El pasado martes, 7 de octubre, se
cumplieron dos años de la brutal agresión terrorista de Hamas en tierras
israelís; asesinaron a 1.200 personas y capturaron como rehenes a más de 250, sembrando
el horror y la destrucción por dónde pasaron. Fue, sin duda, el mayor ataque
padecido por Israel en la historia. La respuesta israelí no se hizo esperar y
lo que debió ser un acto en legítima defensa ha sido un atroz genocidio contra
el pueblo palestino.
Setenta mil muertos después, la
mayoría mujeres y niños y con la población gazatí sometida a toda clase de
calamidades, dos años más tarde se ha logrado un alto el fuego con las
negociaciones de Hamas y Netanyahu en Egipto, bajo el paraguas de Donald Trump,
aunque con muchas más sombras que luces en el horizonte.
No voy a insistir en lo sucedido porque
voces muy autorizadas y plumas expertas han explicado con detalle la delicada
situación de Oriente Próximo y no creo que yo pueda aportar algo sustancial.
Quiero, sin embargo, hacer algunos apuntes históricos que quizás nos sirvan
para entender algo mejor lo que está ocurriendo.
En 1947 la Naciones Unidas aprobaron
la Resolución 181 en la que se esbozaba un plan de partición que
dividiría Palestina (entonces bajo control británico) en Estados judío y árabes
segregados. Pero fue el 14 de mayo de 1948 cuando David Ben-Gurión declaraba la
independencia del Estado de Israel.
Poco tiempo después de declarada la
existencia del nuevo Estado, Siria, Jordania y Egipto lo invadieron,
desencadenando la primera guerra árabe-israelí. La consecuencia inmediata fue
que más de 700.000 palestinos salieron del nuevo Israel, huyendo a
Cisjordania, Gaza y los Estados árabes más próximos.
No fue un camino fácil, hasta que
Israel no ingresó en la ONU, y eso sucedió en 1949, el nuevo Estado no alcanzó
una soberanía equiparable a la de otros países. En la actualidad más de 160
miembros de la ONU reconocen al Estado israelí; entre los que no lo hacen se
encuentran Siria, Irán, Arabia Saudí, Indonesia o Malasia.
A lo largo de los casi 80 años de
existencia del nuevo Estado, se han barajado diversas opciones para dotar a los
palestinos de un status quo propio, pero ninguna ha prosperado. Para muchos
expertos en política internacional, la “línea verde de 1949” era la frontera más
realista para los respectivos Estados. Esta línea se trazó durante los acuerdos
de armisticio entre Israel y sus vecinos tras la guerra de 1948 y es la
frontera actual entre Israel, Cisjordania y Gaza. Sin embargo, tras la
Guerra de los Seis Días de 1967, Israel ocupó parte de Cisjordania y Gaza,
junto con Jerusalén Este y los Altos del Golán.
La mayoría de los debates actuales se
refieren a la creación de dos Estados a partir de las fronteras existentes
en 1967. En ese caso, el nuevo Estado palestino estaría formado por
Cisjordania, antes de los asentamientos israelíes, y Gaza. Aquí surge un tema
muy espinoso: como quedaría la ciudad de Jerusalén; con muy buena voluntad por
todas las partes, la capitalidad compartida podría ser la solución.
Desde el final de la Guerra de
los Seis Días en 1967, más de 5 millones de palestinos se convirtieron en
apátridas. Cisjordania y la Franja de Gaza permanecen en un limbo
institucional, como enclaves semiautónomos bajo control de Israel. La cruda
realidad es que los órganos de gobierno de Cisjordania y Gaza, es decir, tanto la
Autoridad Palestina como Hamás, no tienen capacidad de acción sobre su propia
seguridad ni sus fronteras. Por eso, la autodeterminación de los
palestinos mediante la creación de un Estado ha sido la piedra angular de
la acción política palestina durante décadas.
A principios de la década de 1990, parecía
que se avanzaba de forma decidida hacia la solución de los dos Estados. De
hecho, las negociaciones comenzaron, en parte, como consecuencia de los
levantamientos palestinos en Cisjordania y Gaza en 1987, movimientos que
se conocieron como la Primera Intifada.
Ya en 1993, el primer ministro
israelí Yitzhak Rabin y el jefe de la Organización para la Liberación de
Palestina (OLP), Yasser Arafat, se reunieron en Oslo y firmaron el primero
de dos pactos llamados los Acuerdos de Oslo. Tras importantes concesiones por ambas
partes, se sentaron las bases para la creación de un Estado palestino independiente,
y aunque en aquellos pactos no se mencionaban las fronteras de 1967, sí se hacía
referencia a “un acuerdo basado en la Resolución de 242 del Consejo
de Seguridad de la ONU” de 1967, que exigía la retirada de las fuerzas armadas
israelíes “de los territorios ocupados en el reciente conflicto”.
En 1995 se firmó el Acuerdo de
Oslo II, allí se detallaba la subdivisión de las zonas administrativas de los
territorios ocupados. Cisjordania se dividió en parcelas controladas por
Israel, junto a la Autoridad Palestina. Aquello tenía que ser el primer paso
hacia la entrega de los territorios ocupados a los palestinos.
Pero, en realidad, fue un espejismo.
Tan solo seis semanas después, un nacionalista judío, ofendido por las
concesiones hechas por Israel, asesinaba a tiros a Rabín. Como consecuencia, las
negociaciones entre ambas partes se ralentizaron y la voluntad política empezó
a debilitarse. Durante las siguientes
décadas, la solución de los dos Estados se ha ido volatilizando. El ascenso de
gobiernos conservadores en Israel y la desidia de EE UU, han dado como resultado
la cada vez menor influencia política de la Autoridad Palestina, y el
ascenso de Hamás en Gaza, lo que ha provocado una división política entre los
dos territorios palestinos que ha acabado debilitando la imagen de Palestina a
nivel internacional. Tampoco han ayudado las amenazas de Hamás de aniquilar a
Israel y su negativa permanente a reconocer al Estado israelí como
legítimo.
Por otra parte, el continuo
crecimiento de los asentamientos israelíes en Cisjordania, han convertido el
territorio en pequeños enclaves rodeados por controles militares, donde los
palestinos son hostigados de manera constante.
Y para cerrar el círculo está
Benjamín Netanyahu, un tipo sin escrúpulos y sin límites, que ha hecho suya —en
parte por convicción y en parte para mantener los apoyos necesarios para seguir
en el poder— la agenda en Gaza de sus aliados de la extrema derecha
nacionalista israelí. Los socios ultras de Netanyahu dan voz al movimiento
radical de colonos israelíes y para ellos, la religión es uno de sus ejes
vertebradores. Por eso es irrenunciable apoderarse de Cisjordania, la Judea y
Samaria bíblicas, que consideran el corazón de la tierra de Israel que creen
prometida por Dios a los judíos. El objetivo último es el establecimiento de
asentamientos y la limpieza étnica de la población de la Franja.
Esta trayectoria histórica explica,
que no justifica, la situación tan explosiva que se está viviendo en esa parte
del planeta y que si no se solventa puede ser el detonante de algo mucho más
terrorífico de lo que ya lo es.
Ante tan delicada situación y por
difícil que parezca la solución de los dos Estados es la única que, a mi modo
de ver, se plantea como plausible por difícil que sea; pero para eso es
indispensable la predisposición de la comunidad internacional. Comunidad
internacional que debería estar liderada por Estados Unidos, aunque no parece
que Donald Trump y sus conmilitones estén por la labor.
Bernardo Fernández
Publicado en Catalunya Press
13/10/2025