Capítulo
2
Inés ha terminado de desayunar. Es una mujer de mediana
edad de muy buen ver; cabellos castaños recogidos con una goma en la nuca para
que no molesten, ojos almendrados oscuros bajo unas cejas bien perfiladas,
pómulos coloreados y nariz de perfil griego sobre unos labios carnosos y bien
dibujados. Como cada mañana se ha comido una rebanada de pan de payés tostado
con un chorro de aceite y un café con leche. Pero hoy es sábado y la diferencia
con los otros días es que no tiene prisa. Por eso se permite el lujo de
sentarse en la mesa de la cocina, coger algún periódico atrasado y echarle un
vistazo. En ocasiones se lee algún artículo que le parece interesante. En
cambio, los días de cada día, como tiene que ir a trabajar, hace varias cosas a
la vez: desayuna su rebanada de pan con aceite, pero, además, o prepara la
bolsa de basura para llevársela y echarla al contenedor camino del trabajo o
pone el lavavajillas o la lavadora, incluso hay días que lo hace toda y encima
se toma su café con leche.
Una vez que ha terminado su refrigerio
matutino, lo recoge todo, se pone una chaqueta fina, va a buscar el carrito de
la compra que tiene en la galería y sale, pero antes le dice a Santi, su
marido, que está en el baño:
─Me voy a comprar al mercado. Tú hoy
tienes almuerzo, ¿verdad?
─Sí, cariño.
─Vale, pues cuando venga de la compra lo
dejo todo y me voy hasta la calle Mayor que quiero ver unos manteles para
Navidad.
─ ¿Ya estás pensando en las Fiestas? ─dice
Santi un poco asombrado.
─Tú déjame hacer a mí, que yo sé lo que me
hago. Ah, por cierto, recuerda que mañana vienen a comer Natalia y Roger y el
otro día fue el cumpleaños del chaval y tendríamos que regalarle algo.
─Vale, vale. Si no digo nada, pero me
sorprende que en septiembre ya andes planificando para dentro de tres meses.
Pues ya que vas de compras, cómprale algo al yerno.
─Hum, no está mal pensado. Bueno, ya veré.
Venga. Un beso. Nos vemos luego ─responde Inés.
Llega a la calle y se dirige al mercado.
Allí empieza a haber un cierto bullicio con la gente que viene y va. Entra y
decidida se va a la parada de la fruta y las verduras, coge número y ve que
está esperando Nuria.
Nuria es la mujer de Jordi, otro de los
miembros de la Peña. Inés y Nuria, mes
arriba o abajo, son de la misma edad. Al contrario de Inés, Nuria está seca
como un clavo y se tiñe el pelo de caoba rojizo; eso le da un cierto aire
juvenil. Las cejas negras esconden unos ojos pequeños poco expresivos, sin
embargo, la nariz chata y respingona le da a la cara un aire simpático.
Tiempo atrás las dos parejas (Nuria,
Jordi, Santi y ella, Inés) habían sido muy buenos amigos. En más de una ocasión
salieron juntos a cenar e incluso habían visto, los cuatro juntos, partidos del
Barça, cuando eso de tener un canal de pago para ver el fútbol era casi un lujo
asiático, Jordi y Nuria estaban abonados a un canal de TV. Además, tenían hijos de edades similares a los
de Santi e Inés. Uno era Roger, el actual compañero de Natalia, hija de Inés. Durante unos años fueron dos familias muy
unidas, pero el tiempo y determinadas circunstancias terminaron enfriando la
relación, aunque, como unos y otros, son gente educada nunca han dejado de
saludarse y mantener las apariencias.
Inés toca en el hombre suavemente a su
amiga:
─ ¡Hola!
─ ¡Que sorpresa, Inés! ahora hacía mucho
que no nos veíamos ─dice Nuria al girarse algo desconcertada, mientras se
acerca a su amiga para darle un beso.
─Sí, hija, sí, y que lo digas. Cada vez
estamos más liados entre unas cosas y otras…, bueno, la verdad es que el mes
pasado con las vacaciones estuvimos unos días por ahí…, y vosotros, ¿qué?
─Ya ves, ¿qué quieres que te diga? Como
siempre, trabajando, trabajando y…, trabajando. Te dejo que ya me toca. A ver
si nos vemos un día y nos vamos ni que sea a merendar y charlamos un buen rato
que mira ellos se van al bar a almorzar y allí se desahogan de todo.
─Sí, eso es verdad. Pues venga a ver si
quedamos un día. «Lo
tiene claro esta como crea que las dos vamos a ir en comandita a tomarnos unos
churros con chocolate…, ni un cortado, estaría bueno a estas alturas» ─se dice
para sí Inés, mientras espera su turno para comprar sus verduras y su fruta.
