendo inviable. Sin embargo, vino
un crecimiento sin precedentes durante dos o tres décadas que puso de
manifiesto el diagnóstico erróneo de los expertos en la materia.
Unos pocos años después,
fueron los puritanos de la izquierda los que cargaron contra el Estado del
bienestar porque no se había logrado acabar con la pobreza. No obstante, y pese
a los agoreros, el mayor declive de la pobreza que ha conocido la humanidad hasta
la fecha se produjo en los años sesenta y setenta. Eso fue así porque, entre
otras cosas, las reformas que se hicieron de las pensiones permitieron garantizar
unos ingresos a las personas jubiladas.
En 2007 llegó el crac
financiero junto a unos importantes cambios demográficos. En esta situación,
los agoreros de turno volvieron a la palestra para anunciar que los gastos
sociales que genera el envejecimiento de la población en el Estado del
bienestar lo harán insostenible.
Según parece, Mariano Rajoy y
su equipo de asesores son muy dados a escuchar a determinados voceros. Quizás
esa es la razón por la que en 2013 el Ejecutivo del Partido Popular, al amparo
de su mayoría absoluta, hizo una reforma del sistema público de pensiones con
la que ponía fin a la vinculación de éstas con el IPC. Asimismo, ligó la
prestación inicial a la esperanza de vida, si ésta sube bajará la pensión. Y
eso, por muy sin sentido que parezca empezará a aplicarse en 2019, es decir, el
año próximo.
El hecho cierto, es que desde
2016 el sistema de pensiones se ha cubierto con créditos extraordinarios del
Estado. En 2107 el déficit ascendió a unos 18.800 millones de euros y, si bien
es verdad, que las previsiones es que ese déficit disminuya ni las predicciones
más optimistas prevén superávits en mucho tiempo.
En estas circunstancias, los
jubilados han empezado a afrontar el problema al ver como su pérdida de poder
adquisitivo, con la pírrica subida anual del 0,25%, es irreversible. De ahí,
las movilizaciones de pensionistas en todo el país que cada vez son más frecuentes
y más numerosas.
Esos movimientos han forzado a
que el pasado 14 de marzo, se celebrara un pleno en el Congreso para tratar el
tema y, en teoría, buscar soluciones. La verdad es que la sesión fue de poco
nivel y pasó con más pena que gloria.
Mariano Rajoy estuvo en su
línea. Su objetivo era ganar tiempo y aprovechar las pensiones para sacar los
presupuestos de 2018 adelante y salvar la legislatura. Como señuelo, ofreció
subir las pensiones mínimas con el IPC, elevar las de viudedad y conceder alguna
ayuda fiscal en determinados supuestos a los pensionistas. Menos da una piedra,
pero el presidente hizo una oferta muy limitada que no resuelve, ni de lejos,
el problema de fondo.
Tampoco la oposición tuvo su
mejor día. Propuestas arribistas algunas y vagas la mayoría. Nadie supo o pudo
poner sobre la mesa un plan de choque para paliar el grave problema que tienen
más de 9 millones de ciudadanos, más los que venimos detrás que somos legión.
Ciertamente, la cuestión es
complicada y recetas mágicas no existen. Ahora bien, el argumento de que
aumentar un 0,25% al año es para garantizar la viabilidad del sistema, es un
insulto a la inteligencia. No es populismo ni demagogia plantear que, si hay
dinero para bancos, AVES, aeropuertos sin aviones o rescates de autopistas debe
haberlo para pensiones.
Lo lógico sería que las
pensiones se revalorizaran con el IPC, como sucedía hasta 2013. Como lógico
sería también derogar la reforma laboral. Puesto que, a su amparo, se hace un
uso abusivo y fraudulento de la temporalidad. España es el país de la UE con
más trabajadores sin contrato fijo, el 27,4%, mientras que en el resto de la
Europa comunitaria la media está en el 14,2%. Además, el 90% de los nuevos
contratos que se firman en nuestro país son temporales, y así no hay manera de
subir las cotizaciones.
Asimismo, habría que ir
pensando en hacer evolucionar la producción hacia sectores de alto valor
añadido. Ese es un paso ineludible para lograr empleos de calidad con buenos
sueldos y altas cotizaciones.
Un dato: en Italia, que no es
ningún paradigma, el 14% del PIB, se destina a políticas sociales. Entre ellas
las pensiones. En España no llegamos al 10,5%.
Con este panorama de fondo,
deberíamos preguntarnos que clase de sociedad hemos construido, si el aumento
de la esperanza de vida que debería ser motivo de júbilo, acaba siendo un
problema.
De igual manera, deberíamos
reflexionar para saber que hemos hecho mal para que los dirigentes que hemos
puesto al frente de las instituciones ninguneen a aquellos que han cotizado a
lo largo de su vida laboral para que otras generaciones cobraran su pensión.
Mientras que ahora, cuando les toca a ellos percibir la suya, les dicen que hay
que apretarse el cinturón porque no hay dinero y el sistema no es sostenible. O
sea, les advierten de forma, más o menos sibilina, que sus pensiones y, en
consecuencia, su futuro, están en riesgo.
Sencillamente, no hay derecho.
Bernardo Fernández
Publicado en e-notícies
19/03/18
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