02 de juny 2025

NO AMIGOS, NO. NO ERA ESTO

En las postrimerías de la dictadura, tuve que correr, en más de una ocasión, por las calles adyacentes a la plaza de Catalunya y a las Ramblas de Barcelona porque los grises nos querían dar estopa por revindicar alguna demanda vecinal, defender los derechos laborales de los trabajadores o, simplemente, por pedir libertad. A un amigo mío, que cogieron con un macuto, en el que, según dijeron, llevaba propaganda subversiva, le zurraron la badana hasta hartarse, lo metieron en la cárcel y lo desterraron a Canarias a hacer la mili. Aquel chaval ya nunca volvió a ser el que era. A otro, con el que conservo una estrecha relación, le cayeron tres años de prisión, que cumplió en la cárcel de Torrero, en Zaragoza, acusado de pertenecer a un grupo anarcosindicalista. Otros, en cambio, no tuvieron tanta suerte y pagaron con la vida sus anhelos de libertad. No voy a hacer aquí una relación con los nombres de esos desafortunados porque me dejaría algunos y eso sería una grave injusticia. Además, todos los que tenemos una edad, conservamos el recuerdo de un buen número de personas que se quedaron por el camino.

El dictador murió en la cama, pero como dice Nicolás Sartorius, cofundador de Comisiones Obreras (CCOO), “es una falacia decir que la democracia la trajeron el rey Juan Carlos y el presidente Suárez” (…) “Fueron las movilizaciones de las clases populares en general y de la clase trabajadora en particular las que forzaron el final de la dictadura”; y yo añadiría que un conjunto de políticos, de izquierda y centroizquierda, supieron canalizar aquella inercia para llevar a cabo una transición que, tal vez, no fue tan modélica como nos quisieron hacer creer, pero que, en aquellas circunstancias, fue la que se pudo hacer. Sea como fuere, aquel cambio tuvo muchas más luces que sombras y nos permitió recuperar las libertades, legalizar partidos políticos y sindicatos, aprobar una Constitución y, en definitiva, establecer un régimen democrático homologable a cualquiera de los más desarrollados del mundo.

Siempre he pensado que, si todo aquello fue posible, en parte, lo fue por el acoquinamiento de la derecha que salió de la dictadura descolocada, anonadada y minoritaria (con una derecha crecida quizás hubiese sido imposible).  Sin embargo, con el tiempo la situación evolucionó y no sabría decir si para mejor. La cuestión es que fuimos entrando en una etapa que se podría denominar de normalidad democrática y buena parte de la ciudadanía que se había entusiasmado con aquel cambio de sistema empezó a poner en tela de juicio si todo aquello valía la pena. O sea, hizo acto de presencia el desencanto.

No obstante, en poco más de diez años España dio un giro que ya no la reconocía ni la madre que la parió, como dijo un conocido político. La transformación fue profunda. Pero no se establecieron los mecanismos de control adecuados, ni se actuó con la necesaria celeridad y contundencia, y eso hizo que muy pronto aparecieran unos cuantos sinvergüenzas que se enriquecieron a costa del erario.

Esas anomalías facilitaron el hartazgo popular y que la derecha se fuese desacomplejando, hasta que liderada por un personaje nada empático pero que supo aglutinar a todas las tendencias derechistas, acuñó aquello del “Váyase señor González” y se produjera “la dulce derrota” que descabalgó a los socialistas del poder.

Y así hemos llegado hasta aquí, con la corrupción tan increscendo como la desafección política ganando adeptos. Además, se ha convertido en algo habitual que la crispación suba cuando a la derecha la aritmética parlamentaria no le dé para gobernar y se ha de quedar en la oposición. Entonces echan mano de todo lo que tienen a su alcance para desalojar a los okupas izquierdosos de las instituciones; porque para ellos que el poder esté en sus manos es lo lógico; pero que gobierne la izquierda es una anomalía. Y como que la estrategia de la polarización les dio pingües beneficios electorales tiempo atrás, ahora la han recuperado y resulta bochornoso ver o escuchar un pleno o una sesión de control al Gobierno en el Congreso de los diputados o el Senado. Allí lo que vale es el insulto, la descalificación gratuita y, en consecuencia, la discusión tabernaria se impone al razonamiento sereno, a la crítica aguda y la reflexión rigurosa; todo vale para lograr un titular y quince segundos de gloria en el prime time de un informativo televisivo, lo demás no importa.      

