El Gobierno de Pedro Sánchez está
decidido a hacer viable el sistema de pensiones públicas de la Seguridad
Social. Por eso, ,en el ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones,
que dirige José Luís Escrivá, han puesto manos a la obra para preparar una
reforma que haga que nuestro sistema público de pensiones sea suficiente y sostenible.
Para ello, han tomado como uno de los documentos de cabecera, el texto
elaborado por El Pacto de Toledo que fue presentado días atrás. El mismo fue
aprobado con un amplísimo soporte parlamentario, ya que solo contó con las
abstenciones de EH Bildu y ERC y el voto en contra de VOX.
Sin ninguna duda estamos ante
uno de las cuestiones fundamentales que dan razón de ser al Estado del
bienestar, las pensiones públicas. A día de hoy en España son más de nueve
millones de personas los que dependen de una forma u otra de que la Seguridad
Social les ingrese mensualmente su pensión. Por eso, resulta imprescindible que
el Estado garantice que esa prestación se va a mantener el tiempo y además será
suficiente.
En el documento del Pacto de
Toledo en esta ocasión no se propone un aumento de la edad de jubilación. Lo
que sí se dice “es que la salida efectiva del mercado de trabajo se aproxime
tanto como sea posible a la edad establecida legalmente”. Y ese es, a mi modo de ver, el quid de la
cuestión.
El aumento de la esperanza de
vida es un fenómeno relativamente reciente que data del siglo XIX. Hasta
entonces, la esperanza de vida media de la humanidad se mantuvo por debajo de
los cuarenta años, debido principalmente a las elevadas tasas de mortalidad en
edades tempranas.
Un niño nacido hoy en el mundo
desarrollado tiene más de un 50% de probabilidades de vivir por encima de los
100 años, mientras que un niño nacido hace un siglo, solo tenía un 1% de
posibilidades de llegar a esa edad.
Frente a esa evidencia es
razonable pensar que el aumento de la esperanza de vida traiga cambios sociales
y laborales de calado. Y ese cambio nos va a plantear preguntas ineludibles
como por ejemplo, ¿cómo abordar la educación continua y la adquisición de
nuevas habilidades para adaptarse a una carrera laboral más larga? ¿O cómo
afrontar el hecho de que alcanzaremos el cénit profesional mucho antes de la jubilación?
Y un largo etcétera que formula el nuevo paradigma. Pero también surge una
pregunta de cuya respuesta depende que nuestro sistema de convivencia y
relación se mantenga o, por el contrario, todo se nos derrumbe como un castillo
de naipes. La pregunta en cuestión es: ¿cómo adaptar los sistemas de pensiones
para que sean suficientes y sostenibles para una población cada vez más
longeva?
Ante esta nueva situación se
plantea una duda razonable, ¿cuándo debemos jubilarnos? ¿Debemos jubilarnos a
los 65 o los 67 años si nuestra esperanza de vida es cada vez mayor?
Según datos del Instituto
Nacional de Estadística (INE), en el año 1900, en España, superaban los 65 años
el 26,2% de una generación y la esperanza de vida media a partir de esa edad
era de 9,1 años de vida.
Pues bien, siguiendo con datos
del INE, en 2015, el 26,2% de una generación sobrevivía más allá de los 91 años
y la esperanza de vida media de 9,1 años se producía a los 81. O sea que la
edad equivalente hoy a los 65 de 1900 se puede establecer entre los 81 y 91
actuales. Sin embargo, nos jubilamos entre los 65 y 67, prácticamente igual que
a principios del siglo XX
En consecuencia, el reto que
tiene plantado el sistema de pensiones es doble. Por un lado, que las pensiones
sean suficientes para que los beneficiarios puedan tener una vida digna. Por
otro, que sean sostenibles, esto es que los trabajadores de hoy, pensionistas
mañana, tengan la certeza que cobrarán su pensión cuando les llegue el turno.
Para que el sistema sea viable
son muchos y muy variados los escollos que hay que salvar. El pacto de Toledo
ha hecho un análisis acertado que, a mi modo de ver, apunta en la buena
dirección cuando plantea enjugar el déficit, diversificando las fuentes de financiación
y que las cuotas sociales se dediquen cada vez más a pagar las pensiones de
jubilación, invalidez y viudedad, mientras que las que se denominan “impropias
del sistema” se sufraguen mediante los Presupuestos Generales del Estado (PGE)
u otra fuente que los partidos del arco parlamentario consideren adecuada.
Por otra parte, sabemos que las personas
de mayor renta y de cualificación profesional más elevada tienen mayor
esperanza de vida (en España hay una diferencia de casi 10 años entre lo que
vive por término medio la persona de renta más alta y la de más baja). Por lo
tanto, imponer que todos se jubilen a la misma edad significa obligar a que las
personas de renta más baja financien de modo desigual las pensiones de las de
rentas más altas, y también prolongar injustamente la vida laboral de quienes
desempeñan actividades más molestas, insalubres o peligrosas.
Por consiguiente, si como
parece hay un principio de acuerdo para solventar el déficit y la financiación,
quedará sobre la mesa el gran dilema: la edad de jubilación. No parece ni
lógico ni razonable plantear que la edad de dejar el trabajo sea a edades muy
avanzadas; pero sí es sensato iniciar una reflexión seria y rigurosa,
incluyendo todas las variables, para conciliar, tanto como sea posible, la edad
de jubilación con la esperanza de vida. Será difícil, pero es necesario.
Bernardo Fernández
Publicado en e notícies
03/11/20
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