14 de maig 2025

DEMENCIA POLÍTICA SELECTIVA

¿Recuerdan? Fue el 24 de febrero de 2005. En el Parlament de Cataluña se estaba sustanciado un pleno como consecuencia del derrumbamiento producido por las obras del metro en la plaza Pastrana del barrio del Carmelo de Barcelona. El ambiente era tenso porque en Convergència i Unió (CiU) no habían asimilado la pérdida del poder y acusaban a los socialistas y al Govern trtipartito de todos los males habidos y por haber. En un momento dado el president Pasqual Maragall pidió la palabra y dijo: “Vostès tenen un problema, i aquest problema es diu tres per cent“(Ustedes tienen un problema, y ese problema se llama tres por ciento). La frase cayó como una bomba. Artur Mas súper indignado, o eso parecía, amenazó con retirar el apoyo al Govern, en la reforma del Estatut que en aquellas fechas se estaba debatiendo en la Cámara catalana, cosa que habría impedido llevarlo adelante, e interpuso una querella contra el president por calumnias. Unos días más tarde Maragall retiró su acusación y Mas hizo lo mismo con la querella.

Un tiempo después a Maragall le diagnosticaron Alzheimer. El president tuvo la dignidad humana y la honradez política de anunciarlo públicamente. La maldita enfermedad fue haciendo su camino y, a día de hoy, alguien de su entorno me dice que el expresident casi no percibe las imágenes, pero cada día escucha música clásica, con frecuencia Beethoven.

Mientras, Artur Mas siguió con su carrera política; hasta la fecha no se sabe si le han diagnosticado alguna enfermedad grave o no. La cuestión es que con diagnóstico o sin él, Mas parece tener demencia política selectiva; una enfermedad que no está reconocida en los cuadros clínicos, pero que la padecen aquellos individuos que se empeñan en negar las evidencias cuando estas les señalan.

Artur Mas ha sido el presidente más veleta de la democracia recuperada. Muy pronto dilapidó la confianza que en él habían depositado. Sin despeinarse pasó de coquetear con en el PP para sacar los presupuestos adelante, a declarase independentista convencido, mientras cosechaba el dudoso honor de presidir el gobierno que más recortes sociales hizo en toda Europa, unos 3.000 millones de euros, incluidos 50 millones de ajuste a quienes cobraban la renta mínima de inserción. Con razón en algunos ámbitos le llamaban Mas “Manostijeras”.

Fue tan patán que, teniendo una cómoda mayoría que le permitía gobernar sin agobios, se creyó el elegido de alguna extraña providencia y convocó elecciones anticipadas para lograr una mayoría absoluta, pero en realidad perdió un buen puñado de diputados y quedó a merced de otras fuerzas independentistas.  

Después de diversa idas y venidas en diciembre de 2014 propuso la creación de una lista única formada por partidos políticos, sociedad civil y profesionales (expertos reconocidos) a favor de la independencia para presentarse en las elecciones autonómicas que convocaría para el 27 de septiembre de 2015. Esa lista única independentista fue bautizada con el nombre de Junts pel Sí y, curiosamente el candidato a la presidencia de la Generalitat, que era él mismo Mas no encabezaba la lista, ocupaba el número cuatro. Todo un acto de gallardía política.

Aquellas elecciones las ganó con claridad el independentismo, pero las negociaciones para formar Govern fueron tremendamente difíciles y complejas. Al final, el 9 de enero de 2016, después de un acuerdo in extremis entre Junts pel Sí y la CUP, se anunció que Mas sería sustituido como presidente de la Generalidad por Carles Puigdemont, condición impuesta por la CUP para dar soporte a la investidura. El de 12 de enero Artur Mas iba a parar  ​a la “papelera de la historia” según los cupaires.

