Sean cuales sean los resultados que
mañana arrojen las urnas, en el próximo Parlamento europeo, los diputados
elegidos van a tener que batir el cobre si quieren preservar lo que se ha
logrado hasta ahora y perseverar para seguir avanzando hacia una Europa más
unida, más justa, más social y más solidaria.
Aquel viejo adagio acuñado en la Roma
imperial que dice: “si quieres la paz prepara la guerra”, sigue teniendo plena
vigencia. El buenismo ha caducado y si Europa quiere ser respetada en el
concierto internacional, la condición sine
qua non es que deberá dotarse de unos sistemas de defensa propios y
adecuados a los tiempos que nos ha tocado vivir.
Los europeos hemos disfrutado, a
excepción de los conflictos de los Balcanes, de un periodo de paz muy
prolongado, en comparación con nuestra trayectoria histórica. La anexión de
Crimea, en 2014, por parte de Rusia supuso la clausura de esa larga etapa de
paz. Luego, la invasión de Ucrania en el invierno de 2022 y la respuesta coordinada
de la UE dieron paso a una nueva época de la que, todavía, lo desconocemos casi
todo, pero en la que no se vislumbran situaciones que inviten al optimismo.
La geopolítica global está en un
proceso de profunda transformación. Hemos pasado de un mundo bipolar a una
situación multipolar que todavía se está configurando, pero que, con toda
seguridad, será muy diferente a lo que hemos conocido hasta ahora.
En este contexto, una cosa está muy
clara: Occidente ha dejado de ser el gran Timonel y diversos países aspiran a
jugar su rol de grandes potencias y brillar con luz propia. Es el caso de
China, la India o Brasil, solo por poner algunos ejemplos.
Para ser alguien en el selecto club
de las potencias internacionales, la UE debería marcarse como asuntos
prioritarios, la defensa, el autoabastecimiento energético, la obtención de
recursos estratégicos y ser pionera en nuevas tecnologías. O dicho de otro
modo: depender cuanto menos mejor de otras potencias en aquellos campos que son
fundamentales para el desarrollo y el crecimiento.
Sería absurdo negar que se está
trabajando en esa dirección. Así, por ejemplo el gasto militar, aunque forzados
por la situación internacional, ha aumentado de manera considerable, y hay
iniciativas incipientes para mejorar su coordinación interna. Crece la
producción de energía renovable que nos hará más independientes. Se invierte en
tecnologías estratégicas y se ha hecho una apuesta decidida para impulsar la
industria autóctona de microchips. Sin embargo, estamos, todavía, muy lejos de
poder reducir nuestra dependencia de otros países.
No es mi intención escribir una oda
al belicismo, pero la realidad es la que es. En el mes de noviembre de 2021, desde
el departamento del vicepresidente de la Comisión Europea y máximo responsable
de la diplomacia comunitaria, Josep Borrell, bajo el título “Brújula
estratégica”, elaboraron un documento que se hizo llegar al pleno de la
Comisión Europea; con aquel estudio se quería forjar en la UE una posición
común sobre las amenazas geopolíticas que afrontaba el club. Como primer paso se
proponía la creación de una fuerza militar de emergencia antes de 2025. “Europa
está en peligro y los europeos no siempre son conscientes de ello”, advertía
Borrell en la presentación que hizo del documento a los principales medios de
comunicación europeos. Pues bien, cuando falta medio año para que entremos en
2025, esa fuerza militar de emergencia que sugería el alto mandatario ni está
ni se la espera.
Pero es que igual que ocurre con la
defensa, ocurre con otros sectores estratégicos: o no se sincronizan las
sinergias y cada país va por libre, en función de sus propios intereses. Existe
una especie de apatía generalizada que hace que los Gobiernos de cada Estado
estén más pendientes de su espacio nacional que de aquellas iniciativas que
pueden dar robustez y cohesión a la UE. Por desgracia el cortoplacismo y el
vuelo gallináceo tienen sus fervientes practicantes a escala europea.
Europa es también una suma de
intereses contrapuestos; por eso es fundamental saberlos conjugar, de forma
adecuada, para salvaguardar el bien común. Porque corremos el riesgo de que la
UE se vaya vaciando de contenidos y los enfrentamientos entre los países
empiecen a ser frecuentes. Si eso ocurre se darían alas al nacional-populismo,
a la vez que facilitaría la penetración de otras potencias en nuestros nichos
estratégicos de crecimiento.
Un dato: en 2023 se cumplieron 30
años de la creación del Mercado Único, en aquel entonces China y la India
representaban un 4% de nuestro PIB, hoy ya son el 25%. Por eso, la
integración de los mercados financieros es fundamental para sufragar los costes
de la transición verde. Algo que no será sencillo ni barato. En consecuencia, debería
hacerse en comunión entre el dinero público y el privado; para lograrlo se
tendrán que activar mecanismos que incentiven la inversión en esa línea.
En resumen, son muchos los ejes
vertebradores que han sostenido a la UE y que empiezan a necesitar de una
profunda remodelación y crear otros nuevos. No es fácil. Las resistencias al
cambio son inevitables. Ahora bien, de no hacerlo, acabaremos siendo algo así
como una sociedad de servicios que ofrece a los poderosos de otras latitudes,
impresionantes destinos turísticos trufados con una interesante oferta
histórica y cultural, y, también, un inmenso geriátrico donde podrán colocar a
sus mayores cuando en sus lugares de origen ya no sean de utilidad.
Quizás me equivoco, pero no creo que
eso sea lo que más nos interese. En cualquier caso, mañana podemos empezar a
evitarlo.
Bernardo Fernández
Publicado en E-notícies 08/06/2024
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