Sorteando al personal que va de parada en
parada, pasa, a buen ritmo, camino del bar de Fernando el conserje de la
Generalitat, Pere, «los
callos no esperan», piensa el funcionario; un hombre medio calvo, bajito pero
machucho, que lleva unas gafas con unos cristales que parecen culos de botella
y que luce un bigotito de los años cuarenta. Sale a la calle y enfila decidido la
cuesta. Llega a la puerta del establecimiento, y mientras resopla se encuentra
con Sebastián que llega en ese momento. Los dos hombres se dan un apretón de
manos y unos golpecitos en la espalda que tienen más de protocolario que de
sinceridad emotiva.
─Ya era hora que te dejaras ver por aquí
─dice Pere.
─Lo mismo digo que eres muy caro de ver
─contesta Sebastián ─, con las vacaciones y unas cosas y otras voy de cráneo.
─Anda, anda, no te quejes que no será para
tanto.
─No, no es broma, no. Los de arriba están
planeando un ERE y quieren echar a un montón de gente a la calle y como yo soy
delegado, me tienen frito a reuniones.
─ ¡Joder! No sabía nada ─dice Pere.
─Sí, chico, sí. La cuestión es no estar
nunca tranquilos. Si no es por una cosa es por otra. Vosotros también estáis
divertidos estos días, ¿verdad?
─No me hables, no me hables, que tenemos
una merdé allí que no hay quien se aclare. Cualquier día se presenta la Guardia
Civil o el Ejército y se llevan unos cuantos por delante.
─ ¡Ala! Mira que llegas a ser exagerado
─dice Sebastián.
─No creas que exagero, que no. La cosa
está que arde. No sé si vendrá el Ejercito, la Guardia Civil o la madre que
parió a Panete, pero te aseguro que la cosa está…, uf, fea, fea, en cualquier
momento pueden empezar a volar cuchillos allí dentro. Un día con calma ya te
explicaré, pero ahora vamos a comer callos que sólo de pensarlo se me hace la
boca agua —comenta Pere, a la vez que ríe para jalear su ocurrencia.
Pere cultiva dos grandes aficiones. Una es
hacer puzles. Tiene toda la casa llena de rompecabezas, su mujer ya no sabe qué
hacer ni con los desmontables ni con su marido. La otra gran pasión es pescar.
Tiene una segunda residencia en Creixell, un pueblo costero a pocos quilómetros
de Tarragona, y allí se escapa cada vez que puede. En cuanto llega coge la caña
y la caja donde guarda todos los utensilios necesarios para pescar y con la
bicicleta se va hasta unas rocas, en las que se pasa las horas pesca que te
pesca…, o por lo menos lo intenta. Tiempo atrás tuvo una barca y, entonces,
salía bien de mañana y se pasaba las horas pescando mar adentro, pero con la
crisis se lo tuvo que replantear y se deshizo de la embarcación con la que
surcaba los mares.
Los dos hombres entran en el bar de manera
simultánea.
Dentro ya hay varios comensales sentados a
la mesa esperando el manjar que ha preparado Fernando. Entre ellos Santi que
charla amigablemente con el resto. En cuanto ve a Sebastián pega la hebra con
él porque es un hombre con un buen bagaje cultural, lector empedernido, empleado
de banca que ya no se altera por casi nada y que espera paciente que le llegue
su hora de jubilarse.
El bar está a tope. Además de los
integrantes de la Peña que se preparan para dar buena cuenta de los callos, las
otras mesas, unas ocho o diez, están llenas y en la barra cinco o seis personas
más hacen que Ángela diga entre dientes, mientras sirve un café con leche y un
cruasán a un cliente: «tendríamos
que poner el cartel de completo». El hombre se la mira con cara de no entender
nada.
─Venga, nos vamos sentando ─dice Hipólito,
subiendo un poco el tono de voz para que todos le oigan.
─Me parece que aún falta alguno. ─contesta
una voz no identificada desde muy cerca de la puerta.
─Pues al que no esté que le den ─responde
Pere─ que estas cosas no esperan.
Mientras ocurre esta especie de
conversación, los comensales van ocupando las sillas que hay colocadas entorno
a la mesa.
Fernando, que está a la puerta de la
cocina con un codo apoyado en la barra no dice ni pío, pero está atento a todo
lo que sucede. Cuando comprueba que ya están todos sentados, observa que queda
alguna silla vacía. Entonces interviene:
─Pero faltan algunos por venir, ¿no?
─Oye, no perdamos el tiempo ─replica
Guzmán─. Aquí todos somos mayorcitos, la hora es la hora, los que no han
venido, ellos se lo pierden. Si sobra se lo pones un táper y que se lo lleven.
