Capítulo
1
Fernando Valverde ha pasado el mocho y termina de subir la
persiana que había dejado a media altura cuando entró. De forma mecánica va
bajando las sillas que la noche anterior habían quedado sobre las mesas, y
coloca cada una en su sitio: cuatro en las mesas dobles y dos en las pequeñas.
Al fondo del local, entre dos columnas y la pared, ha montado, con un tablero,
una mesa larga con doce sillas. Hoy es sábado y vienen a almorzar los de la
Peña. Aún es pronto, no pasan ni diez minutos de las ocho, pero a Fernando le
gusta hacer las cosas con calma y bien, para que cuando llegue la clientela
todo esté a punto.
Por eso,
ayer se quedó hasta más tarde de lo habitual, cocinando el almuerzo de esta
mañana. Preparó un buen perolo de callos, les puso un punto de picante que
consigue con una guindilla que le traen de Extremadura. De todas maneras, en
previsión, por si alguno de los comensales no quiere o no puede comer callos,
también hizo una buena tortilla de patatas con cebolla, y así todos contentos.
De lo que está seguro, Fernando, es que lo que no se coman los de la Peña se lo
comerán otros clientes, si no el mismo día, el lunes. Desde luego tirar, no va
a tirar nada.
Tras
colocar el mobiliario de forma adecuada, Fernando sigue con su tarea, no para,
cuando no es una cosa es otra…, y cuando no, la siguiente, pero siempre está
haciendo algo. En lo único que se entretiene un poco es en mirar si le ha
tocado la lotería. Eso lo hace en cuanto le llegan los dos periódicos a los que
está suscrito.
Desde que
se licenció del servicio militar, de eso hace ya una eternidad, siempre se ha
dedicado a la restauración. Se estrenó como camarero en un bar en Logroño, su
tierra natal, pero al poco tiempo decidió venirse a Barcelona. Aquí probó
fortuna en dos o tres cosas distintas, pero enseguida comprendió que lo suyo
era la restauración. Empezó a trabajar en un bar y, al poco tiempo, le salió la
oportunidad de cogerlo en traspaso porque el dueño se jubilaba, y así ha
seguido hasta hoy. Aunque ha cambiado varias veces de local siempre ha estado
entre fogones, parrillas, sartenes y detrás de un mostrador, parece que es su
destino
Fernando anda sobre los sesenta años,
lleva el pelo cortado a cepillo, tiene la frente ancha y despejada, los ojos
marrones poco expresivos, un poco cejijunto y la nariz ligeramente chata,
orejas de soplillo y unos labios finos que esconden unos dientes irregulares. Utiliza
un delantal, siempre oscuro, para preservar la vestimenta, aunque en realidad
le sirve para disimular su incipiente barriga cervecera. Todo eso hace que
transmita una imagen de tipo apacible que está a la vuelta de muchas cosas.
El mundo
de Fernando empieza y acaba en su bar. Tiene una hija fruto de un mal
matrimonio tardío y breve. Ella es la luz de sus ojos. Padre e hija tienen muy buena relación, pero
la chica ya anda por los dieciocho años y vive con su madre en un pueblo de la
Cataluña profunda, cerca de Berga y como a todos los jóvenes le gusta ir a la
suya. Cuando viene a Barcelona a Fernando se le abren las carnes y si alguna
vez la niña le pide algo, ella sabe que lo tiene concedido de antemano.
Es
propietario de un piso que está situado en la calle Verdi, la misma calle del
bar; no hay ni cinco minutos andando, entre un sitio y otro. Pero él prefiere
irse a dormir a casa de su hermana, que vive en la calle Padilla, algo lejos de
dónde está el negocio. Tiene dos plazas de parquin, una de compra, junto al
mercado próximo al bar y otra alquilada en el mismo edificio en el que vive su
hermana. Por eso, cada día ha de coger el coche para ir y venir del trabajo.
Dice que «eso le distrae y así se
entretiene». El piso que tiene cerca del bar lo reserva por si algún día su
hija viene y se quiere quedar.
El cielo está azul y sin nubes, aunque la mañana aún está
un poco fresca, se anuncia un día espléndido, con el ambiente típico del final
del verano: caluroso y un poco húmedo, pero soportable.
La calle
está tranquila todavía. Es sábado y la gente se lo toma con calma. Al bar de
Fernando ya ha entrado algún que otro parroquiano, pero nada comparable a la
marcha que hay los días de cada día. También se ha visto pasar a alguna que
otra mujer, y algún hombre, camino del mercado, que está a poco más de un centenar
de metros del bar. Casi todas las personas que han pasado son ya de una cierta
edad. Parece que, a los más jóvenes les cuesta más levantarse y dejan lo de ir
a comprar para última hora de la mañana y, a menudo, esa tarea le corresponde
al hombre de la pareja, ellas se quedan en casa haciendo otras labores, porque
en una casa siempre hay algo que hacer y es necesario repartir el trabajo.
─ ¿Qué, ya
lo tienes todo preparado? Ya sabes que a esa tropa no le gusta esperar. Y
después de casi tres meses de ayuno vendrán muertos de hambre ─le dice José a
Fernando, uno de los miembros de la Peña y cliente habitual.