Y, si con eso no es suficiente, judicializan la política y caldean el ambiente convocado concentraciones en cualquier lugar público o mandan a la gente a rezar el rosario a la puerta de la sede del adversario. Todo vale.

Entiendo que no es fácil afrontar una situación semejante, pero la izquierda no debería caer en esas provocaciones. La suciedad no se limpia ensuciando más, al contrario. A mi modo de ver, falta determinación y contundencia en según qué situaciones como, por ejemplo, el affaire de Leire Díez que amenaza con airear información comprometedora de la Unidad Central Operativa (UCO) o el espectáculo esperpéntico de Miguel Ángel Gallardo, presidente de la Diputación de Badajoz y que pasó a ser diputado autonómico de la noche a la mañana y así retrasar la apertura de juicio oral, ya que está siendo investigado por tráfico de influencias y prevaricación por un presunto enchufe laboral al hermando de Pedro Sánchez.  A los ojos de la opinión pública, eso es una frivolidad y coloca al mismo nivel de chupópteros al PSOE que al PP.

Y es que no amigos, no. No era esto. No salimos a las calles a jugarnos la piel, ni nos jugamos la libertad, ni otros perdieron la vida para que años después unos aprovechados viniesen a sacar beneficios espurios de todos aquellos sacrificios y renuncias. Estamos mayores. Es cierto. Pero no estamos gagás y aún nos quedan muchas cosas por hacer y decir. Así pues, que no nos tomen por lo que no somos.

 

Bernardo Fernández

Publicado en Catalunya Press 01/06/2025

 

26 de maig 2025

LA MALA SALUD DE HIERRO DE LAS PENSIONES PÚBLICAS

Los profetas de la catástrofe vuelven a la carga. Se pasaron años advirtiéndonos de que las pensiones públicas estaban al borde del colapso. Sin embargo, en diciembre de 2021, el Gobierno presidido por Pedro Sánchez aprobó, con el voto en contra de PP, Vox y Ciudadanos una ley que fija un marco estable para la revalorización de las pensiones. De acuerdo con esa norma, el 1 de enero de cada año se incrementarán las pensiones de acuerdo con la inflación media anual registrada en el ejercicio anterior. De esa manera, se garantiza que los pensionistas no pierdan poder adquisitivo.

En un principio, los tiburones del capitalismo pusieron el grito en el cielo, pero muy pronto entendieron que la pataleta era inútil y guardaron silencio. No obstante, no han tardado en volver a las andadas y ya resulta bastante habitual encontrar artículos de prensa y/o comentarios en tertulias y debates que alertan del riesgo que supone ese sistema de retribución, argumentando que no es sostenible. La realidad, sin embargo, es muy otra y la cuestión es que la tajada que obtendrían las entidades financieras gestionando pensiones privadas es demasiado grande como para renunciar a ella sin presentar batalla, aunque sea con explicaciones falaces.

Una de las tesis más utilizadas para demostrar la inviabilidad del sistema es la visión estrictamente cuantitativa del número de trabajadores para considerar la productividad. Pero es que el problema no estriba en cuántos son los que producen sino en cuánto es lo que se produce. Cien trabajadores pueden producir lo mismo que mil si su productividad es diez veces superior, de tal modo que los que cuestionan la viabilidad de las pensiones públicas cometen un gran error al basar sus argumentos únicamente en la relación del número de trabajadores por pensionistas pues, aun cuando esta proporción se reduzca en el futuro, lo producido por cada trabajador será mucho mayor. Quizá lo ocurrido con la agricultura pueda servir de ejemplo. Hace setenta años el 30% de la población activa española trabajaba en agricultura; hoy únicamente lo hace el 4%, pero ese 4% produce más que el 30% anterior. Por consiguiente, un número menor de trabajadores puede mantener a un número mayor de pensionistas.

