La organización no gubernamental
Freedom House, con sede en Washington, dedicada a promover la democracia y los
derechos humanos, asegura en un informe reciente que la libertad lleva casi 20
años disminuyendo en el mundo y cediendo posiciones frente al
autoritarismo. En 1991 despareció la Unión Soviética y parecía que
las democracias liberales habían triunfado. Sin embargo, la realidad es otra y
parece que las autocracias van ganando la partida.
Es el caso de Rusia: en el país de
los zares y los sóviets la democracia liberal nunca tuvo la menor oportunidad.
Vladimir Putin jamás pensó en establecer un sistema de libertades reales para
su pueblo.
En cambio, Hungría, un país integrado
en la Unión Europea, es una muestra clara de la evolución desde la democracia
liberal a un modelo de rasgos autocráticos. Allí Viktor Orbán, fundador del
movimiento Fidesz (Alianza de Jóvenes Demócratas) en 1988, cuando aún existía
la Unión Soviética, gobernó con un programa de estabilización política y
económica entre 1998 y 2002. Al retornar al poder en 2010, con mayoría absoluta
en el Parlamento, Orbán se había desplazado desde posiciones liberales a
posiciones netamente conservadoras y, según su propia definición,
“iliberal”. La fragilidad económica europea generó un clima de miedo que abrió
las puertas a las nuevas derechas en Francia, Italia, Alemania, Reino Unido y
en la mayoría de las nuevas democracias excomunistas.
Viktor Orbán enarboló una de las
banderas tradicionales de la ultraderecha clásica de hace un siglo, una de las
que el sociólogo hispano-estadounidense Juan Linz describió en su libro La
quiebra de las democracias (1978): el antisemitismo. Ya en 1989, cuando
colapsaron los regímenes comunistas europeos, amplios sectores de la sociedad
húngara mostraban un recelo profundo hacia los judíos. Con habilidad malsana,
Orbán canalizó el antisemitismo general hacia una persona en particular, el
multimillonario judío George Soros, a quien se atribuyeron diversas
conspiraciones presuntamente encaminadas a la erosión de la nación húngara. El
foco de la aversión gubernamental se dirigió a la Universidad Centroeuropea,
fundada y financiada por Soros (quien, casualmente, había pagado la beca con la
que Orbán estudió un año en Oxford); al final, la Universidad tuvo que ser
trasladada a Viena.
La crisis financiera de 2008 fue la
peor del capitalismo desde 1929, y marcó un punto de inflexión. El riesgo de
colapso era tan grave que, el entonces presidente francés, Nicolas Sarkozy,
habló de la necesidad de “refundar el capitalismo”. Pero luego resultó ser el
capitalismo el que siguió refundando todo lo demás. Las consecuencias de
aquella crisis fueron un escenario de ruinas que todavía persisten. La
izquierda tradicional quedó seriamente tocada: la socialdemocracia y el
sindicalismo quedaron desbordados por la realidad.
Aquellos lodos trajeron estos polvos y desde 2008 se han acelerado los excesos del capitalismo, han aumentado las desigualdades, y los patrimonios vergonzosamente gigantescos han tomado carta de naturaleza; de la misma manera que la precariedad se ha instalado en el mundo laboral y la globalización, que ya había desindustrializado parcialmente Estados Unidos y la Unión Europea, empezó a ser percibida en determinados sectores como un mecanismo fuera de control.
Con ese paisaje de fondo, la derecha más ultra perdió los complejos ─sí es que tenía alguno─, y se lanzó a transformar los consensos forjados desde 1945 e imponer sus propias ideas. Y para eso, necesitaba agitar el espantajo de la inmigración masiva y contraponer las llamadas “culturas nacionales” a los mosaicos multiculturales, según su teoría, incompatibles entre sí.
Las autocracias, no son solo atribuibles a una simple derechización (tenemos los casos de Venezuela o Nicaragua, que se autodefinen como izquierdistas), inicialmente pueden atraer a una buena parte de la población por sus reclamos populistas. La ensayista conservadora Anne Applebaum destaca tres elementos como factores esenciales para comprender esas situaciones: El primero, atribuir la responsabilidad de los problemas a la oposición oa un enemigo externo (los inmigrantes son utilísimos en ese sentido). El segundo, propone soluciones fáciles: “Con frecuencia las personas se sienten atraídas por las ideas autoritarias porque les molesta la complejidad; les disgusta la división, prefieren la unidad”. El tercero, apelar a discursos pesimistas y en definitiva al miedo: "Estados Unidos está condenado, Europa está condenada, la civilización occidental está condenada. Los responsables de tanto desvarío son la inmigración, la corrección política, la cultura, el establishment, la izquierda y los demócratas".
Por supuesto, ese mecanismo no funcionaría si no contuviera elementos verosímiles para grandes sectores de la sociedad. Hemos de ser honestos con nosotros mismos y reconocer unas fuerzas progresistas, en ocasiones timoratas respecto a determinadas cuestiones como, por ejemplo, la inmigración (ya que no siempre ponen en práctica lo que defienden en sus documentos) o el alejamiento de los gobernantes de los problemas reales y que preocupan a la ciudadanía, mientras que personajes como Marine Le Pen Javier Milei o el propio Donald Trump dicen identificarse con los problemas de los trabajadores.
La compleja situación geopolítica actual favorece claramente a las fuerzas autoritarias y populistas. Pero es que además la actitud de la Administración norteamericana nos aboca de nuevo a un mundo bipolar, quizás no exactamente igual al anterior a 1989 pero con grandes similitudes, con Estados Unidos y algunos aliados de un lado, el binomio China-Rusia por otro y la UE entre dos aguas.
La cuestión de fondo es que las democracias liberales encajan mal con el miedo. Vivimos en una cultura del miedo y eso nos atenaza y nos impide, y ese es el caldo de cultivo para que las autocracias avancen. Hemos de reaccionar. No queda otra.
Bernardo Fernández
Publicado en Còrtum 28/04/2025
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