─Sí, hombre que te crees tú que va a
sobrar, yo vengo con un hambre de lobo ─responde José que se ha sentado en la
silla que hay más al fondo del local presidiendo la mesa.
─Empezamos, ¿pues? ─pregunta Fernando
─Ya estás tardando ─dice Guzmán con sorna.
─A qué esperas ─replica otro.
─No perdamos el tiempo ─contesta otra voz
no identificada.
Fernando se da media vuelta y saca de un
botellero, que tiene en el pasillo que lleva al almacén y a los servicios, dos
botellas de Rioja, crianza de la bodega Marqués de Cáceres y las coloca en la
mesa. Del bolsillo trasero del pantalón se extrae un sacacorchos y con suma
habilidad las abre.
─ ¿Sirvo? ─pregunta Fernando
─No pierdas el tiempo, anda, tráete los
callos a ver si se van a pasar ─le contesta Pere, mientras sonríe─, ya nos
servimos nosotros.
Guzmán coge una de las botellas y empieza
a repartir vino en las copas, esta queda prácticamente vacía cuando acaba.
─Camarero, otra, que estamos secos
─reclama Guzmán levantando el tono de voz, pero de forma nada seria.
─No seas tan rápido hombre de Dios que
aquí hay otra ─le dice Pere señalando la otra botella.
─Anda, la hostia, no me había dado cuenta.
Bueno, es igual; de todas maneras, también nos la vamos a beber. ─responde
Guzmán un poco intimidado al comprender su error.
Entorno a la mesa hay un murmullo
generalizado. Cada uno habla con el comensal que tiene a su lado.
A los pocos instantes, vuelve Fernando con
una impresionante cazuela de callos.
─Cuidado que quema ─dice el
cocinero-camarero.
Y deposita el manjar en el centro de la
mesa.
─Pasadme platos que os voy sirviendo. Si
alguien quiere tengo tortilla de patatas ─cuando Fernando ha terminado de
servir, añade─, me los llevo para que no se enfríen, los pondré encima de la
parrilla para que mantengan el calor. Que aproveche.
─Gracias ─contestan los de la Peña de
forma coral.
En la mesa se hace un silencio casi
sepulcral. Todos los comensales están ocupados en dar buena cuenta de los
callos de Fernando.
─Están cojonudos ─masculla Enric con la
boca llena.
─Y que los digas ─replica Hipólito sin
dejar de mojar pan en la salsa.
─ ¿Alguien me pasa el vino? ─pregunta
Víctor que quizás es el único que bebe más que come.
José alarga el brazo y le pasa la otra
botella del Marqués de Cáceres.
Mientras los colegas de la Peña se dan su
festín sabatino, el resto del bar sigue a su ritmo. Algunas mesas ya se han
llenado por segunda vez. En una de ellas un matrimonio ya metido en años, pero
de buen ver, se acaban de sentar. Ángela se acerca y con una sonrisa un poco
forzada pregunta:
─ ¿Qué vamos a hacer hoy?
─Veo que tenéis tortilla recién hecha.
─Sí ─responde Ángela, aunque no es cierto
porque Fernando la dejó hecha el día anterior.
─Pues mira, me pones un trozo, unas
rebanadas de pan con tomate y un poquito de vino con gaseosa.
─Y, ¿tú?
─Pues yo como siempre, un bocata de jamón
serrano y un vaso de vino ─contesta el hombre.
─No se hable más. Vamos allá ─replica
Ángela tras apuntar el pedido en una mini libreta que lleva en un bolsillo del
delantal, y marcha hacia el interior de la barra.
Un cliente acodado en la barra le pide una
jarra de cerveza y un bocata de fuet. Otro un Donut y un cortado…, ese es el
ritmo habitual de cualquier sábado hasta casi las doce del mediodía, después el
ritmo baja de forma lenta, pero constante y a eso de la dos y media o tres
menos cuarto ya no queda nadie en el bar. Entonces, es cuando Fernando empezará
a recoger y Ángela pasará la escoba, fregará y, si no viene ningún pesado a dar
la brasa, a eso de las cuatro Fernando estará de fin de semana. Sin descartar
que, a última hora de la tarde o el domingo por la mañana, se vaya al Mercadona
que hay en el centro comercial L’Ànec Blau de Castelldefels a reponer
existencias, cosa que hace sino cada semana, casi.
Pero antes de que llegue todo eso a
Fernando y a Ángela les queda mucha tela que cortar. O sea, mucho cliente que
atender.
Los de la Peña ya han dado buena cuenta de
los callos, no han dejado nada. Bueno, para ser sinceros, han apartado una
ración para que se la coma Fernando a la salud de ellos. Nadie del grupo ha
comido tortilla, pero ha quedado tiritando, solo queda una ración en la bandeja
del mostrador que casi seguro caerá antes del mediodía. Ángela empieza a
retirar platos y dice para sí « ¡qué
barbaridad parece que haya pasado la marabunta!».
