Estos días se cumplen 94 años de la
proclamación de la II República española. El tiempo no perdona y,
lamentablemente, cada vez son menos los testigos que pueden dar fe de aquel
acontecimiento. Un hecho que, de haber evolucionado de manera adecuada, habría
convertido a España en país de referencia del desarrollo social y las políticas
progresistas. Sin embargo, los hechos fueron los que fueron y la respuesta
reaccionaria a aquel advenimiento nos situó durante casi medio siglo en el
furgón de cola de las libertades y las conquistas sociales.
Para entender la llegada de la
II República debemos remontarnos hasta el derrumbe de la dictadura de
Primo de Rivera. El régimen dictatorial, que arrancó en 1921 y duró hasta 1930,
y que como todos los sistemas autocráticos acabó en fracaso. Ante esa
situación, Alfonso XIII intentó devolver el país a un sistema
democrático. En un primer momento, confiaron en el general Dámaso
Berenguer para recuperar la "normalidad" constitucional, pero ya
era tarde. Finalmente Juan Bautista Aznar intentó salvar los muebles
con un gobierno de concentración, pero la suerte estaba echada.
Con la idea de dar una pátina de
tranquilidad a la situación, en febrero de 1931, el ejecutivo monárquico convocó
elecciones municipales para el 12 de abril. Los partidos de la oposición que se
habían unido en el Pacto de San Sebastián les dieron un carácter plebiscitario.
Ganó la conjunción republicano-socialista en 41 de las 50 capitales de
provincia. De ese modo se puso de manifiesto la desafección monárquica. Ante
esa realidad, Alfonso XIII descartó la violencia y marchó al exilio.
De esa forma, el 14 de abril de
1931 se proclamó la Segunda República y un Comité Revolucionario tomó posesión
como Gobierno Provisional. El júbilo en las calles de muchas ciudades españolas
representaba la esperanza en la nueva forma de Estado.
El cambio de régimen tenía enormes
implicaciones. Para Manuel Azaña, el político que mejor la encarnó el espíritu
republicano, “la República devolvía las libertades a los españoles y devolvería
al país la dignidad nacional. “La República venía realmente […] a satisfacer
las exigencias más urgentes del pueblo”. Esperanza, ilusiones, entusiasmo
y grandes expectativas vieron nacer la experiencia democrática más avanzada que
había vivido España.
La República se propuso la tarea
de modernizar España en cuestiones cruciales, pero no logró establecer un
consenso básico sobre el propio régimen político ni satisfizo las expectativas
generadas por el cambio. En sus dificultades influyó la debilidad de la
clase media en un país de fuertes contrastes, con ciudades que se modernizaban
y un atrasado mundo rural. La inestabilidad la agudizaron los problemas
económicos, por el impacto de la crisis del 29 La fuga de capitales y la
rigidez de la patronal agravaron la conflictividad social, sobre todo en
el campo.
En aquellos años, la vida
cotidiana ganó en dinamismo por el clima de liberalización y la mayor
politización, aunque tuvo en ocasiones salidas de tono. Diversas medidas
atenuaron la discriminación femenina y hubo mayor presencia de las mujeres
en la escena pública.
Sin embargo, la Segunda
República no llegó a estabilizarse políticamente. Con un sistema de
partidos muy fragmentado, y frágiles coaliciones. Entre el 14 de abril de 1931
y el 18 de julio de 1936 hubo diecinueve gobiernos distintos, dificultando
una labor política sostenida.
Los problemas estallaron pronto. En
mayo del 31se produjo la quema de iglesias y conventos, una explosión
anticlerical que acentuó los recelos católicos. Abundaron las huelgas, a
veces con resultados sangrientos y muchas impulsadas por los anarquistas,
con mayor fuerza que en cualquier otro país. Su ofensiva no nacía sólo del
malestar social, respondía también a sus concepciones revolucionarias. Pese a
la política reformista del nuevo régimen, aumentó la agitación laboral. El
Gobierno tuvo que recurrir a duras medidas para controlar el orden público,
cuyas alteraciones erosionaron al ejecutivo y desacreditaron al régimen.
En las elecciones de junio a Cortes
Constituyentes, ganaron los republicano-socialistas. En diciembre se
aprobó una Constitución democrática y progresista, pero no fue consensuada: la
derecha no la votó. La “República de trabajadores de toda clase” se configuraba
como un Estado integral, con derechos sociales, expropiación forzosa por
causa de utilidad social, legalización del divorcio, a confesionalidad del
Estado y escuela unificada y laica. Incluyó también el voto de las
mujeres.
El Gobierno diseñó un programa
de reformas para afrontar los problemas militar, agrario, religioso y territorial.
Quería un Ejército profesional y neutral en política, expropiar los latifundios
y dar propiedades a los campesinos, limitar la influencia de la Iglesia y
conceder autonomía a las regiones con lengua y cultura propias donde tenían arraigo
los nacionalismos.
