Vista desde la lejanía Barcelona puede parecer la
ciudad ideal. Un clima templado de inviernos suaves y cálidos veranos, ni
grande ni pequeña, una gastronomía exquisita, una gran belleza urbana y una
arquitectura modernista que es admirada en todo el mundo. Estos son los
atributos que, entre otros, hacen de la ciudad uno de los principales polos de
atracción mundial.
A día de hoy, Barcelona es una ciudad mestiza (sólo
en el distrito de Ciutat Vella hay más
50 nacionalidades distintas), de más de 1,5 millones de habitantes que vertebra
un área metropolitana de 5, en una Cataluña de 7,5 millones de almas.
Ciertamente, la relación entre Barcelona y Cataluña nunca fue fácil, las
desconfianzas y recelos mutuos han existido desde siempre. También justo es
reconocer aquí el empeño que puso en ello Jordi Pujol en agrandar esa herida
porque facilitaba sus intereses. A modo de ejemplo baste con recordar la
supresión de la entonces embrionaria Área Metropolitana de Barcelona por
presuponer que sería un posible contrapoder.
Para comprender Barcelona, hay que conocer algo de
su historia, al menos de los últimos 100 años. La ciudad incendiaria de 1909 y
los motivos que llevaron a la Semana Trágica. La Barcelona frívola y canallesca
de la primera Guerra Mundial. La ciudad ácrata. Después la Barcelona famélica y
una de las cunas del estraperlo de los años cuarenta. La ciudad sucia y gris
del alcalde Porcioles. Más tarde, en los
años setenta, la urbe repleta de pintores, literatos y músicos, hasta llegar a la Barcelona que en
1992 se convierte en la gran ciudad olímpica que se proyecta al mundo.
Desde entonces, la urbe ha experimentado grandes
transformaciones: se abrió al mar, ha puesto en valor buena parte de sus
fachadas, ha llenado las calles de turistas, de motos y después de bicicletas.
Dice proteger el comercio tradicional, pero las políticas municipales no dejan
de machacar al tendero de siempre. Simultáneamente, está viviendo una gran metamorfosis, las
desigualdades han crecido de forma exponencial y lo peor: no se ve que esa
tendencia vaya a amainar, todo lo contrario. El alcalde de los últimos cuatro
años o está desaparecido o cuando aparece se pone al servicio de los grandes y poderosos,
como es el caso de la reforma de la Diagonal o la Marina del Port Vell, y
mientras, según informes del propio ayuntamiento, las desigualdades siguen
creciendo en la ciudad. Así por ejemplo: las personas que viven en el distrito
más rico (Sarrià-Sant Gervasi) disponen
de una renta más de tres veces superior a la que disponen los que viven en Nou
Barris, el distrito más pobre. Es decir, si la base es 100, la disponibilidad
en Sarrià es de 185,5, mientras que en Nou Barris la renta disponible está en
el 65,24. Por su parte, las estadísticas del departamento de salud nos dicen
que aquellos que viven en las zonas más pobres tienen una esperanza de vida
inferior en 8-10 años a los que viven en zonas acaudaladas.
La Barcelona de éxito, de los grandes eventos como
las carreras de Fórmula uno o el
congreso de telefonía móvil, coexiste con la Barcelona marginal, paupérrima y
desarraigada que la oficialidad silencia.
Ante esta situación, la pregunta es obvia: ¿qué hace
el ayuntamiento de la ciudad para mitigar esta situación de desigualdad? La
respuesta, lamentablemente, también lo es: nada.
Es verdad que ese estado de cosas no es una
consecuencia exclusiva de las políticas
del consistorio. Ahí juegan diversos factores. Algunos de los cambios
legislativos introducidos con la crisis como excusa, han contribuido a acentuar esos
desequilibrios. La reforma laboral, sin
ir más lejos, no sólo no ha reducido la dualidad del mercado laboral, sino que
ha aumentado la precariedad y la temporalidad, y esa situación se ensaña de
manera especial en las zonas más deprimidas.
También la oferta turística de la ciudad que,
convenientemente tratada, puede resultar algo muy positivo para cualquier
lugar, aquí se ha convertido en un monocultivo que ofrece ocupación temporal a
sueldos bajos y lo peor: es una burbuja que en cualquier momento puede estallar,
como sucedió con otras de infausto recuerdo.
Por otra parte, se han dejado de visualizar los
potentísimos lazos que ligaban a la ciudad con la cultura en castellano, la
cultura española y la latinoamericana en general. La Barcelona institucional se
empeña en ocultar una realidad que nos debería enorgullecer y se debería potenciar, pero, a día de hoy,
todo lo que no sea de la “ceba” parece que no existe.
Con este panorama de fondo, dentro de pocas semanas seremos
llamados a las urnas, entonces podremos decidir quién va regir el futuro de la ciudad en los próximos cuatro
años. Tendremos, básicamente, tres
opciones: votar a aquellos que están llevando el carro por el pedregal.
Arriesgarnos a aventuras con gente que quizás tenga buenas intenciones, pero
que carecen de las mínimas credenciales y experiencia exigibles para gestionar
algo tan complejo como el Ayuntamiento de Barcelona. O, por el contrario, apostar por aquellos que desde la socialdemocracia,
y pensando en una ciudad inclusiva, han hecho, de la justicia social, la
igualdad de oportunidades y el Estado del bienestar, el eje vertebrador de sus
políticas. No hay mucho más donde escoger.
Bernardo Fernández
Publicado en
Crónica Global 12/04/15