─Bueno, ¿cómo ha ido la cosa? ─pregunta
Fernando que ha salido de la cocina secándose las manos en el mandil.
─Cojonudo.
─Fantástico.
─Buenísimos.
─Insuperable.
─
…
─
…
Así, uno tras otro los comensales del
banquete agradecen y felicitan a Fernando por su trabajo.
Se acerca Ángela que por el rabillo del
ojo estaba controlando la situación y les pregunta:
─ ¿Cafés?
─Hombre, eso no puede faltar —dice Santi
─Pues vamos a ver: ¿solos?, ¿cortados?,
¿carajillos? ─Ángela ha sacado su mini libreta del bolsillo y ha empezado a
apuntar.
─Para mí que sea carajillo de ron con el
café descafeinado dice José. Ah, y, de paso, tráete una botella de orujo de
hierbas bien fresquito.
─Y la de orujo blanco que a mí las
mariconadas no me van —─remacha Víctor, soltando una sonora carcajada.
Nadie le sigue la broma, pero da igual,
todos está contentos.
«Hay
que ver como tragan estos tíos», se dice Ángela, mientras va hacia la cafetera
a preparar el pedido.
─Bueno señores, mientras nos traen los
cafeses hablemos de cosas importantes: tengo una duda existencial, antes se lo
he comentado a Fernando, ¿por qué decimos a nuestras comilonas almuerzos, si en
toda España dicen desayunos? ─pregunta José.
Por unos instantes se hace el silencio en
la mesa que hasta ahora todo había sido fiesta y buen humor
─Hombre, yo creo que a nosotros eso nos ha
de importar un pimiento. Lo que cuenta es que nos lo pasamos pipa y comemos de
coña…, si alguien lo quiere llamar merienda…, pues que lo llame; como dijo no
sé quién, el nombre no hace la cosa ─responde Víctor con cierto aire
filosófico.
El grupo de comilones se alinea con Víctor
con una risotada general. Desde el fondo del local, una voz no identificada
dice:
─Sí, señor. Tienes toda la razón. Venga, José sigue con
tu discurso.
─Sigo: vamos
a seguir haciendo la primitiva? ─interpela
José al resto de comensales.,
─ ¡Hombre! Eso ni se pregunta que yo estoy
esperando que nos toque la primi para jubilarme ─replica, en tono cordial, Enric.
Todos ellos, de forma más o menos
expresiva responden de manera afirmativa. Quizás el único reacio es Víctor que
comenta:
─Pues no sé qué decir, total… para lo que
nos toca…
Por un instante se hace el silencio.
─Oye, obligación no hay ninguna ─le
responde Hipólito, rompiendo la incertidumbre que se había creado─ si no
quieres jugar, no juegues. Obligación, repito, no hay ninguna. Jugamos los
demás y tan amigos.
─Si eso ya lo sé, pero no es eso, coño, no
es eso… Bueno, venga, va ─responde Víctor con cierto desdén─, apúntame.
─Hecho ─contesta Enric.
─Entonces siguen en vigor las reglas del
año pasado: cinco euros por cabeza, se cierra el jueves por la tarde y yo voy a
hacer la apuesta el viernes para hacernos ricos el sábado. El boleto lo guardo
yo y le doy una copia a Fernando para que se la enseñe a quien la quiera ver
─dice Hipólito.
A todo esto, Ángela ha dejado sobre la
mesa un par de botellas, una de orujo blanco, otra de orujo de hierbas y unos
vasos de chupito que ha sacado del congelador, mientras va sirviendo los cafés,
a la vez que pregunta a cada uno lo que había pedido.
─Nena, tú vales mucho ─dice Hipólito,
mientras coge la botella de orujo de hierbas por su cuenta, un vaso pequeño lo
llena y dice: ─ ¿Alguien quiere? ─ante el silencio del resto se lo mete entre
pecho y espalda.
Ángela se lo mira, pero no dice nada.
Soberbio ─remacha Hipólito, mientras mira el
vaso medio embobado.
Ahora el banquete está en su punto de
efervescencia: han comido y bebido bien, siguen bebiendo, aunque sin
exageración y, en la calle, hace un día estupendo, ¿se puede pedir más? Sí, se
debería poder pedir más, mucho más porque, aunque nadie ha dicho nada; pero hay
algo en el ambiente que se puede cortar. Y ese algo, no es otra cosa que la
situación política que se está viviendo en Cataluña. Nadie lo comenta, nadie se
explaya y eso que ganas no faltan, pero aquí se conocen todos, y saben que, por
menos y nada, puede saltar la chispa que encienda la hoguera y no es el caso.
No vale la pena, al menos, de momento.