Opina el profesor Oriol Bartomeus que hay dos maneras de explicar la crisis política que estamos viviendo hoy. Una es la teoría más conservadora, según la cual todo es culpa de la crisis económica y postula que cuando ésta se acabe (?) todo volverá a la “normalidad”, y la hipótesis alternativa, que sugiere que nos encontramos inmersos en un final de régimen y que la caída de las fuerzas del “establishment” dará paso a la regeneración democrática.
A tenor del barómetro que hacía público días atrás El Periódico de Cataluña (ERC, 39/40 escaños; CiU, 34/35; PSC, 16/17; ICV, 15/16; PPC, 13/14; Cs, 12/13; CUP, 3), se pone de manifiesto de manera inequívoca que, “la hipótesis alternativa” apuntada por Bartomeus es la que se está imponiendo.
Como recientemente señalaba Javier Pérez Royo en un brillante artículo, publicado en El País, “el nacionalismo catalán representado por CiU ha sido un factor de equilibrio en el sistema político español prácticamente desde el comienzo de la Transición, pero, sobre todo, desde la entrada en vigor de la Constitución, la aprobación del Estatuto de Autonomía y las primeras elecciones catalanas de 1980. Tanto cuando el Gobierno de España estuvo dirigido por UCD, como cuando lo estuvo por el PSOE o por el PP. En los momentos difíciles para la gobernabilidad del país el sistema político español ha podido contar con la razonabilidad de CiU para alejarnos del precipicio. Ha tenido más sentido de Estado en ocasiones que el que han tenido los partidos nacionales que ocupaban el Gobierno de la nación. Valga como último ejemplo el voto favorable de CiU a la convalidación de los decretos leyes dictados por el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero en mayo de 2010 para evitar la intervención del país”.
Eso ha sido así hasta que Artur Mas, tras la resaca de la manifestación de la Diada de septiembre de 2012, se dejó arrastrar por cantos de sirena y convocó elecciones al Parlament para el día 25 de noviembre. Aquel fue un día infausto para los dos grandes partidos, CiU y PSC, que durante más de tres décadas garantizaron la gobernabilidad de Cataluña y por extensión la de España. Pero, sobre todo, fue una noche negra para Artur Mas y su equipo. Cuando todos esperaban que las urnas refrendaran con una mayoría excepcional (eufemismo de mayoría absoluta), su huida hacia no se sabia bien bien donde, se toparon con la dura realidad de un “sorpasso” que les hizo menguar el grupo parlamentario en 12 diputados.
En esas circunstancias, cualquier político con un mínimo instinto de supervivencia hubiera optado por convertir aquella sangría de votos en una oportunidad para reafirmarse frente al tambaleo constante que le iba a llevar a depender de ERC. Mas pudo decir que el electorado catalán refrendaba su confianza en CiU pero que el panorama resultante de la votación reclamaba una reflexión serena sobre la evolución social de Cataluña —es decir, los trasvases de votos— y que el sentimiento favorable al independentismo se fortalecería en el sosiego más que en la precipitación frenética. Aquella noche pudo tener cintura política y finezza. No la tuvo. Impuso un alto voltaje, dejando a la coalición CiU en un desconcierto que cada vez es menos soterrado.
Sea como fuere, la verdad es que hoy Cataluña está en una situación delicada. Y así vamos a seguir hasta que se despeje la incógnita de la independencia. En estas circunstancias, lo primero que hay que saber es si se va a celebrar o no la consulta sobre el derecho a decidir. Ciertamente, hay una mayoría considerable en el Parlament a favor de la misma, pero, a su vez, hay un importante número de diputados que solo entienden el proceso dentro de la legalidad. Obviar esa situación es ignorar la realidad.
Estamos viviendo un bloqueo institucional que afecta y mucho el quehacer cotidiano. El Govern está nítidamente superado por la situación de asfixia y crisis económica, el paro –más allá de algunos datos coyunturales- va en aumento, los recortes en políticas sociales son el rayo que no cesa, la situación socio sanitaria se deteriora por momentos, la pobreza infantil crece, de la corrupción mejor no hablar y entre la ciudadanía, además del hartazgo, se está empezando a instalar la sensación de fracaso y eso, es lo peor que nos puede pasar. De ahí, a la ruptura de la cohesión social y a poner en riesgo la convivencia, sólo hay un paso.
Casualidad o no, lo cierto es que el presidente de la Generalitat; Artur Mas, a los pocos días de la publicación del aviso para navegantes de El Periódico compareció en rueda de prensa para explicar el plan del Govern para 2013-2016. De hecho, no deja d ser un documento de buenas intenciones. Poco más que papel mojado, puesto que carece de sostén presupuestario.
En un país con el 52,7% de jóvenes entre 16 y 24 años en paro, donde hay un 24,6% de pobreza infantil y 113.000 hogares sin ningún ingreso hacen falta algo más que documentos llenos de buenas intenciones. En un país en el que su Gobierno debe 1.000 millones de euros a los ayuntamientos. y en el que se anuncia el cierre de 73 líneas escolares de P-3 y 7 escuelas y, sin embargo, se destinan 24 millones de euros a escuelas privadas sin conexión con la enseñanza pública, es evidente que hay muchas cosas que no funcionan y hace falta mucho más que buenas intenciones. Entre ellas, una determinación que ni se adivina ni se intuye.
De todos modos, los catalanes ya sabemos que cuando seamos independientes nos bañaremos en aguas de colores, de las fuentes públicas brotará leche y miel, las calles de nuestros pueblos estarán perfumadas y cuando salgamos al extranjero, puesto que seremos un pueblo admirado por el mundo, lo tendremos todo pagado. Pero mientras eso no sucede, los que estamos con los pies en el suelo, queremos vivir dignamente en una sociedad justa y cohesionada, con políticas sociales y redistributivas justa y eficaces, donde no se abandone a nadie a su suerte. Estamos hartos de visionarios, mesías y salva patrias. Aunque lamentablemente, no parece que eso esté en las prioridades del Gobierno de la Generalitat.
Bernardo Fernández
Publicado en la Voz de Barcelona 14/06/13
25 de juny 2013
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