Otros de los argumentos recurrentes para desprestigiar el sistema público de pensiones es un informe de la Unión Europea sobre envejecimiento, según el cual España llegará a un máximo de gasto en pensiones de algo más del 14% en 2050. Y los catastrofistas sostienen que será un porcentaje inasumible para las arcas públicas de nuestro país. En cambio, olvidan que otros países ya han alcanzado esos porcentajes de su producto interior bruto. Por consiguiente, asumir que Francia o Italia pueden dedicar hoy en día el 15 o 16% de su PIB a pensiones y que España no podrá dedicar un porcentaje similar en 2050, es tanto como aceptar que el paro alcanzará niveles impensables o que los salarios españoles van a ser mucho peores que tercermundistas en los próximos años. Como también es una falacia decir que el aumento de la esperanza de vida puede provocar una hipotética imposibilidad del Estado para hacer frente al pago de las pensiones.

De todos modos, la clave de este interminable debate está en presentar la Seguridad Social como algo distinto y separado de los servicios del Estado. Ese es un planteamiento neoliberal que no cabe en los principios constitutivos del Estado social. La protección social no es algo accidental al Estado sino una responsabilidad del mismo, algo que está en su esencia.

De hecho, hasta 1988 en los presupuestos del Estado aparecían transferencias de recursos del Estado a la Seguridad Social. Fue con la Ley de Presupuestos de 1989 cuando se desarrolló un cambio de modelo de financiación mediante el compromiso de financiar progresivamente con aportaciones públicas los complementos de mínimos de las pensiones y la sanidad. Fue en 1994 cuando se introdujo un antecedente muy negativo al cubrir los desequilibrios entre cotizaciones y prestaciones con crédito del Estado en vez de hacerlo mediante transferencias.

En un Estado definido como social por la Constitución, es un contrasentido que las pensiones se deban financiar exclusivamente mediante cotizaciones sociales. Son todos los recursos del Estado los que tienen que hacer frente a la totalidad de los gastos de ese Estado, también a las pensiones. La separación entre Seguridad Social y Estado es meramente administrativa y contable pero no económica y, mucho menos, política. Es más, el hecho de que la sanidad y otros tipos de prestaciones que antes se imputaban a la Seguridad Social hoy se encuentren en los presupuestos del Estado o de las Comunidades Autónomas prueba que se trata de una separación “técnica”.

La Seguridad Social es parte integrante del Estado, su quiebra solo se concibe unida a la quiebra del Estado y el Estado no puede quebrar. Como mucho puede acercarse a la suspensión de pagos, pero tan solo si antes se hubiese hundido toda la economía nacional, en cuyo caso no serían únicamente los pensionistas los que tendrían dificultades, sino todos los ciudadanos: poseedores de deuda pública, funcionarios, empresarios, asalariados, inversores y, por supuesto, los tenedores de fondos privados de pensiones. Los apologistas de estos últimos, que son los que más hablan de la quiebra de la Seguridad Social, olvidan que son los fondos privados los que tienen mayor riesgo de volatilizarse, como quedó demostrado en la crisis financiera de 2008. Ante una hecatombe de la economía nacional, pocas cosas podrían salvarse.

Afirmar que son los trabajadores y los salarios los únicos que han de mantener las pensiones es un planteamiento incorrecto. No hay ninguna razón para eximir del gravamen a las rentas de capital y a las empresariales. El artículo 50 de la Constitución Española afirma: “Los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad”. Las pensiones, en tanto que derechos subjetivos de los ciudadanos establecidos en la Constitución, tienen la consideración de “gastos obligatorios” que por su naturaleza no están ligados a la suficiencia de recursos presupuestarios, ni a la evolución de una determinada fuente de ingresos. Por lo tanto, el Estado ha de concurrir con los recursos necesarios para asegurar el pago de las pensiones, sea con las cotizaciones o con cualquier otro impuesto. Y si las cotizaciones no son suficientes para financiar las prestaciones en una determinada coyuntura, el desfase ha de ser cubierto por las aportaciones del Estado.

En definitiva, podemos estar tranquilos porque las pensiones de nuestros mayores no corren riesgo. Otra cosa es que de forma recurrente las entidades financieras y sus empresas afines nos advierten, de forma reiterada, de la inviabilidad del sistema público de pensiones. Pero la verdad es que no hay razón para la alarma porque el sistema goza de una envidiable mala salud de hierro.