He hecho este brevísimo recorrido histórico porque en una reciente entrevista en TV3, Artur Mas aseguró que “si Pasqual Maragall dijo aquello del 3% es porque estaba afectado por el Alzheimer”. Ya. Esa afirmación no tendría más trascendencia si la persona aludida estuviera en plenas facultades. Sin embargo, se convierte en una crueldad y una vileza cuando el señalado está imposibilitado por la enfermedad e incapacitado para defenderse.

Parece que Mas ha olvidado o, peor, no quiere recordar que tuvo que disolver el partido que presidía, Convregència Democràtica de Catalunya (CDC), con el que llegó a ser president de la Generalitat porque estaba corrompido hasta las trancas. Que fue condenado por los tribunales, que piezas separadas del famoso 3% aún se arrastran por los juzgados de Cataluña. Pero es que hubo más, mucho más. CDC fue algo así como la Cosa Nostra en versión catalana.

Muchos de los casos de corrupción en que CDC estuvo implicada fueron aireados por los medios de comunicación y conocidos por la ciudadanía y como que no quiero hacer sangre no insistiré. No obstante, si quiero recordar que Artur Mas fue presidente de CiU de 2001 a 2015 y cuando Unió desapreció siguió siéndolo de CDC hasta que se reconvirtió en el PDCat. Proceso que, por cierto, fue pilotado por el propio Mas.

No quiero frivolizar sobre algo tan sensible como es la salud mental de una persona. Pero después de analizar algunas de las decisiones de Artur Mas cuando era president y sus actuales declaraciones sobre Pasqual Maragall se me plantea un serio dilema: este hombre o tiene alguna afectación que le influye en su capacidad de raciocinio y de asumir la realidad o tiene la cara más dura que el cemento armado. Otra explicación no me cabe en la cabeza.

 

 

 

Bernardo Fernández

Publicado en CatalunyaPress 11/05/2025



 

07 de maig 2025

EL FEDERALISMO COMO SOLUCIÓN

Se han cumplido cien días desde que Donald Trump regresó a la Casa Blanca. Prometió que llegaría al Despacho Oval a lomos de la revancha, dijo que tacharía todos los nombres de su lista de enemigos, parece que Europa está en ese inventario y, desde luego, lo está cumpliendo.

Unas de sus primeras boutades fueron las amenazas más o menos veladas para que los miembros de la OTAN gastasen más en armamento o, de lo contrario, EE. UU podría abandonar la Alianza Atlántica. Unas pocas semanas más tarde, Trump anunció una subida arbitraria y desmesurada de los aranceles, aunque de momento en stand by.  Pues bien, todo es hizo sonar todas las alarmas en la UE. Y con razón, porque la actitud displicente y macarra del mandatario norteamericano y sus adlátares suponen una quiebra del modelo de las relaciones internacionales que se vienen practicando desde hace décadas, de manera especial tras la caída del Muro de Berlín y la desaparición de la URSS.

Ante el nuevo orden mundial que se adivina en el horizonte, lo peor que le puede pasar a la Unión Europea es que en las cancillerías de los países miembros del selecto club se entone el “sálvese quien pueda” y cada cual intente plantar cara o “lamer el culo” (en palabras del propio Trump) al, hasta ahora, socio norteamericano.

Se avecinan tiempos difíciles. La agresiva política arancelaria del presidente de Estados Unidos amenaza con frenar los intercambios internacionales, lastrar el crecimiento económico y fragmentar la economía. Según la Organización Mundial de Comercio (OMC), la producción mundial podría caer un 7%.

Acontecimientos como la pandemia de COVID-19 o la invasión rusa de Ucrania han evidenciado la necesidad de una integración europea más profunda. Esas crisis no solo han requerido respuestas inmediatas, sino que también han destacado la importancia de un enfoque estratégico a largo plazo para la UE. La respuesta coordinada de Europa a la crisis sanitaria, desde la adquisición conjunta de vacunas hasta la implementación de políticas de recuperación económica, han puesto de manifiesto la eficacia de las acciones conjuntas.

