13 de febrer 2006
DE LA INTEGRACIÓN AL APARTHEID
Entre finales del mes de octubre y mediados de noviembre del año pasado se produjeron en los suburbios de Francia durísimos enfrentamientos entre lo que podríamos llamar jóvenes desarraigados y el sistema establecido.
La chispa que encendió la mecha fue, por una parte, la muerte de dos jóvenes en un generador cuando eran perseguidos por la policía y, por otra, una granada arrojada en la mezquita de Bilol.
Es evidente que para que se produjera el estallido de violencia en cadena que se produjo, el terreno tenía que estar necesariamente bien abonado. Sin duda, más de dos décadas de nulas, o pocas , políticas de integración en determinados sectores sociales han ido configurando de forma lenta, pero constante, una situación basada en tres ejes a cual más importante. A saber: desarraigo social, un nefasto concepto colonial y un rechazo frontal al hecho político.
Las consecuencias más visibles han sido: miles de automóviles quemados, cantidad de instalaciones públicas destruidas, declaración del estado de emergencia, más de 2.500 detenidos y , sobre todo, una fractura social que tardará tiempo en recomponerse.
Todo esto ha tenido como respuesta después de los graves incidentes un reforzamiento de los planteamientos de aquellos que son los más directos responsables: la derecha política, que ha aprovechado la ocasión para, como hace siempre, recortar un poco más las libertades.
Pero volvamos a los hechos.
Algunos observadores “avispados” quisieron ver tras las algaradas el islamismo extremista y el crimen organizado. Nada más lejos de la realidad. Es mucho más plausible pensar que los alborotos se produjeron por generación espontánea, o mejor por simpatía, en más de 700 zonas urbanas donde viven o se hacinan unos 5 millones de personas. Y hay que decir en honor a la verdad que los líderes religiosos, en su gran mayoría, han desempeñado papeles de mediación y moderación.
Debemos contextualizar estos hechos y, para ello, debemos saber que en Francia se empezó a hablar de “integración” hace más de 25 años. Entonces parecía un término feliz y mucho mejor que asimilación porque se entendía que la cultura, el idioma, las tradiciones y la religión seguían conformando el equipaje de los nuevos ciudadanos franceses, fuera cual fuera el lugar de nacimiento o el color de la piel. Pero el tiempo, que es aquel factor que pone las cosas en su lugar, nos ha puesto cruelmente de manifiesto que los jóvenes negros y árabes de nuestro país vecino están viviendo un auténtico apartheid urbano, en franca contraposición al referido modelo de integración francés. Ésta es la consecuencia de unas causas determinadas; no es consecuencia de la inmigración. Por eso, ahora, los poderes públicos tienen que hacer frente a una problemática que es el resultado de su propio fracaso.
En los últimos años, los gobiernos franceses han puesto especial énfasis en recortar los presupuestos y, como no podía ser de otro modo, el sistema más fácil fueron las drásticas reducciones de los créditos destinados a la mejora de las viviendas deterioradas, la supresión de las ayudas para la promoción de empleo joven y los subsidios a la educación. Consecuencias: las zonas de suburbios han sido las más afectadas. Por tanto, a los hijos de los inmigrantes de ayer, que son los habitantes mayoritarios de esas zonas especialmente sensibles y degradadas, se les cierran casi todas las puertas, de las pocas que tenían abiertas, para poder vivir con dignidad y así poderse integrar en la sociedad francesa.
Así las cosas, cabe pensar que una buena parte de la solución a este gran problema sería plantear políticas con fuerte contenido social. No es casualidad que en estas zonas de “apartheid urbano” la tasa de paro sea el doble que en el resto del territorio y lo mismo cabe decir del fracaso escolar. Pero es que la renta viene a estar un 40% por debajo de la media, por no decir que los centros médicos son muchísimo más escasos que en el resto del país y que la delincuencia en estas zonas es superior en un 50% que en el conjunto del territorio.
Estamos, pues, ante una grave crisis social porque afecta a los sectores más desfavorecidos de la sociedad. Una sociedad, por cierto, dividida tanto en términos económicos como étnicos. Está claro que son muchos los factores que se conjugan en su interior y que como motivo de lo explicado con anterioridad generan desasosiego y desesperanza como, por ejemplo, la grave crisis en que están sumidas las formas clásicas de organización: sindicatos, partidos políticos, etc. Pero no es menor el enfrentamiento que se produce cada vez con más frecuencia entre “franceses” y “extranjeros” o entre obreros cualificados, y por tanto con un determinado estatus, y los otros, temporales de por vida. Esta situación ha ido generando un tremendo malestar que no ha hecho otras cosa que crear un extraordinario caldo de cultivo donde se pueden producir con suma facilidad explosiones de violencia como las mencionadas.
En esta situación es evidente que solo a partir de un despliegue inmenso, intenso y prolongado en el tiempo, con políticas de choque y cierta discriminación positiva, se podrá empezar a abrigar la esperanza de que se produzca un cambio de tendencias.
Considero que en nuestro país, hoy por hoy, no se dan las condiciones objetivas para que suceda algo similar. No obstante, si podrían suceder acontecimientos aislados parecidos. Por eso, conviene aprender pronto y rápido de los errores de nuestros vecinos para que a nosotros en un tiempo más o menos breve no nos suceda algo equiparable. Que nadie se equivoque. Nosotros no somos ni mejores ni peores que nadie. Y recordemos que aquellos que no aprenden de la historia están condenados a repetirla.
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