En breve se cumplirá el trigésimo séptimo
aniversario de la aprobación de la Constitución vigente en España. Esa Carta
Magna, como toda obra humana, tiene luces y sombras y sin duda es perfectible.
Ahora bien, no podemos olvidar que, primero, fue el instrumento que nos
permitió, como pueblo, pasar de una dictadura a una democracia y, después, ha
sido el eje vertebrador que ha hecho posible la etapa más prolongada de paz y
progreso en nuestro país.
Aunque la Transición acabó hace muchos años, su
legado sigue vivo. No obstante, de un tiempo para acá, se ha puesto de moda en
algunos círculos de opinión criticar y minusvalorar tanto esa Ley de Leyes como
las consecuencias que se han derivado de su vigencia. Por eso, cuando leo u oigo ciertos comentarios denostando nuestra norma
máxima de convivencia, me pregunto dónde andarían esos agoreros aquella noche
gélida de enero cuando asesinaron a los abogados laboralistas de Atocha o qué
hicieron la noche de los transistores (noche del 23 al 24 de febrero de 1981,
cuando se produjo el fallido intento de golpe de Estado). Ciertamente, ahora es
fácil criticar, pero la realidad de entonces no era nada halagüeña.
Es verdad que la España de 1978 poco o nada tiene
que ver con la de 2015. Ciertamente, eso no es atribuible a la Constitución;
ahora bien, es innegable que esa transformación se ha producido dentro del
marco constitucional.
De hecho, nuestra Constitución, en buena medida, es
la consecuencia de un pacto entre diferentes. Un acuerdo al que llegaron los
representantes de la entonces vieja política: los franquistas, y los
representantes de la nueva: los demócratas.
El hispanista Paul Preston sostiene que nuestra
Constitución “fue la mejor posible en aquellas circunstancias y aunque no fue
modélica ni perfecta. si fue
posibilista”. Realmente, en la Transición se cometieron muchos errores, pero no
deberíamos olvidar que a la muerte de Franco las fuerzas armadas estaban
preparadas para perseguir al enemigo interior y no al exterior. En aquel contexto, el cometido que se
esperaba del nuevo monarca era perpetuar la dictadura. Bien es verdad que ésta,
en algunos aspectos, se había suavizado, pero seguía fusilando, baste recordar las ejecuciones de septiembre
de 1975, dos meses antes de la muerte del dictador. En consecuencia había
miedo.
A priori
desde la izquierda nadie se fiaba de Juan Carlos. Corrían infinidad de chistes
y chascarrillos poniendo en tela de juicio su capacidad. Entre todos ellos,
tuvo especial éxito el del sobrenombre de Juan Carlos “el breve”, por lo poco
que se preveía que durara al frente de la jefatura del Estado. Sin embargo, con
habilidad y mano izquierda, logró sujetar a las fuerzas franquistas, nombró a
Adolfo Suárez presidente del Gobierno y se trenzó un proyecto para cambiar las
leyes fundamentales del régimen sin romper su juramento. De esa forma, salimos de
una dictadura para ir a unas elecciones libres y establecer un sistema
democrático sin grandes algaradas y perfectamente homologable. Eso es un logro que se debe reconocer.
Para analizar con justicia lo sucedido en aquella
época de nuestra historia, debemos conocer el contexto en el que los actores de
entonces debían desenvolverse. Es verdad que había entusiasmo por consolidar
las libertades, pero también había miedo porque se pudieran reproducir
enfrentamientos civiles como sucedió en le pasado. El terrorismo mataba un día
tras otro. Las condiciones económicas y sociales no daban pie a la esperanza:
una inflación del 19,8%, aunque con algo menos de paro que ahora, pero,
también, con menos coberturas y prestaciones y una renta per cápita anual que
no llegaba ni a una cuarta parte de la actual.
Tengo la convicción de que la mayoría de los que
participaron en el debate para redactar una Constitución, tenían más en la
cabeza la construcción de un Estado que la construcción de una nación. Estado
democrático y valores correspondientes: libertad, democracia, garantía de
derechos y justicia. Esos fueron los objetivos que hubieran podido,
perfectamente, figurar en el frontispicio de los numerosos espacios que acogieron
debates sobre el particular.
En aquel entonces, lo nacional no tenía demasiado predicamento,
solía asociarse al Movimiento; quizás a excepción de algún círculo nacionalista
en Euskadi o Cataluña, la identidad nacional era algo no marginal, pero sí secundario.
Por eso, los términos identidad nacional y autonomía no supusieron ningún
obstáculo insalvable ni en la ponencia ni en la comisión constitucional. Más
bien los recelos llegaron desde fuera, pero no pasaron a mayores y se pudieron
mantener los objetivos.
Es verdad que en estos ya treinta y siete años de
vigencia de nuestra Carta Magna han sucedido muchas cosas, la sociedad ha
evolucionado y se precisan cambios. Pero hemos de ser conscientes de que España
tiene un ADN dramático y transcendental. Por eso, los cambios que en otros
lugares se ven como naturales y normales, aquí no lo son.
La crisis económica, la corrupción y el inmovilismo
han resultado letales para el interés general. Se ha roto la cohesión social, así como la
política y la territorial. Estamos viviendo una etapa en la que los ciudadanos
han perdido buena parte de la confianza que habían depositado en la política y
las instituciones. Y eso sucede porque en conjunto no se ha administrado de la
mejor forma posible el legado de los constituyentes.
De todos modos, el problema más grave que tenemos
hoy en día es el territorial. Un asunto que se arrastra desde hace 150 años. Y
en los 3 últimos años ese problema se ha reproducido de forma sustancial en
Cataluña.
En consecuencia, la reforma de la Constitución ya no
puede esperar más. Una reforma integradora, que no un proceso constituyente,
como proponen algunos con pasmosa ligereza, a la vez que descalifican lo que
ellos llaman el “régimen de 78”. Parece más razonable explorar seriamente una
reforma federal, el refuerzo de la protección de los derechos sociales,
reformas en el proceso electoral y hacer del Senado una auténtica Cámara
territorial, suprimiendo de ese modo, su inútil cometido de Cámara de segunda
lectura.
Si de verdad se quiere dar una solución duradera al
problema territorial, hay que buscar un
cauce para los ciudadanos de Cataluña que rechazan la ruptura que proponen los
independentistas, pero tampoco están de acuerdo con el statu quo.
En este contexto, sería muy positivo el
reconocimiento de la singularidad nacional catalana, sin que ello signifique
privilegio alguno. Así como claridad y simplificación competencial, capacidad
normativa fiscal y respeto al principio de ordinalidad, son algunas de las
cuestiones que de manera inexcusable debería
recoger esa reforma constitucional.
En cualquier caso, conviene saber que reformar la
Constitución no es la panacea para todos los males. Ahora bien, es la mejor
manera de desmontar los argumentos de los mangurrinos que pretenden desmantelarlo todo y, a la vez,
la mejor forma de regenerar la democracia. Desde luego, no es poco, pero vale
la pena intentarlo.
Bernardo Fernández
Publicado en Crónica Global 03/12/15