El Plan de Recuperación, los fondos Next Generation o la utilización de los fondos del Banco Central, son iniciativas con un claro enfoque federal. Esas decisiones han hecho que la opinión pública empiece a constatar la importancia y el valor de la institución y esté incrementado el apoyo ciudadano a la Unión Europea. En consecuencia, los líderes europeos han de valorar la importancia que tiene mantener el apoyo de las clases medias.

La deriva de la Administración norteamericana es, cuando menos, una invitación a que los líderes europeos repiensen el futuro de la UE. Debemos estar preparados para los cambios que están llegando en el siglo XXI, como, por ejemplo, el Brexit, la pandemia, ahora la guerra comercial y, a saber, lo que está por venir. Hoy en día la Unión es un club de 27 Estados en el que hay codazos para entrar porque la paz, la estabilidad y la prosperidad son sus ejes vertebradores y de ahí nadie quiere salir, sobre todo en momentos de incerteza como el actual. Pero si tuviésemos una estructura federal, nuestra unión nos convertiría en una gran potencia y, por lo tanto, podríamos negociar en igualdad de condiciones, con otros Estados como Rusia, Estados Unidos o China. Por eso, cada vez son más las voces que mantienen que Europa será federal o no será. Una de ellas fue la del papa Francisco (q.e.p.d.) cuando en una entrevista en el diario italiano La Repubblica en 2016 confesaba que “O Europa se convierte en una comunidad Federal o no contará en el mundo “.

Más pronto que tarde los europeos deberemos decidir cómo canalizar nuestra inteligencia y energía política para rentabilizarla al máximo. No nos podemos negar a afrontar, con la máxima determinación, los retos que suponen las diversas crisis que hay planteadas como la post pandemia, la guerra de Ucrania, el polvorín de Oriente Medio o el acoso y derribo al que nos quieren someter desde la Administración estadounidense. A la vez, tampoco podemos ignorar los problemas sociales, como la inmigración, la integración de diferentes culturas o minimizar la amenaza de los populismos ultras en Europa. Se trata de entender que debemos trabajar como una comunidad unida, como una auténtica federación, porque así nos irá mucho mejor. Es nuestra responsabilidad como ciudadanos europeos.

El federalismo no es en sí de izquierdas ni de derechas. Pero resulta bastante absurdo considerarse de izquierdas y no ser federalista, porque hoy es imposible resolver los grandes problemas que nos acechan en el marco estrecho de la soberanía nacional. Y por ello tenemos que dedicar todo el tiempo necesario a dar la batalla ideológica por esta obviedad, dado que no son pocos los que piensan que el soberanismo es lo más progresista que existe. No se trata de soñar con un “federalismo auténtico”, sino que hay que avanzar con reformas profundas que tomen como referencia las principales federaciones del mundo, que, por cierto, son algunas de las democracias más prósperas existentes.

Por consiguiente, una Europa federal no puede ser tan solo una utopía. Es una respuesta pragmática y realista a los desafíos globales. Una necesidad para asegurar el bienestar y progresos sociales alcanzados en Europa desde la fundación del proyecto europeo. Es momento de abrazar este concepto no solo en teoría, sino también en la práctica, avanzando hacia una Europa más unida, eficaz, efectiva y representativa. Una Europa federal es la llave para un futuro más próspero y seguro para todos sus ciudadanos, ofreciendo un modelo de cooperación y cohesión que podría servir de ejemplo a nivel mundial. En definitiva, abrazar el federalismo europeo no es solo una elección política, sino una decisión estratégica para un futuro sostenible y pacífico.

 

 

Bernardo Fernández

Publicado en Catalunya Press 05/05/2025

 

DEMENCIA POLÍTICA SELECTIVA

¿Recuerdan? Fue el 24 de febrero de 2005. En el Parlament de Cataluña se estaba sustanciado un pleno como consecuencia del derrumbamiento pr...