 

 

Bernardo Fernández

Publicado en Catalunya Press 25/05/2025

 

21 de maig 2025

DE FRANCISO A LEON XIV SIN OLVIDAR A PEPE

Robert Francis Prevost empezó a ejercer su pontificado desde el mismo momento en que fue elegido Papa. No lo tiene fácil y él lo sabe. Francisco dejó el listón muy alto y ahora será muy complicado seguir por la senda de apertura y acercamiento a los más desfavorecidos que marcó Jorge Mario Bergoglio y retroceder a posiciones pretéritas no es una opción.

La iglesia católica está en franco retroceso, al menos, en Occidente. Entre los europeos solo el 20% se declara creyente y los seguidores de la Iglesia de Roma crecen a un ritmo modesto del 0,2%. En España la situación no es mejor. Los practicantes no llegan al 19% y la suma de no creyentes, ateos y agnósticos de menos de 35 años ronda el 60%. Por lo tanto, necesita revulsivos para no seguir perdiendo feligreses porque los datos, para los que creen, son francamente alarmantes.

En el mundo se practican más de 4.000 religiones y el 84% de la población dice tener alguna creencia religiosa. Unos 2.600 millones de personas se reconocen cristianos y llegarán a 3.000.millones en 2050. Con todo, es el islam el credo que más se expande. A día de hoy, son unos 2.000.millones y se calcula que a mitad de este siglo rondarán los 2.800 millones de creyentes.

El papa Francisco fue un muro de contención frente al nacional populismo, puesto que dos de sus principales posiciones políticas —el respaldo a los inmigrantes y la defensa del medio ambiente— estaban en franca contraposición con los programas ultraderechistas. Bergoglio nunca se puso de perfil en los conflictos con los intransigentes, basta recordar su rechazo sin paliativos a las salvajes políticas de Donald Trump con los inmigrantes.

Es cierto, no obstante, que Francisco tomó decisiones que para algunos pueden estar cargadas de un cierto populismo. Es el caso, por ejemplo, de negarse a residir en la parte noble del Vaticano. Para otros, fue una clara declaración de intenciones coherente con los postulados de San Francisco de Asís. Sin embargo, en opinión de sus detractores recuerda a ciertas estrategias populistas que buscan de forma muy teatral aglutinar al pueblo ante las élites. Su mandato estuvo mucho más jalonado por luces que por sombras, pero su conservadurismo para con el papel de las mujeres en la Iglesia contrasta con su apertura de miras en otros ámbitos

Por el contrario no se sabe casi nada de lo que piensa Prevost: no existe una producción literaria ni de libros, documentos o intervenciones que indiquen cuales puede ser las tendencias del nuevo pontífice. Por su parte, el Vaticano ni siquiera ha confirmado todavía que el perfil de X que se presenta como suyo, donde los medios han encontrado algunas reflexiones, sea oficial.

En su primera intervención pública ante unas 100.000 personas y que duró unos diez minutos, utilizó expresiones e ideas de anteriores pontífices junto con criterios propios. En principio, fue una catequesis para los fieles, sin un solo titular para los medios, es decir, para consumo de la propia comunidad creyente, no para el resto del mundo. Pero aprovechando el aniversario del fin de la II Guerra Mundial cambió de registro y con un discurso netamente político anunció: “Me dirijo a los grandes del mundo: ¡nunca más la guerra!”, una repetición de las palabras de Pablo VI en su discurso ante la asamblea general de la ONU en 1965.

Este último domingo León XIV ha comenzado oficialmente su mandato con la celebración de una misa ante 200.000 personas y delegaciones de 150 países. Entre ellos los Reyes de España, el vicepresidente de EEUU J.D. Vance o Vlodímir Zelenski con el que se ha entrevistado después de la ceremonia.

En la homilía León XIV ha puesto el acento en dos cuestiones: de cara al exterior ha pedido fraternidad, y reconciliación para un mundo herido por el odio, la violencia, los perjuicios y le miedo al diferente. De puertas adentro ha remarcado la necesidad de tender puentes entre facciones y amalgamar la tradición y las reformas para adaptarse al mundo actual.

Con la elección de Prevost, el Vaticano ha hecho toda una declaración de intenciones y anuncia que no se va a conformar con ser un convidado de piedra y, por consiguiente, no va a permanecer pasivo ante el nuevo orden mundial que ya se está configurando. Y es que en realidad una de las cuestiones que está en juego es quien enarbola la bandera de los valores cristianos que ahora manosean con total descaro desde la Casa Blanca EEUU a Giorgia Meloni en Italia, Viktor Orbán en Hungría o Vox en España.

