14 d’agost 2024

EL GRAN DISPARATE Capítulo, 2

 

Capítulo 2

Inés ha terminado de desayunar. Es una mujer de mediana edad de muy buen ver; cabellos castaños recogidos con una goma en la nuca para que no molesten, ojos almendrados oscuros bajo unas cejas bien perfiladas, pómulos coloreados y nariz de perfil griego sobre unos labios carnosos y bien dibujados. Como cada mañana se ha comido una rebanada de pan de payés tostado con un chorro de aceite y un café con leche. Pero hoy es sábado y la diferencia con los otros días es que no tiene prisa. Por eso se permite el lujo de sentarse en la mesa de la cocina, coger algún periódico atrasado y echarle un vistazo. En ocasiones se lee algún artículo que le parece interesante. En cambio, los días de cada día, como tiene que ir a trabajar, hace varias cosas a la vez: desayuna su rebanada de pan con aceite, pero, además, o prepara la bolsa de basura para llevársela y echarla al contenedor camino del trabajo o pone el lavavajillas o la lavadora, incluso hay días que lo hace toda y encima se toma su café con leche.

Una vez que ha terminado su refrigerio matutino, lo recoge todo, se pone una chaqueta fina, va a buscar el carrito de la compra que tiene en la galería y sale, pero antes le dice a Santi, su marido, que está en el baño:

─Me voy a comprar al mercado. Tú hoy tienes almuerzo, ¿verdad?

─Sí, cariño.

─Vale, pues cuando venga de la compra lo dejo todo y me voy hasta la calle Mayor que quiero ver unos manteles para Navidad.

─ ¿Ya estás pensando en las Fiestas? ─dice Santi un poco asombrado.

─Tú déjame hacer a mí, que yo sé lo que me hago. Ah, por cierto, recuerda que mañana vienen a comer Natalia y Roger y el otro día fue el cumpleaños del chaval y tendríamos que regalarle algo.

─Vale, vale. Si no digo nada, pero me sorprende que en septiembre ya andes planificando para dentro de tres meses. Pues ya que vas de compras, cómprale algo al yerno.

─Hum, no está mal pensado. Bueno, ya veré. Venga. Un beso. Nos vemos luego ─responde Inés.

Llega a la calle y se dirige al mercado. Allí empieza a haber un cierto bullicio con la gente que viene y va. Entra y decidida se va a la parada de la fruta y las verduras, coge número y ve que está esperando Nuria.

Nuria es la mujer de Jordi, otro de los miembros de la Peña.  Inés y Nuria, mes arriba o abajo, son de la misma edad. Al contrario de Inés, Nuria está seca como un clavo y se tiñe el pelo de caoba rojizo; eso le da un cierto aire juvenil. Las cejas negras esconden unos ojos pequeños poco expresivos, sin embargo, la nariz chata y respingona le da a la cara un aire simpático.

Tiempo atrás las dos parejas (Nuria, Jordi, Santi y ella, Inés) habían sido muy buenos amigos. En más de una ocasión salieron juntos a cenar e incluso habían visto, los cuatro juntos, partidos del Barça, cuando eso de tener un canal de pago para ver el fútbol era casi un lujo asiático, Jordi y Nuria estaban abonados a un canal de TV.  Además, tenían hijos de edades similares a los de Santi e Inés. Uno era Roger, el actual compañero de Natalia, hija de Inés.  Durante unos años fueron dos familias muy unidas, pero el tiempo y determinadas circunstancias terminaron enfriando la relación, aunque, como unos y otros, son gente educada nunca han dejado de saludarse y mantener las apariencias.

Inés toca en el hombre suavemente a su amiga:

─ ¡Hola!

─ ¡Que sorpresa, Inés! ahora hacía mucho que no nos veíamos ─dice Nuria al girarse algo desconcertada, mientras se acerca a su amiga para darle un beso.

─Sí, hija, sí, y que lo digas. Cada vez estamos más liados entre unas cosas y otras…, bueno, la verdad es que el mes pasado con las vacaciones estuvimos unos días por ahí…, y vosotros, ¿qué?

─Ya ves, ¿qué quieres que te diga? Como siempre, trabajando, trabajando y…, trabajando. Te dejo que ya me toca. A ver si nos vemos un día y nos vamos ni que sea a merendar y charlamos un buen rato que mira ellos se van al bar a almorzar y allí se desahogan de todo.

─Sí, eso es verdad. Pues venga a ver si quedamos un día. «Lo tiene claro esta como crea que las dos vamos a ir en comandita a tomarnos unos churros con chocolate…, ni un cortado, estaría bueno a estas alturas» ─se dice para sí Inés, mientras espera su turno para comprar sus verduras y su fruta.

