Aunque
los soberanistas catalanes se empeñan en decir en público que el “procés” va
bien y sigue adelante, es evidente que las fuerzas les empiezan a flaquear. Eso
sí, en el Parlament se aprueban periódicamente mociones de desobediencia al
Tribunal Constitucional, a la legalidad vigente o al sursuncorda, tanto da, la
cuestión es epatar, aunque la verdad es que esas iniciativas parlamentarias no
tienen ninguna consecuencia real. En estas circunstancias, no es casualidad que
expresiones como declaración unilateral de independencia o estructuras de
estado que durante un tiempo se han utilizado a troche y moche, poco a poco se
van dejando de escuchar -y como se dice ahora-, hemos retrocedido una pantalla
y se vuelve a hablar de “derecho a decidir”.
Derecho
a decidir que, por cierto, nadie sabe, realmente, que quiere decir. De hecho,
es un sucedáneo del derecho de autodeterminación qué si existe, pero no es de
aplicación en Cataluña, cómo dijo, entre otros, en una visita a España el año
pasado, Ban Ki-moon, Secretario General de Naciones Unidas.
Por eso, resulta
sorprendente que buena parte de la sociedad ha aceptado como justo y necesario
el recurso al referéndum para dirimir la cuestión catalana. Tengo la sensación
qué el derecho a decidir viene avalado por una errónea asimilación a la
democracia, haciendo la siguiente lectura simplista: si votar es bueno, el
derecho a decidir es bueno. Eso explicaría que segmentos considerables de la
sociedad se sientan obligados a apoyar el derecho a decidir para no parecer retrógrados
y pasar por poco demócratas.
Debemos
admitir que los secesionistas han planteado el asunto con suma habilidad:
Cataluña es una nación y por tanto tiene derecho a la autodeterminación, y se
deslizan sibilinamente hacia el terreno de la democracia. Y en ese ámbito el
derecho a decidir no se debe negar porque nadie puede impedir que la gente
escoja su destino. Se podría afirmar que éste es el núcleo duro de su
argumentario.
Sin entrar en tecnicismos jurídicos -no es éste el
lugar más apropiado-, lo primero que
sorprende es que quiera hacerse la consulta de manera unilateral. Olvidan que
en Escocia se negoció casi hasta la extenuación para llegar a un acuerdo. Y eso
es necesario para dar garantías democráticas a un plebiscito. En una consulta
debe ser condición indispensable que las diversas opciones puedan ser
claramente debatidas, y eso no sucede en Cataluña, Aquí en los medios de
comunicación públicos y en los subvencionados se cultiva sin ningún rubor el
pensamiento único.
A los salvadores de la patria que nos ha tocado sufrir
les importa una higa la Constitución, la Unión Europea y todo aquel que no
comulgue con sus puntos de vista. En ocasiones da la sensación que sus
planteamientos políticos tiene un origen divino y ellos son receptores de una
revelación, han venido a este mundo para llevar a cabo esa misión y, por tanto,
no tiene sentido ningún debate al respecto porque son poseedores de la verdad
más absoluta.
Por otra parte, nos quieren hacer creer que el
movimiento secesionista catalán es pacífico, y transversal. Falso. Sólo hay que
darle tiempo al tiempo para que las posiciones se vayan enconando y en cualquier
momento puede saltar la chispa que encienda la pira que otros fueron acumulando
durante años. Tampoco es transversal porque en ese movimiento subyace un
desprecio, casi secular, a todo lo que tiene origen español. Ejemplos al
respecto los podemos encontrar por doquier, desde la prohibición de las corridas
de toros, pero no de los “corre bous”, pasando por el “España nos roba” o el
reciente manifestó sobre el monolingüismo y otros muchos que no merece la pena
mencionar.
La Constitución de 1978 se redactó con ánimo
conciliador y pacificador y con la voluntad de superar los enfrentamientos y
las divisiones que nos habían atenazado durante más de un siglo. En la misma se
define a España como una nación cuya soberanía reside en el pueblo y se
articula el Estado sobre la solidaridad y el reconocimiento de la pluralidad.
Pues bien, a partir de esas bases hemos desarrollado nuestra convivencia en los
últimos treinta y siete años. Además, en ese tiempo el Estado se ha
descentralizado y ejercido un sistema de reparto de poderes que para sí
quisieran Estados que se denominan federales.
De todos modos, ha llegado el momento de revisar la
Constitución. Esa revisión debe hacerse con el máximo consenso, negociación y
pacto, teniendo muy en cuenta la Unión Europea. Una vez hecha la reforma, ésta
debería ser votada por todos los ciudadanos del Estado. En el supuesto que
fuera rechazada en Cataluña habría llegado el momento de explorar otras vías,
quizás, entonces, Canadá pudiera servir de referencia.
Pero esa cuestión la trataremos en una próxima
entrega.
Bernardo Fernández
Publicado en Crónica Global 22/04/16
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