Seamos o no creyentes, es una evidencia que la actitud del Papa ante los grandes problemas termina por incidir en nuestras vidas cotidianas. Por eso, tiene una importancia capital que León XIV siga la huella que Francisco dejó en decenas de millones de personas.      Porque estando muy lejos de compartir creencias, existía una gran sintonía entre Francisco y amplios sectores de la sociedad en su empeño por dar visibilidad a esa otra parte de seres humanos a los que la mayoría de prebostes y clases favorecidas se afanan en orillar no vaya a ser que salgan de sus escondrijos y jodan  la fiesta.

En eso coincidía plenamente Bergoglio con otro grande que se nos ha ido estos días: Pepe Mujica, expresidente de Uruguay, un hombre íntegro y referente para la izquierda sudamericana que hizo de la palabra la mejor arma para lograr la paz.

A los dos que la tierra les sea leve.

 

 

Bernardo Fernández

Publicado en Catalunya Press 19/05/2025

 

14 de maig 2025

DEMENCIA POLÍTICA SELECTIVA

¿Recuerdan? Fue el 24 de febrero de 2005. En el Parlament de Cataluña se estaba sustanciado un pleno como consecuencia del derrumbamiento producido por las obras del metro en la plaza Pastrana del barrio del Carmelo de Barcelona. El ambiente era tenso porque en Convergència i Unió (CiU) no habían asimilado la pérdida del poder y acusaban a los socialistas y al Govern trtipartito de todos los males habidos y por haber. En un momento dado el president Pasqual Maragall pidió la palabra y dijo: “Vostès tenen un problema, i aquest problema es diu tres per cent“(Ustedes tienen un problema, y ese problema se llama tres por ciento). La frase cayó como una bomba. Artur Mas súper indignado, o eso parecía, amenazó con retirar el apoyo al Govern, en la reforma del Estatut que en aquellas fechas se estaba debatiendo en la Cámara catalana, cosa que habría impedido llevarlo adelante, e interpuso una querella contra el president por calumnias. Unos días más tarde Maragall retiró su acusación y Mas hizo lo mismo con la querella.

Un tiempo después a Maragall le diagnosticaron Alzheimer. El president tuvo la dignidad humana y la honradez política de anunciarlo públicamente. La maldita enfermedad fue haciendo su camino y, a día de hoy, alguien de su entorno me dice que el expresident casi no percibe las imágenes, pero cada día escucha música clásica, con frecuencia Beethoven.

Mientras, Artur Mas siguió con su carrera política; hasta la fecha no se sabe si le han diagnosticado alguna enfermedad grave o no. La cuestión es que con diagnóstico o sin él, Mas parece tener demencia política selectiva; una enfermedad que no está reconocida en los cuadros clínicos, pero que la padecen aquellos individuos que se empeñan en negar las evidencias cuando estas les señalan.

Artur Mas ha sido el presidente más veleta de la democracia recuperada. Muy pronto dilapidó la confianza que en él habían depositado. Sin despeinarse pasó de coquetear con en el PP para sacar los presupuestos adelante, a declarase independentista convencido, mientras cosechaba el dudoso honor de presidir el gobierno que más recortes sociales hizo en toda Europa, unos 3.000 millones de euros, incluidos 50 millones de ajuste a quienes cobraban la renta mínima de inserción. Con razón en algunos ámbitos le llamaban Mas “Manostijeras”.

Fue tan patán que, teniendo una cómoda mayoría que le permitía gobernar sin agobios, se creyó el elegido de alguna extraña providencia y convocó elecciones anticipadas para lograr una mayoría absoluta, pero en realidad perdió un buen puñado de diputados y quedó a merced de otras fuerzas independentistas.  

Después de diversa idas y venidas en diciembre de 2014 propuso la creación de una lista única formada por partidos políticos, sociedad civil y profesionales (expertos reconocidos) a favor de la independencia para presentarse en las elecciones autonómicas que convocaría para el 27 de septiembre de 2015. Esa lista única independentista fue bautizada con el nombre de Junts pel Sí y, curiosamente el candidato a la presidencia de la Generalitat, que era él mismo Mas no encabezaba la lista, ocupaba el número cuatro. Todo un acto de gallardía política.