 

Sorteando al personal que va de parada en parada, pasa, a buen ritmo, camino del bar de Fernando el conserje de la Generalitat, Pere, «los callos no esperan», piensa el funcionario; un hombre medio calvo, bajito pero machucho, que lleva unas gafas con unos cristales que parecen culos de botella y que luce un bigotito de los años cuarenta. Sale a la calle y enfila decidido la cuesta. Llega a la puerta del establecimiento, y mientras resopla se encuentra con Sebastián que llega en ese momento. Los dos hombres se dan un apretón de manos y unos golpecitos en la espalda que tienen más de protocolario que de sinceridad emotiva.

─Ya era hora que te dejaras ver por aquí ─dice Pere.

─Lo mismo digo que eres muy caro de ver ─contesta Sebastián ─, con las vacaciones y unas cosas y otras voy de cráneo.

─Anda, anda, no te quejes que no será para tanto.

─No, no es broma, no. Los de arriba están planeando un ERE y quieren echar a un montón de gente a la calle y como yo soy delegado, me tienen frito a reuniones.

─ ¡Joder! No sabía nada ─dice Pere.

─Sí, chico, sí. La cuestión es no estar nunca tranquilos. Si no es por una cosa es por otra. Vosotros también estáis divertidos estos días, ¿verdad?

─No me hables, no me hables, que tenemos una merdé allí que no hay quien se aclare. Cualquier día se presenta la Guardia Civil o el Ejército y se llevan unos cuantos por delante.

─ ¡Ala! Mira que llegas a ser exagerado ─dice Sebastián.

─No creas que exagero, que no. La cosa está que arde. No sé si vendrá el Ejercito, la Guardia Civil o la madre que parió a Panete, pero te aseguro que la cosa está…, uf, fea, fea, en cualquier momento pueden empezar a volar cuchillos allí dentro. Un día con calma ya te explicaré, pero ahora vamos a comer callos que sólo de pensarlo se me hace la boca agua —comenta Pere, a la vez que ríe para jalear su ocurrencia.

Pere cultiva dos grandes aficiones. Una es hacer puzles. Tiene toda la casa llena de rompecabezas, su mujer ya no sabe qué hacer ni con los desmontables ni con su marido. La otra gran pasión es pescar. Tiene una segunda residencia en Creixell, un pueblo costero a pocos quilómetros de Tarragona, y allí se escapa cada vez que puede. En cuanto llega coge la caña y la caja donde guarda todos los utensilios necesarios para pescar y con la bicicleta se va hasta unas rocas, en las que se pasa las horas pesca que te pesca…, o por lo menos lo intenta. Tiempo atrás tuvo una barca y, entonces, salía bien de mañana y se pasaba las horas pescando mar adentro, pero con la crisis se lo tuvo que replantear y se deshizo de la embarcación con la que surcaba los mares.

Los dos hombres entran en el bar de manera simultánea.

Dentro ya hay varios comensales sentados a la mesa esperando el manjar que ha preparado Fernando. Entre ellos Santi que charla amigablemente con el resto. En cuanto ve a Sebastián pega la hebra con él porque es un hombre con un buen bagaje cultural, lector empedernido, empleado de banca que ya no se altera por casi nada y que espera paciente que le llegue su hora de jubilarse.

El bar está a tope. Además de los integrantes de la Peña que se preparan para dar buena cuenta de los callos, las otras mesas, unas ocho o diez, están llenas y en la barra cinco o seis personas más hacen que Ángela diga entre dientes, mientras sirve un café con leche y un cruasán a un cliente: «tendríamos que poner el cartel de completo». El hombre se la mira con cara de no entender nada.

─Venga, nos vamos sentando ─dice Hipólito, subiendo un poco el tono de voz para que todos le oigan.

─Me parece que aún falta alguno. ─contesta una voz no identificada desde muy cerca de la puerta.

─Pues al que no esté que le den ─responde Pere─ que estas cosas no esperan.

Mientras ocurre esta especie de conversación, los comensales van ocupando las sillas que hay colocadas entorno a la mesa.

Fernando, que está a la puerta de la cocina con un codo apoyado en la barra no dice ni pío, pero está atento a todo lo que sucede. Cuando comprueba que ya están todos sentados, observa que queda alguna silla vacía. Entonces interviene:

─Pero faltan algunos por venir, ¿no?

─Oye, no perdamos el tiempo ─replica Guzmán─. Aquí todos somos mayorcitos, la hora es la hora, los que no han venido, ellos se lo pierden. Si sobra se lo pones un táper y que se lo lleven.