─Que exagerado eres ─contesta Fernando─,
el almuerzo ya está preparado, pero no vendrán tan hambrientos como tú te
crees. Los que se han ido al pueblo habrán comido bien allí, con los suyos… y
los otros, bueno…, hambre no habrán pasado. Vamos, digo yo…
─Bah, ya
veremos ─responde José risueño─. De todas maneras, hemos de aclarar lo de
almuerzo porque por ahí todo el mundo dice desayuno…
─Pero aquí
se dice almuerzo, y estamos en Cataluña.
─Eso es verdad…, y el nombre no hace la
cosa ─remata José─. De momento, me voy al mercado a encargar unas cosas que me
ha dicho la parienta, porque mañana vienen a comer a casa mi hijo y mi nuera
con los nietos. Lo recogeré cuando acabemos de aquí, pero que me lo vayan
preparando y así no tengo que hacer cola. En diez minutos vuelvo.
José tiene
setenta y muchos años, pero se mantiene bien y aunque el pelo blanco le hace un
poco más mayor de lo que es, se cuida y mantiene un buen físico. Sale y enfila
la calle en dirección al mercado. Cuando ha andado una cincuentena de pasos se
encuentra con Víctor, un tipo seco, escuálido, mal afeitado y no mejor vestido,
que sube la cuesta que hace la calle en dirección al bar.
─Hombre
mira quien hay por aquí ─dice José.
─Mira
quien fue a hablar. Ya he visto que has salido del bar. Seguro que has metido
la nariz en la olla, si te conoceré yo a ti ─dice Víctor en broma.
─Sabes que
soy una persona educada y respetuosa y nunca haría una cosa así ─le contesta
José con aire jocoso.
Víctor le
mira y sonríe
─ ¡Qué
grande eres!
─ ¡Coño! Y
tan grande que soy, tengo un montón de años…, y aquí me ves que parezco un
chaval… Bueno, si no entramos en detalles —responde José soltando una
carcajada—. Oye voy a hacer unos
encargos a la plaza y no tardo.
─Vale, yo
voy pasando. Nos vemos ahora ─contesta Víctor, mientras sigue en dirección al
bar.
José Vilaseca
lleva un montón de años jubilado. Trabajaba en una entidad financiera, hicieron
un ajuste salvaje de plantilla y le pusieron de patitas en la calle. Le quedó
una buena pensión, pero es que, además, estuvo unos cuantos años practicando el
pluriempleo, bueno, aquí sería mejor decir la economía sumergida. Por mediación
de alguien de la familia entró en contacto con una empresa que necesitaba un
contable y que hiciera gestiones en la calle, tales como, por ejemplo, ir a los
bancos, visitar algún cliente, cobrar, de vez en cuando recibos y cosas por el
estilo y José encajó a la perfección en esas tareas. Como también es un hombre
con inquietudes culturales ese trabajo le permitía tener casi todas las tardes
libres y se lo supo compaginar muy bien. El tiempo que estuvo con el
pluriempleo se sacó un buen sobresueldo y pudo hacer todo lo que le apetecía.
Ahora goza de una situación económica desahogada. Vive con su mujer y tiene dos
hijos bien colocados que ya le han dado nietos con los que se le cae la baba.
Detrás de la barra del bar está Ángela.
Ángela es una chica de veinte pocos años que estudia fisioterapia, pero como
necesita dinero le echa una mano a Fernando y así cubre sus necesidades. Mientras
él cocina, va y viene; ella atiende a la clientela haciendo cafés, poniendo
cervezas, vinos y retirando los servicios que ha usado el personal.
La chica tiene el pelo negro y lo lleva
recogido en una trenza, los ojos negros, muy negros le dan una mirada profunda,
las cejas perfiladas hacia arriba, la nariz romana y los labios pintados con
carmín transparente realzan su belleza meridional. Además, ella sabe que tiene
unas buenas delanteras y las luce, y eso a algún parroquiano le hace babear con
disimulo, soñando imposibles que, con toda probabilidad, nunca serán.
Víctor, casi no ha entrado por la puerta
del establecimiento cuando subiendo un poco la voz, dice:
─Buenos
días, ponme una “barreja”.
Poco a poco el bar se va llenando. Al ser
sábado, la gente entra con calma, pero de manera casi continua. Unos piden tan
solo un café o un cortado, se lo toman y se van. En cambio, otros se apalancan
en una mesa, cogen un periódico, piden un bocata, se dan el festín y se pasan
allí un buen rato. Algo bien merecido.
Nadie
recuerda ya el tiempo que lleva Víctor en el paro. Junto con un socio tuvieron
durante un tiempo una empresa que se dedicaba a grandes instalaciones
eléctricas. Quien los conoció en aquella época dice que eran muy buenos, pero
como ocurre a menudo en ese tipo de empresas, un día, sin saber por qué los dos
socios se discutieron y se separaron, no demasiado bien. Para terminarlo de
arreglar al poco tiempo la mujer de Víctor murió de cáncer. Desde entonces, él
no ha hecho otra cosa que dar tumbos, trabajando lo justo para ir tirando y
sobrevivir.
