En el siglo XIX, la socialdemocracia
fue una tendencia revolucionaria difícil de diferenciar del comunismo.
Pretendía acabar con la división de la sociedad en clases, terminar con la
propiedad privada de los medios de producción y, en definitiva, destruir al
capitalismo. La democracia y la vía parlamentaria para conseguirlo eran
“trampas de la burguesía”. Sin embargo, en la actualidad no se parece en nada a
aquello: la socialdemocracia ha devenido en sinónimo de socialismo democrático.
El concepto de “socialismo” se ha
vistió a menudo contaminado por su asociación con las distintas dictaduras del
siglo XX (nacionalsocialismo, socialismo real,…). De hecho, la idea ha
evolucionado y ya es habitual hablar de socialdemocracia. Esta representa un
compromiso de aceptación de un capitalismo de rostro humano y de la democracia
parlamentaria como marcos en los que se van a atender los intereses de amplios
sectores de la población.
La edad de oro de la socialdemocracia
coincidió con la edad dorada del capitalismo, (desde el final de la Segunda Guerra
Mundial hasta la primera crisis del petróleo): fue cuando más creció la
economía, hubo pleno empleo y disminuyeron las desigualdades. Fueron los años
en que la socialdemocracia se convirtió en fuerza hegemónica.
En el año 1959, el todopoderoso
Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) abandonó el marxismo para convertirse en
una formación partidaria de la economía social de mercado, identificando
directamente al socialismo con la democracia. El SPD propuso crear un nuevo
orden económico y social conforme a los “valores fundamentales del pensamiento
socialista, la libertad, la justicia y la mutua obligación derivada de la común
solidaridad”. La consigna sería: “competencia donde sea posible, planificación
donde sea necesaria”.
La socialdemocracia se articula sobre
los principios de la Revolución Francesa: libertad, igualdad, fraternidad y se añade
la responsabilidad. Los grandes objetivos socialdemócratas son la
universalización: de las pensiones, la educación y la sanidad. Sus principios
inmutables son el compromiso con la democracia, las medidas de redistribución
de la renta y la riqueza, la regulación de la economía, y la extensión del
Estado de bienestar “desde la cuna hasta la tumba”. Para lograrlo es necesario un
Estado democrático fuerte para moverse dentro de la economía de mercado,
incluso para garantizarla. Hay dos creencias consustanciales en la naturaleza
de la socialdemocracia. Una es el reconocimiento de que el capitalismo es un
sistema inestable en su funcionamiento. Otra que es muy poco equitativo al
distribuir sus beneficios entre los ciudadanos. Por eso, esas desviaciones deben
corregirse mediante una adecuada intervención del Estado. Esa intervención la
han de decidir los políticos, no los economistas. Contra lo que a veces se
cree, las nacionalizaciones no son una de las señas de identidad de la
socialdemocracia, aunque fueron aplicadas en algunos países como en el Reino
Unido de Clement Attle o la Francia de Mitterrand.
A partir de los años setenta del
siglo pasado, la socialdemocracia fue declinando electoralmente. En primer
lugar, por su ineficacia en la lucha contra la inflación motivada por las dos crisis
del petróleo: los que habían domado el paro fueron incapaces de hacerlo con los
precios. También influyeron una serie de cambios sociológicos profundos que
modificaron las circunstancias vitales como por ejemplo, un progresivo decaimiento de la clase obrera
tradicional y la aparición de una emergente clase media; como consecuencia de
ello y de la revolución tecnológica se produjo el declive de la afiliación
sindical; la transición demográfica (de una sociedad de jóvenes a una sociedad
de mayores), que ponía en peligro la viabilidad del Estado del bienestar; la
ruptura del equilibrio entre el capital y el trabajo que se había establecido
en los años anteriores, etcétera.
La revolución conservadora de los
años ochenta y la Gran
Recesión del año 2008, fueron sendos torpedos en la línea de
flotación socialdemócrata. Ante la fortaleza de los postulados
ideológicos de Thatcher y Reagan, una parte de la socialdemocracia puso en marcha
la llamada “tercera vía”. Sus principales protagonistas el americano Bill
Clinton, el británico Blair y el alemán Schröder. Intentaron, básicamente, armonizar
la política económica de la derecha conservadora con la política social de la
izquierda, para ocupar el centro, que es donde, se supone, se ganan las
elecciones. Sin embrago, fue el liberalismo el que ganó la partida. Solo se
percibieron algunas pulsiones de socialismo reformador en medio de un
movimiento desregulador, con rebajas de impuestos y una participación menor del
Estado en la economía social de mercado. En el mejor de los casos, se hablaba
de centro-izquierda. Cuando le preguntaban a Thatcher cuál es su herencia intelectual, respondía: “Mi mejor legado es Tony Blair”.
Con la Gran Recesión que comenzó en
2008, se hizo evidente que la economía mundial había entrado en una crisis
general muy profunda; fueron muchos los analistas que creyeron que había
llegado incluso la hora final del capitalismo. Sin embargo, lo que se estaba
anunciando, era otra crisis de la socialdemocracia, con fenómenos
desconcertantes como trabajadores de baja cualificación que, al sentirse
desamparados se fueron a refugiar en la extrema derecha, o profesionales de
alta cualificación buscando soluciones a la izquierda del socialismo.
De hecho, la socialdemocracia ha
pasado de querer acabar con el capitalismo a tratar de gestionarlo para hacerlo
más justo. Ahora, los valores clásicos socialdemócratas son defendidos también
por los partidos a la izquierda de la izquierda. El comunismo es algo residual
en el mundo. Si examinamos detenidamente los programas de esas fuerzas
políticas que se autodenominan de “izquierda consecuente” sus propuestas son,
por lo general, un regreso a la edad dorada de la socialdemocracia
(keynesianismo, impuestos progresivos, regulación, servicios públicos,
universalidad de las pensiones, la educación y la sanidad, etcétera), con las implementaciones
del feminismo y el ecologismo.
Con la pandemia global de la Covid y la
guerra en Ucrania han cambiado las condiciones. Ahora la socialdemocracia tiene
otra oportunidad. Esperemos que los partidos socialdemócratas hayan aprendido
la lección del 2008. Hay que ensayar nuevos escudos sociales para completar el
Estado de bienestar y practicar un intervencionismo selectivo. La cuestión
principal es si podemos permitirnos sanidad, pensiones públicas, universales,
seguro de desempleo, una educación que no sea prohibitiva, etcétera, o todos
estos beneficios y servicios son demasiado caros. ¿Es un sistema de
protecciones y garantías “de la cuna a la tumba” más útil que una sociedad
impulsada por el mercado en la que el papel del Estado se mantiene al mínimo?
En definitiva, ¿tiene futuro la
socialdemocracia? Esa es la cuestión.
Bernardo Fernández
Publicado en e Notícies 20/04/2024
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