─Sí, hombre que te crees tú que va a sobrar, yo vengo con un hambre de lobo ─responde José que se ha sentado en la silla que hay más al fondo del local presidiendo la mesa.

─Empezamos, ¿pues? ─pregunta Fernando

─Ya estás tardando ─dice Guzmán con sorna.

─A qué esperas ─replica otro.

─No perdamos el tiempo ─contesta otra voz no identificada.

Fernando se da media vuelta y saca de un botellero, que tiene en el pasillo que lleva al almacén y a los servicios, dos botellas de Rioja, crianza de la bodega Marqués de Cáceres y las coloca en la mesa. Del bolsillo trasero del pantalón se extrae un sacacorchos y con suma habilidad las abre.

─ ¿Sirvo? ─pregunta Fernando

─No pierdas el tiempo, anda, tráete los callos a ver si se van a pasar ─le contesta Pere, mientras sonríe─, ya nos servimos nosotros.

Guzmán coge una de las botellas y empieza a repartir vino en las copas, esta queda prácticamente vacía cuando acaba.

─Camarero, otra, que estamos secos ─reclama Guzmán levantando el tono de voz, pero de forma nada seria.

─No seas tan rápido hombre de Dios que aquí hay otra ─le dice Pere señalando la otra botella.

─Anda, la hostia, no me había dado cuenta. Bueno, es igual; de todas maneras, también nos la vamos a beber. ─responde Guzmán un poco intimidado al comprender su error.

Entorno a la mesa hay un murmullo generalizado. Cada uno habla con el comensal que tiene a su lado.

A los pocos instantes, vuelve Fernando con una impresionante cazuela de callos.

─Cuidado que quema ─dice el cocinero-camarero.

Y deposita el manjar en el centro de la mesa.

─Pasadme platos que os voy sirviendo. Si alguien quiere tengo tortilla de patatas ─cuando Fernando ha terminado de servir, añade─, me los llevo para que no se enfríen, los pondré encima de la parrilla para que mantengan el calor. Que aproveche.

─Gracias ─contestan los de la Peña de forma coral.

En la mesa se hace un silencio casi sepulcral. Todos los comensales están ocupados en dar buena cuenta de los callos de Fernando.

─Están cojonudos ─masculla Enric con la boca llena.

─Y que los digas ─replica Hipólito sin dejar de mojar pan en la salsa.

─ ¿Alguien me pasa el vino? ─pregunta Víctor que quizás es el único que bebe más que come.

José alarga el brazo y le pasa la otra botella del Marqués de Cáceres.

Mientras los colegas de la Peña se dan su festín sabatino, el resto del bar sigue a su ritmo. Algunas mesas ya se han llenado por segunda vez. En una de ellas un matrimonio ya metido en años, pero de buen ver, se acaban de sentar. Ángela se acerca y con una sonrisa un poco forzada pregunta:

─ ¿Qué vamos a hacer hoy?

─Veo que tenéis tortilla recién hecha.

─Sí ─responde Ángela, aunque no es cierto porque Fernando la dejó hecha el día anterior.

─Pues mira, me pones un trozo, unas rebanadas de pan con tomate y un poquito de vino con gaseosa.

─Y, ¿tú?

─Pues yo como siempre, un bocata de jamón serrano y un vaso de vino ─contesta el hombre.

─No se hable más. Vamos allá ─replica Ángela tras apuntar el pedido en una mini libreta que lleva en un bolsillo del delantal, y marcha hacia el interior de la barra.

Un cliente acodado en la barra le pide una jarra de cerveza y un bocata de fuet. Otro un Donut y un cortado…, ese es el ritmo habitual de cualquier sábado hasta casi las doce del mediodía, después el ritmo baja de forma lenta, pero constante y a eso de la dos y media o tres menos cuarto ya no queda nadie en el bar. Entonces, es cuando Fernando empezará a recoger y Ángela pasará la escoba, fregará y, si no viene ningún pesado a dar la brasa, a eso de las cuatro Fernando estará de fin de semana. Sin descartar que, a última hora de la tarde o el domingo por la mañana, se vaya al Mercadona que hay en el centro comercial L’Ànec Blau de Castelldefels a reponer existencias, cosa que hace sino cada semana, casi.

Pero antes de que llegue todo eso a Fernando y a Ángela les queda mucha tela que cortar. O sea, mucho cliente que atender.

Los de la Peña ya han dado buena cuenta de los callos, no han dejado nada. Bueno, para ser sinceros, han apartado una ración para que se la coma Fernando a la salud de ellos. Nadie del grupo ha comido tortilla, pero ha quedado tiritando, solo queda una ración en la bandeja del mostrador que casi seguro caerá antes del mediodía. Ángela empieza a retirar platos y dice para sí « ¡qué barbaridad parece que haya pasado la marabunta!».

