Los profetas de la catástrofe vuelven
a la carga. Se pasaron años advirtiéndonos de que las pensiones públicas
estaban al borde del colapso. Sin embargo, en diciembre de 2021, el Gobierno
presidido por Pedro Sánchez aprobó, con el voto en contra de PP, Vox y
Ciudadanos una ley que fija un marco estable para la revalorización de las
pensiones. De acuerdo con esa norma, el 1 de enero de cada año se incrementarán
las pensiones de acuerdo con la inflación media anual registrada en el
ejercicio anterior. De esa manera, se garantiza que los pensionistas no pierdan
poder adquisitivo.
En un principio, los tiburones del
capitalismo pusieron el grito en el cielo, pero muy pronto entendieron que la pataleta
era inútil y guardaron silencio. No obstante, no han tardado en volver a las
andadas y ya resulta bastante habitual encontrar artículos de prensa y/o
comentarios en tertulias y debates que alertan del riesgo que supone ese
sistema de retribución, argumentando que no es sostenible. La realidad, sin
embargo, es muy otra y la cuestión es que la tajada que obtendrían las
entidades financieras gestionando pensiones privadas es demasiado grande como
para renunciar a ella sin presentar batalla, aunque sea con explicaciones
falaces.
Una de las tesis más utilizadas para
demostrar la inviabilidad del sistema es la visión estrictamente cuantitativa
del número de trabajadores para considerar la productividad. Pero es que el
problema no estriba en cuántos son los que producen sino en cuánto es lo que se
produce. Cien trabajadores pueden producir lo mismo que mil si su productividad
es diez veces superior, de tal modo que los que cuestionan la viabilidad de las
pensiones públicas cometen un gran error al basar sus argumentos únicamente en
la relación del número de trabajadores por pensionistas pues, aun cuando esta
proporción se reduzca en el futuro, lo producido por cada trabajador será mucho
mayor. Quizá lo ocurrido con la agricultura pueda servir de ejemplo. Hace setenta
años el 30% de la población activa española trabajaba en agricultura; hoy
únicamente lo hace el 4%, pero ese 4% produce más que el 30% anterior. Por
consiguiente, un número menor de trabajadores puede mantener a un número mayor
de pensionistas.
Otros de los argumentos recurrentes para desprestigiar el sistema público de pensiones es un informe de la Unión Europea sobre envejecimiento, según el cual España llegará a un máximo de gasto en pensiones de algo más del 14% en 2050. Y los catastrofistas sostienen que será un porcentaje inasumible para las arcas públicas de nuestro país. En cambio, olvidan que otros países ya han alcanzado esos porcentajes de su producto interior bruto. Por consiguiente, asumir que Francia o Italia pueden dedicar hoy en día el 15 o 16% de su PIB a pensiones y que España no podrá dedicar un porcentaje similar en 2050, es tanto como aceptar que el paro alcanzará niveles impensables o que los salarios españoles van a ser mucho peores que tercermundistas en los próximos años. Como también es una falacia decir que el aumento de la esperanza de vida puede provocar una hipotética imposibilidad del Estado para hacer frente al pago de las pensiones.
De todos modos, la clave de este interminable debate está en presentar la Seguridad Social como algo distinto y separado de los servicios del Estado. Ese es un planteamiento neoliberal que no cabe en los principios constitutivos del Estado social. La protección social no es algo accidental al Estado sino una responsabilidad del mismo, algo que está en su esencia.
De hecho, hasta 1988 en los presupuestos del Estado aparecían transferencias de recursos del Estado a la Seguridad Social. Fue con la Ley de Presupuestos de 1989 cuando se desarrolló un cambio de modelo de financiación mediante el compromiso de financiar progresivamente con aportaciones públicas los complementos de mínimos de las pensiones y la sanidad. Fue en 1994 cuando se introdujo un antecedente muy negativo al cubrir los desequilibrios entre cotizaciones y prestaciones con crédito del Estado en vez de hacerlo mediante transferencias.
En un Estado definido como social por la Constitución, es un contrasentido que las pensiones se deban financiar exclusivamente mediante cotizaciones sociales. Son todos los recursos del Estado los que tienen que hacer frente a la totalidad de los gastos de ese Estado, también a las pensiones. La separación entre Seguridad Social y Estado es meramente administrativa y contable pero no económica y, mucho menos, política. Es más, el hecho de que la sanidad y otros tipos de prestaciones que antes se imputaban a la Seguridad Social hoy se encuentren en los presupuestos del Estado o de las Comunidades Autónomas prueba que se trata de una separación “técnica”.
La Seguridad Social es parte
integrante del Estado, su quiebra solo se concibe unida a la quiebra del Estado
y el Estado no puede quebrar. Como mucho puede acercarse a la suspensión de
pagos, pero tan solo si antes se hubiese hundido toda la economía nacional, en
cuyo caso no serían únicamente los pensionistas los que tendrían dificultades,
sino todos los ciudadanos: poseedores de deuda pública, funcionarios,
empresarios, asalariados, inversores y, por supuesto, los tenedores de fondos privados
de pensiones. Los apologistas de estos últimos, que son los que más hablan de
la quiebra de la Seguridad Social, olvidan que son los fondos privados los que
tienen mayor riesgo de volatilizarse, como quedó demostrado en la crisis financiera
de 2008. Ante una hecatombe de la economía nacional, pocas cosas podrían
salvarse.
Afirmar que son los trabajadores y
los salarios los únicos que han de mantener las pensiones es un planteamiento
incorrecto. No hay ninguna razón para eximir del gravamen a las rentas de
capital y a las empresariales. El artículo 50 de la Constitución Española
afirma: “Los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y
periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante
la tercera edad”. Las pensiones, en tanto que derechos subjetivos de los
ciudadanos establecidos en la Constitución, tienen la consideración de “gastos
obligatorios” que por su naturaleza no están ligados a la suficiencia de
recursos presupuestarios, ni a la evolución de una determinada fuente de
ingresos. Por lo tanto, el Estado ha de concurrir con los recursos necesarios
para asegurar el pago de las pensiones, sea con las cotizaciones o con
cualquier otro impuesto. Y si las cotizaciones no son suficientes para
financiar las prestaciones en una determinada coyuntura, el desfase ha de ser
cubierto por las aportaciones del Estado.
En definitiva, podemos estar
tranquilos porque las pensiones de nuestros mayores no corren riesgo. Otra cosa
es que de forma recurrente las entidades financieras y sus empresas afines nos
advierten, de forma reiterada, de la inviabilidad del sistema público de
pensiones. Pero la verdad es que no hay razón para la alarma porque el sistema
goza de una envidiable mala salud de hierro.
Bernardo Fernández
Publicado en Catalunya Press
25/05/2025
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