─Toma tu “barreja”
─dice Ángela, dejando un vaso similar al de los cortados, pero más estrecho
sobre el mostrador lleno a rebosar de un líquido color miel, mitad moscatel
mitad cazalla, mientras lanza una mirada con desdén a Víctor, aunque él ni se
entera.
A la vez
que esto sucede llega al bar Hipólito López. Hipólito es un hombre metido en
carnes de poco más de setenta años y con cara de buena persona. Jubilado sin
problemas que trabajó en cincuenta cosas diferentes,
─Buenos
días a todos menos a uno ─dice. Y coge por el cogote a Víctor que estaba de
espaldas a la puerta con el vaso de la barreja en la mano, a punto de metérsela
entre pecho y espalda.
─Seguro
que ese menos uno soy yo, ¿verdad cabrito? ─dice Víctor, mientras sonríe y se
da la vuelta.
─Que listo
que eres, ¿cómo lo has adivinado?
Y se dan
un cálido abrazo.
─Déjame
ver que está haciendo Fernando que no me fío mucho yo de este ─exclama Hipólito,
dejando ir una sonrisa, mientras se dirige a la cocina. Allí encuentra a
Fernando que está preparando unos bocadillos.
─Hombre,
el que faltaba para el duro ─dice Fernando al verle.
─Qué pasa
rufián, ¿ya lo tienes todo apunto?
─ ¿Tú qué
crees?
─No sé, no
sé. Igual aún me tengo que poner yo el mandil y meterme a los fogones, si no,
no almorzamos —contesta Hipólito con una sonrisa de oreja a oreja.
Fernando
se lo mira, sonríe y no dice nada. Es su manera de ser: oír, ver callar…, y en
algunos casos sonreír.
─Estaréis
contentos los culés, ¿no? Líderes en la Liga. El otro día le metisteis cinco a
los pericos, claro que con esos ya podéis, también le ganasteis al Getafe y a
la Juve, pero ya vendréis, ya.
Quien así
habla es Guzmán. Un tipo fortachón y de apariencia un poco ruda que tiene un
potente chorro de voz y, de esa forma, anuncia su llegada a la puerta del bar.
En realidad, él no es de ningún equipo y lo único que de verdad le interesa es
su trabajo y pagar cuantos menos impuestos mejor. Pero le gusta meterse con los
del Barça porque dice que son unas nenazas que se pasan el día quejándose.
Guzmán tiene
una lampistería muy cerca del bar de Fernando. Es el fontanero del barrio. No
hay otro en muchas calles a la redonda. No le falta el trabajo, pero no para de
quejarse, «qué si paga muchos
impuestos, qué si cobra muy barato, que así no vale la pena…». Lo cierto es que
vino de Venezuela a principios de la década y en poco menos de diez años se ha
comprado un piso y tiene un apartamento en un pueblo de costa. Su mujer está en
la tienda haciendo tareas administrativas y de atención al público, tiene un
operario que le ayuda porque él no llega a todo. También hay que decir, en
honor a la verdad, que nunca tiene un no para un cliente.
─Venga
nena, ponme algo para ir entrando en calor ─dice Guzmán mientras se sienta en
un taburete y se acoda en la barra─. Leche, mirad quien llega: la reina madre
culé.
Y con el brazo extendido señala a la
puerta por donde entra Enric Soteras, un barcelonista de pro.
─Anda,
calla. Calla, que eres un “bocas” ─le contesta el recién llegado Enric. Un
mecánico que ya los tiene hechos y su pasión es el fútbol, y su sueño que
Cataluña sea independiente. Mientras cruza el umbral, se va para Guzmán y le da
un abrazo. Los dos hombres se achuchan por un instante.
─Ahora hacía tiempo que no nos veíamos,
¿eh?
─Sí, desde antes del verano ─contesta
Enrique.
─ ¿Tanto?
─Sí, tanto.
─Joder, cómo pasa el tiempo.
─Claro ─tercia Hipólito en la conversación
con una suave sonrisa en los labios─, para vosotros el tiempo vuela porque sois
unos empresarios con un montón de obligaciones que atender y mil cosas que
hacer…, en cambio, yo que soy un pobre jubilado…
─Venga, déjate de mandangas y ven aquí con
nosotros a tomarte algo para ir entrando en calor ─le responde Guzmán.
El trasiego de gente poco a poco va en
aumento en la calle. Ya se ve a los más madrugadores que vuelven a casa después
de hacer la compra. Algunos empujando un carrito, otros con bolsas, el
denominador común, siempre es el mismo: recargar provisiones para el fin de
semana y estar abastecidos para la semana siguiente, al menos de lo más gordo:
frutas, verduras y las cosas de limpieza, que si el jabón para la ropa, que si
el papel higiénico, que si rollos de papel de cocina… «Eso de hacer la compra, además de ser un
coñazo, es el cuento de nunca acabar» piensa José mientras va camino del bar
después de haber hecho los encargos que le ha dicho su mujer.
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