─Bueno, ¿cómo ha ido la cosa? ─pregunta Fernando que ha salido de la cocina secándose las manos en el mandil.

─Cojonudo.

─Fantástico.

─Buenísimos.

─Insuperable.

 

Así, uno tras otro los comensales del banquete agradecen y felicitan a Fernando por su trabajo.

Se acerca Ángela que por el rabillo del ojo estaba controlando la situación y les pregunta:

─ ¿Cafés?

─Hombre, eso no puede faltar —dice Santi

─Pues vamos a ver: ¿solos?, ¿cortados?, ¿carajillos? ─Ángela ha sacado su mini libreta del bolsillo y ha empezado a apuntar.

─Para mí que sea carajillo de ron con el café descafeinado dice José. Ah, y, de paso, tráete una botella de orujo de hierbas bien fresquito.

─Y la de orujo blanco que a mí las mariconadas no me van —─remacha Víctor, soltando una sonora carcajada.

Nadie le sigue la broma, pero da igual, todos está contentos.

«Hay que ver como tragan estos tíos», se dice Ángela, mientras va hacia la cafetera a preparar el pedido.

─Bueno señores, mientras nos traen los cafeses hablemos de cosas importantes: tengo una duda existencial, antes se lo he comentado a Fernando, ¿por qué decimos a nuestras comilonas almuerzos, si en toda España dicen desayunos? ─pregunta José.

Por unos instantes se hace el silencio en la mesa que hasta ahora todo había sido fiesta y buen humor

─Hombre, yo creo que a nosotros eso nos ha de importar un pimiento. Lo que cuenta es que nos lo pasamos pipa y comemos de coña…, si alguien lo quiere llamar merienda…, pues que lo llame; como dijo no sé quién, el nombre no hace la cosa ─responde Víctor con cierto aire filosófico.

El grupo de comilones se alinea con Víctor con una risotada general. Desde el fondo del local, una voz no identificada dice:

Sí, señor. Tienes toda la razón. Venga, José sigue con tu discurso.

Sigo: vamos a seguir haciendo la primitiva?  ─interpela José al resto de comensales.,

─ ¡Hombre! Eso ni se pregunta que yo estoy esperando que nos toque la primi para jubilarme ─replica, en tono cordial, Enric.

Todos ellos, de forma más o menos expresiva responden de manera afirmativa. Quizás el único reacio es Víctor que comenta:

─Pues no sé qué decir, total… para lo que nos toca…

Por un instante se hace el silencio.

─Oye, obligación no hay ninguna ─le responde Hipólito, rompiendo la incertidumbre que se había creado─ si no quieres jugar, no juegues. Obligación, repito, no hay ninguna. Jugamos los demás y tan amigos.

─Si eso ya lo sé, pero no es eso, coño, no es eso… Bueno, venga, va ─responde Víctor con cierto desdén─, apúntame.

─Hecho ─contesta Enric.

─Entonces siguen en vigor las reglas del año pasado: cinco euros por cabeza, se cierra el jueves por la tarde y yo voy a hacer la apuesta el viernes para hacernos ricos el sábado. El boleto lo guardo yo y le doy una copia a Fernando para que se la enseñe a quien la quiera ver ─dice Hipólito.

A todo esto, Ángela ha dejado sobre la mesa un par de botellas, una de orujo blanco, otra de orujo de hierbas y unos vasos de chupito que ha sacado del congelador, mientras va sirviendo los cafés, a la vez que pregunta a cada uno lo que había pedido.

─Nena, tú vales mucho ─dice Hipólito, mientras coge la botella de orujo de hierbas por su cuenta, un vaso pequeño lo llena y dice: ─ ¿Alguien quiere? ─ante el silencio del resto se lo mete entre pecho y espalda.

Ángela se lo mira, pero no dice nada.

 Soberbio ─remacha Hipólito, mientras mira el vaso medio embobado.

Ahora el banquete está en su punto de efervescencia: han comido y bebido bien, siguen bebiendo, aunque sin exageración y, en la calle, hace un día estupendo, ¿se puede pedir más? Sí, se debería poder pedir más, mucho más porque, aunque nadie ha dicho nada; pero hay algo en el ambiente que se puede cortar. Y ese algo, no es otra cosa que la situación política que se está viviendo en Cataluña. Nadie lo comenta, nadie se explaya y eso que ganas no faltan, pero aquí se conocen todos, y saben que, por menos y nada, puede saltar la chispa que encienda la hoguera y no es el caso. No vale la pena, al menos, de momento.

 

 

 

 

 

DEMOCRACIAS EN RETROCESO

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