En
Cataluña estamos viviendo una situación política esperpéntica. Todo comenzó en
un ya lejano 2006, cuando Mariano Rajoy y el PP, entonces en la oposición,
entendieron que azuzar el espantajo de la catalanofobia, les suponía suculentos
réditos electorales. Eso hizo que primero recogieran firmas contra el nuevo
Estatuto de Cataluña que, por aquellos tiempos, acababa de ser aprobado en el
Parlament y, después, no dejaran de maniobrar, hasta lograr un Tribunal
Constitucional (TC), lo suficientemente afín, que tumbó partes sustanciales de
la nueva ley.
Más
tarde, en 2010, Artur Mas obtuvo una cómoda mayoría en las elecciones
autonómicas catalanas y llegó a la Presidencia de la Generalitat con el mandato
tácito de las clases acomodadas y burguesas de neutralizar los desbarajustes de
los gobiernos de izquierdas; primero de Pasqual Maragall y después de José
Montilla y devolver el “seny” a la máxima institución de Cataluña.
En los
primeros tiempos de su mandato, Artur Mas no tan solo pactó a menudo con el PP,
sino que Convergencia fue, a cambio de nada, lacayo fiel de los populares en el
Congreso. Pero es que, además, aquí las
tijeras se utilizaron mucho antes y con muchísima más intensidad que en el
resto de España. La consecuencia fue que el Estado del bienestar quedó hecho
unos zorros, y Artur Mas se convirtió en el adalid de los recortes.
Cuando
ya no le quedaba casi nada que recortar, en una entrevista con Mariano Rajoy -entonces
ya presidente del Gobierno de España- le pidió un sistema de financiación
homologable al sistema de financiación vasco o navarro y como Rajoy le dijo no,
plegó velas, se volvió a casa y se echó en brazos del independentismo, pensando
(desconozco si honestamente o de forma cicatera), que esa era la mejor solución
para Cataluña. Al poco, convocó nuevas elecciones para obtener una amplia
mayoría que le permitiera llevar a cabo sus planes de ruptura con el Estado.
Sin embargo, perdió 12 diputados. En esas circunstancias, otro en su lugar o
hubiera dimitido o hubiera variado el rumbo. En cambio, él optó por facella y
no enmendalla y se alió con ERC para salvar los muebles y poner rumbo a Ítaca. Poco
tiempo después,2 se llevó a cabo la mascarada del 9-N y ya, en pleno
desiderátum secesionista, convocó el 15-S como unas elecciones plebiscitarias
que después, a la vista de los resultados, resulta que no lo fueron.
Sea
como sea, a esas elecciones Junts pel Sí i la CUP se presentaron con un
programa nítidamente independentista. Los primeros ganaron los comicios y junto
con los antisistema aglutinan la mayoría absoluta en el Parlament. Una mayoría
que podría resultar cómoda para gobernar y legislar como se ha hecho
habitualmente, pero que resulta, a todas luces insuficiente, para llevar
adelante las grandes cuestiones que se han propuesto. Así, por ejemplo, con esa
mayoría ni se puede aprobar una ley electoral ni se puede reformar el Estatuto.
Además, en el tiempo que llevamos de legislatura, se ha demostrado su gran
inestabilidad. Eso hizo que Mas no pudiera repetir como presidente -pese a ser
el candidato de Junts pl Sí-, que no se pudieran aprobar los presupuestos de
2016 o que el presidente Carles Puigdemont se tuviera que someter a una
cuestión de confianza, para no echarlo todo a rodar.
Pues
bien, esa mayoría parlamentaria tan poco sólida, ignora que el Estado de
derecho es aquél en lo que todos los poderes del Estado, el legislativo, el
ejecutivo y el judicial, así como la ciudadanía, están sometidos al derecho, o
sea a la Constitución y a las leyes. En esas circunstancias, ni los poderes
públicos ni la ciudadanía pueden hacer lo que les venga en gana, sino aquello
que está dentro del ordenamiento jurídico. Nadie puede dejar de cumplir la ley,
aunque no le guste o la considere injusta.
Con
frecuencia, los miembros de esa mayoría parlamentaria argumentan que tienen un
mandato democrático para llevar Cataluña hacia la independencia, porque en el
programa electoral así se explicitaba. Sin embargo, olvidan que un parlamento jamás
puede emitir un mandato para infringir las leyes vigentes (máxime cuando esa
legislación emana de cámaras, como mínimo, tan democráticas como la del Parc de
la Ciutadella). De ser así, ¿con qué legitimidad moral se puede exigir a los
ciudadanos o a otras instituciones que cumplan la ley?
En este
contexto, la sentencia dictada recientemente por el Tribunal Superior de
Justicia de Cataluña que anula la tasa que el Ayuntamiento de Barcelona
pretendía imponer a las viviendas vacías de grandes tenedores, es ejemplar, en
tanto que pedagógica. En la misma, no se cuestiona la bondad o maldad de la
iniciativa, sino que el consistorio ha actuado en un ámbito para el que no
tiene competencias.
De igual
manera, el Govern de la Generalitat y el Parlament de Cataluña están tomando decisiones
y legislando sobre temas para los que no han sido facultados.
Sinceramente,
estamos ante una obviedad que no debería ser muy difícil de comprender. Pero,
lamentablemente, parece que algunos han agotado su capacidad de comprensión y
las meninges no les dan ya para más. Claro, que así les van las cosas.
Bernardo
Fernández
Publicado en
e-noticies 14/07/17
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