Confiando en el apoyo popular,
republicanos y socialistas acometieron las reformas, cuyos fundamentos legales
habían incorporado a la Constitución. Durante el bienio 1931-1933, Manuel
Azaña, presidente del Gobierno, aligeró el Ejército ofreciendo
retiros con el sueldo íntegro. Se creó un buen número de escuelas y se impulsó
con fuerza la educación, siguiendo los criterios de la Institución Libre de
Enseñanza. La reforma agraria tuvo una elaboración lenta y compleja. Su
ley de bases se aprobó en septiembre de 1932 –a la vez que el Estatuto de
Cataluña– pero resultó excesivamente moderada e incapaz de resolver el
dramático problema campesino del sur.
Estas medidas incrementaron la
conflictividad, por la resistencia a las reformas, especialmente de la Iglesia,
los terratenientes y algunos militares; y por el escaso acierto y agresividad
de algunas políticas, en particular la religiosa. Las tensiones fueron
constantes. La primera sublevación militar fue la de Sanjurjo, en agosto
de 1932.
El desgaste político hizo que, Niceto
Alcalá-Zamora, presidente de la República, convocase elecciones, el 19 de
noviembre de 1933, que se saldaron con una nítida victoria derechista. El
sistema favorecía a las coaliciones y la CEDA obtuvo una mayoría relativa
mientras se desplomaban los partidos republicanos. En el bienio
radical-cedista se desmantelaron las tímidas reformas del período
anterior.
En octubre de 1934, entraron en el
Gobierno tres ministros de la CEDA. Los socialistas convocaron una huelga
general revolucionaria, en algunos lugares apoyados por anarquistas, comunistas
y otros grupos. Era contra la derecha, pero socavaba los cimientos de la
República. Hubo movilizaciones en Madrid, Barcelona y otras ciudades,
pero adoptó la forma de un levantamiento armado en Asturias, donde los
mineros tomaron varios pueblos, implantando una organización
revolucionaria. La represión se confió al general Francisco Franco con
fuerzas traídas de África. Hubo unos 30.000 encarcelados.
La petición de amnistía se convirtió
en un clamor nacional. Durante 1935 se fue perfilando el Frente Popular,
una idea de origen comunista que se había ensayado en Francia: una
coalición electoral de toda la izquierda contra la derecha. Se dotó de un
programa democrático reformista, sin las radicalizaciones que se le
atribuyeron.
En las polarizadas elecciones de
febrero de 1936 se hundieron los partidos de centro y ganó el Frente
Popular por un exiguo margen, que se tradujo en una gran mayoría de
escaños, por las alianzas.
Niceto Alcalá-Zamora fue sustituido
por Manuel Azaña como presidente. La presidencia del Gobierno la asumió
Santiago Casares Quiroga. Tras la amnistía hubo movilizaciones que exigían la
aplicación de las reformas, como la ocupación de tierras. Fueron meses
convulsos, en un clima de tensión y violencia, practicada por anarquistas,
radicales socialistas y extrema derecha. En esas circunstancias, el
pronunciamiento militar, que se preparaba desde marzo, encontró en julio
de 1936, la excusa para el golpe de Estado, cuyo triunfo parcial
desencadenó la Guerra civil.
Hace unos años, un grupo de
historiadores hizo públicos una serie de documentos de la época de la República
y la Guerra Civil española. Entre todos ellos, me llamó poderosamente la
atención el texto de una octavilla de mano, editada en la imprenta Gutenberg de
Guadalajara, el 31 de mayo de 1931, para la que se rogaba la mayor publicidad
posible. En la misma, se enumeraban los mandamientos republicanos, qué eran:
“El primero, amar a la Justicia sobre todas las cosas; el segundo, rendir culto
a la Dignidad; el tercero, vivir con honestidad; el cuarto, intervenir
rectamente en la vida política; el quinto, cultivar la inteligencia; el sexto,
propagar la instrucción; el séptimo, trabajar; el octavo, ahorrar; el noveno,
proteger al débil; el décimo, no procurar el beneficio propio a costa del
perjuicio ajeno”. Estos mandamientos se
resumen en una especie de epílogo que dice: “Quien ama la justicia sobre todas
las cosas no hace daño a nadie; respeta los derechos ajenos y hace respetar los
propios. Quien rinde culto a la dignidad, se lo rinde a la libertad y la
igualdad; ni avasalla a nadie, ni por nada se deja avasallar; ni reconoce
primacías innatas, ni acata privilegios infundados”. En mi opinión, una
octavilla sencillamente fantástica y de plena vigencia.
Por desgracia, la II República acabó
siendo una esperanza frustrada. Además de sufrir los recelos de la derecha, le
habían faltado lealtades desde la izquierda –de los anarquistas y de quienes
quisieron superarla por la vía revolucionaria–, pero los responsables de su final
fueron quienes se levantaron en armas contra la democracia.
Bernardo Fernández
Publicado en Catalunya Press
14/04/2025
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