Se
han cumplido cien días desde que Donald Trump regresó a la Casa Blanca.
Prometió que llegaría al Despacho Oval a lomos de la revancha, dijo que tacharía
todos los nombres de su lista de enemigos, parece que Europa está en ese
inventario y, desde luego, lo está cumpliendo.
Unas
de sus primeras boutades fueron las amenazas más o menos veladas para que los
miembros de la OTAN gastasen más en armamento o, de lo contrario, EE. UU podría
abandonar la Alianza Atlántica. Unas pocas semanas más tarde, Trump anunció una
subida arbitraria y desmesurada de los aranceles, aunque de momento en stand
by. Pues bien, todo es hizo sonar todas
las alarmas en la UE. Y con razón, porque la actitud displicente y macarra del
mandatario norteamericano y sus adlátares suponen una quiebra del modelo de las
relaciones internacionales que se vienen practicando desde hace décadas, de
manera especial tras la caída del Muro de Berlín y la desaparición de la URSS.
Ante
el nuevo orden mundial que se adivina en el horizonte, lo peor que le puede
pasar a la Unión Europea es que en las cancillerías de los países miembros del
selecto club se entone el “sálvese quien pueda” y cada cual intente plantar
cara o “lamer el culo” (en palabras del propio Trump) al, hasta ahora, socio
norteamericano.
Se
avecinan tiempos difíciles. La agresiva política arancelaria del presidente de
Estados Unidos amenaza con frenar los intercambios internacionales, lastrar el
crecimiento económico y fragmentar la economía. Según la Organización Mundial
de Comercio (OMC), la producción mundial podría caer un 7%.
Acontecimientos
como la pandemia de COVID-19 o la invasión rusa de Ucrania han evidenciado la
necesidad de una integración europea más profunda. Esas crisis no solo han
requerido respuestas inmediatas, sino que también han destacado la importancia
de un enfoque estratégico a largo plazo para la UE. La respuesta coordinada de
Europa a la crisis sanitaria, desde la adquisición conjunta de vacunas hasta la
implementación de políticas de recuperación económica, han puesto de manifiesto
la eficacia de las acciones conjuntas.
El
Plan de Recuperación, los fondos Next Generation o la utilización de los fondos
del Banco Central, son iniciativas con un claro enfoque federal. Esas
decisiones han hecho que la opinión pública empiece a constatar la importancia
y el valor de la institución y esté incrementado el apoyo ciudadano a la Unión
Europea. En consecuencia, los líderes europeos han de valorar la importancia
que tiene mantener el apoyo de las clases medias.
La
deriva de la Administración norteamericana es, cuando menos, una invitación a
que los líderes europeos repiensen el futuro de la UE. Debemos estar preparados
para los cambios que están llegando en el siglo XXI, como, por ejemplo, el
Brexit, la pandemia, ahora la guerra comercial y, a saber, lo que está por
venir. Hoy en día la Unión es un club de 27 Estados en el que hay codazos para
entrar porque la paz, la estabilidad y la prosperidad son sus ejes
vertebradores y de ahí nadie quiere salir, sobre todo en momentos de incerteza
como el actual. Pero si tuviésemos una estructura federal, nuestra unión nos
convertiría en una gran potencia y, por lo tanto, podríamos negociar en
igualdad de condiciones, con otros Estados como Rusia, Estados Unidos o China.
Por eso, cada vez son más las voces que mantienen que Europa será federal o no
será. Una de ellas fue la del papa Francisco (q.e.p.d.) cuando en una
entrevista en el diario italiano La Repubblica en 2016 confesaba que
“O Europa se convierte en una comunidad Federal o no contará en el mundo “.
Más
pronto que tarde los europeos deberemos decidir cómo canalizar nuestra
inteligencia y energía política para rentabilizarla al máximo. No nos podemos
negar a afrontar, con la máxima determinación, los retos que suponen las
diversas crisis que hay planteadas como la post pandemia, la guerra de Ucrania,
el polvorín de Oriente Medio o el acoso y derribo al que nos quieren someter
desde la Administración estadounidense. A la vez, tampoco podemos ignorar los
problemas sociales, como la inmigración, la integración de diferentes culturas
o minimizar la amenaza de los populismos ultras en Europa. Se trata de entender
que debemos trabajar como una comunidad unida, como una auténtica federación,
porque así nos irá mucho mejor. Es nuestra responsabilidad como ciudadanos
europeos.
El
federalismo no es en sí de izquierdas ni de derechas. Pero resulta bastante
absurdo considerarse de izquierdas y no ser federalista, porque hoy es
imposible resolver los grandes problemas que nos acechan en el marco estrecho
de la soberanía nacional. Y por ello tenemos que dedicar todo el tiempo
necesario a dar la batalla ideológica por esta obviedad, dado que no son pocos
los que piensan que el soberanismo es lo más progresista que existe. No se
trata de soñar con un “federalismo auténtico”, sino que hay que avanzar con
reformas profundas que tomen como referencia las principales federaciones del
mundo, que, por cierto, son algunas de las democracias más prósperas
existentes.
Por
consiguiente, una Europa federal no puede ser tan solo una utopía. Es una
respuesta pragmática y realista a los desafíos globales. Una necesidad para
asegurar el bienestar y progresos sociales alcanzados en Europa desde la
fundación del proyecto europeo. Es momento de abrazar este concepto no solo en
teoría, sino también en la práctica, avanzando hacia una Europa más unida,
eficaz, efectiva y representativa. Una Europa federal es la llave para un
futuro más próspero y seguro para todos sus ciudadanos, ofreciendo un modelo de
cooperación y cohesión que podría servir de ejemplo a nivel mundial. En
definitiva, abrazar el federalismo europeo no es solo una elección política,
sino una decisión estratégica para un futuro sostenible y pacífico.
Bernardo
Fernández
Publicado en
Catalunya Press 05/05/2025
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