Parece que fue ayer, pero se van a cumplir 40 años
desde que aprobamos la Constitución. En mi opinión es un buen momento para
hacer un balance, aunque sea limitado, de lo que ha sido nuestra historia
reciente e intentar predecir lo que puede ser nuestro futuro más o menos
inmediato.
Para empezar, no podemos olvidar que hace 40 años
veníamos de una negra dictadura, que el dictador murió en la cama y, por lo
tanto, sus acólitos conservaban todos los resortes del poder. Además, no eran
pocos los que tenían la voluntad de perpetuar a Franco y perpetuarse.
Pues bien, con aquellos mimbres se hicieron estos
cestos. Esa Carta Magna, como toda obra humana, tiene luces y sombras y sin
duda es perfectible. Esa Constitución ha sido el instrumento que nos ha
permitido pasar de la dictadura a la democracia y, después, ha sido el eje
vertebrador que ha hecho posible la etapa más prolongada de paz y progreso en
nuestro país.
No obstante, de un tiempo para acá, se ha puesto de
moda en algunos círculos de opinión criticar y minusvalorar tanto esa Ley de
Leyes como las consecuencias que se han derivado de su vigencia. Por eso, cuando leo u oigo ciertos
comentarios denostando nuestra norma máxima de convivencia, me pregunto dónde
andarían esos agoreros aquella noche gélida de enero cuando asesinaron a los
abogados laboralistas de Atocha o qué hicieron la noche de los transistores
(noche del 23 al 24 de febrero de 1981, cuando se produjo el fallido intento de
golpe de Estado). Ahora es fácil criticar, pero la realidad de entonces no era nada
halagüeña.
Es verdad que la España de 1978 poco o nada tiene
que ver con la de 2018. Ciertamente, eso no es atribuible a la Constitución,
pero es innegable que esa transformación se ha producido dentro del marco
constitucional.
De hecho, nuestra Constitución, en buena medida, es
la consecuencia de un pacto entre diferentes. Un acuerdo al que llegaron los
representantes de la entonces vieja política: los franquistas, y los
representantes de la nueva: los demócratas.
Para analizar con justicia lo sucedido en aquella
época debemos conocer el contexto en el que los actores de entonces debían
desenvolverse. Es verdad que había entusiasmo por consolidar las libertades,
pero también había miedo porque se pudieran reproducir enfrentamientos civiles
como sucedió en le pasado. El terrorismo mataba un día tras otro. Las
condiciones económicas y sociales no daban pie a la esperanza: una inflación del
19,8%, aunque con algo menos de paro que ahora, pero, también, con menos
coberturas y prestaciones y una renta per cápita anual que no llegaba ni a una
cuarta parte de la actual.
Tengo la convicción de que la mayoría de los que
participaron en el debate para redactar una Constitución, tenían más en la
cabeza la construcción de un Estado que la construcción de una nación. Estado
democrático y valores correspondientes: libertad, democracia, garantía de
derechos y justicia. Esos fueron los objetivos que hubieran podido,
perfectamente, figurar en el frontispicio de los numerosos espacios que
acogieron debates sobre el particular.
En aquel entonces, lo nacional no tenía demasiado predicamento,
solía asociarse al Movimiento; quizás a excepción de algún círculo nacionalista
en Euskadi o Cataluña, la identidad nacional era algo no marginal, pero sí
secundario. Por eso, los términos identidad nacional y autonomía no supusieron
ningún obstáculo insalvable ni en la ponencia ni en la comisión constitucional.
Más bien los recelos llegaron desde fuera, pero no pasaron a mayores y se pudieron
mantener los objetivos.
Es verdad que en estos 40 años de vigencia de
nuestra Carta Magna han sucedido muchas cosas, la sociedad ha evolucionado y se
precisan cambios. Pero hemos de ser conscientes de que España tiene un ADN
dramático y transcendental. Por eso, los cambios que en otros lugares se ven
como naturales y normales, aquí no lo son.
La crisis económica, la corrupción y el inmovilismo
han resultado letales para el interés general. Estamos viviendo una etapa en la que los
ciudadanos han perdido buena parte de la confianza que habían depositado en la
política y las instituciones. Y eso sucede porque en conjunto no se ha
administrado de la mejor forma posible el legado de los constituyentes.
De todos modos, el problema más grave que tenemos
hoy en día es el territorial. Un asunto que se arrastra desde hace 150 años. Y
en los 6 últimos años ese problema se ha reproducido de forma sustancial en
Cataluña.
En consecuencia, la reforma de la Constitución no
puede esperar mucho más. Preciamos una reforma integradora, que no un proceso
constituyente, como proponen algunos con pasmosa ligereza, a la vez que
descalifican lo que ellos llaman el “régimen del 78”.
Lo más razonable sería explorar una reforma federal,
el refuerzo de la protección de los derechos sociales, una reforma del proceso
electoral y hacer del Senado una auténtica Cámara territorial, suprimiendo de
ese modo, su innecesario cometido de Cámara de segunda lectura.
Si de verdad se quiere dar una solución duradera al
problema territorial, hay que buscar un cauce para los ciudadanos de Cataluña
que rechazan la ruptura que proponen los independentistas, pero tampoco están
de acuerdo con el statu quo.
En este contexto, sería muy positivo el
reconocimiento de la singularidad nacional catalana, sin que ello signifique
privilegio alguno. Así como claridad y simplificación competencial, capacidad
normativa fiscal y respeto al principio de ordinalidad, son algunas de las
cuestiones que de manera inexcusable debería recoger esa reforma
constitucional.
De todos modos, hemos de saber que reformar la
Constitución no es la panacea para todos los males. Ahora bien, es la mejor
manera de desmontar los argumentos de aquellos que pretenden desmantelarlo todo.
Además, es, la mejor forma de regenerar la democracia. Desde luego, no es poco,
pero vale la pena intentarlo.
Bernardo Fernández
Publicado en El catalán 26/11/18