Aquellas elecciones las ganó con claridad el independentismo, pero las negociaciones para formar Govern fueron tremendamente difíciles y complejas. Al final, el 9 de enero de 2016, después de un acuerdo in extremis entre Junts pel Sí y la CUP, se anunció que Mas sería sustituido como presidente de la Generalidad por Carles Puigdemont, condición impuesta por la CUP para dar soporte a la investidura. El de 12 de enero Artur Mas iba a parar  ​a la “papelera de la historia” según los cupaires.

He hecho este brevísimo recorrido histórico porque en una reciente entrevista en TV3, Artur Mas aseguró que “si Pasqual Maragall dijo aquello del 3% es porque estaba afectado por el Alzheimer”. Ya. Esa afirmación no tendría más trascendencia si la persona aludida estuviera en plenas facultades. Sin embargo, se convierte en una crueldad y una vileza cuando el señalado está imposibilitado por la enfermedad e incapacitado para defenderse.

Parece que Mas ha olvidado o, peor, no quiere recordar que tuvo que disolver el partido que presidía, Convregència Democràtica de Catalunya (CDC), con el que llegó a ser president de la Generalitat porque estaba corrompido hasta las trancas. Que fue condenado por los tribunales, que piezas separadas del famoso 3% aún se arrastran por los juzgados de Cataluña. Pero es que hubo más, mucho más. CDC fue algo así como la Cosa Nostra en versión catalana.

Muchos de los casos de corrupción en que CDC estuvo implicada fueron aireados por los medios de comunicación y conocidos por la ciudadanía y como que no quiero hacer sangre no insistiré. No obstante, si quiero recordar que Artur Mas fue presidente de CiU de 2001 a 2015 y cuando Unió desapreció siguió siéndolo de CDC hasta que se reconvirtió en el PDCat. Proceso que, por cierto, fue pilotado por el propio Mas.

No quiero frivolizar sobre algo tan sensible como es la salud mental de una persona. Pero después de analizar algunas de las decisiones de Artur Mas cuando era president y sus actuales declaraciones sobre Pasqual Maragall se me plantea un serio dilema: este hombre o tiene alguna afectación que le influye en su capacidad de raciocinio y de asumir la realidad o tiene la cara más dura que el cemento armado. Otra explicación no me cabe en la cabeza.

 

 

 

Bernardo Fernández

Publicado en CatalunyaPress 11/05/2025



 

07 de maig 2025

EL FEDERALISMO COMO SOLUCIÓN

Se han cumplido cien días desde que Donald Trump regresó a la Casa Blanca. Prometió que llegaría al Despacho Oval a lomos de la revancha, dijo que tacharía todos los nombres de su lista de enemigos, parece que Europa está en ese inventario y, desde luego, lo está cumpliendo.

Unas de sus primeras boutades fueron las amenazas más o menos veladas para que los miembros de la OTAN gastasen más en armamento o, de lo contrario, EE. UU podría abandonar la Alianza Atlántica. Unas pocas semanas más tarde, Trump anunció una subida arbitraria y desmesurada de los aranceles, aunque de momento en stand by.  Pues bien, todo es hizo sonar todas las alarmas en la UE. Y con razón, porque la actitud displicente y macarra del mandatario norteamericano y sus adlátares suponen una quiebra del modelo de las relaciones internacionales que se vienen practicando desde hace décadas, de manera especial tras la caída del Muro de Berlín y la desaparición de la URSS.

Ante el nuevo orden mundial que se adivina en el horizonte, lo peor que le puede pasar a la Unión Europea es que en las cancillerías de los países miembros del selecto club se entone el “sálvese quien pueda” y cada cual intente plantar cara o “lamer el culo” (en palabras del propio Trump) al, hasta ahora, socio norteamericano.

Se avecinan tiempos difíciles. La agresiva política arancelaria del presidente de Estados Unidos amenaza con frenar los intercambios internacionales, lastrar el crecimiento económico y fragmentar la economía. Según la Organización Mundial de Comercio (OMC), la producción mundial podría caer un 7%.

Acontecimientos como la pandemia de COVID-19 o la invasión rusa de Ucrania han evidenciado la necesidad de una integración europea más profunda. Esas crisis no solo han requerido respuestas inmediatas, sino que también han destacado la importancia de un enfoque estratégico a largo plazo para la UE. La respuesta coordinada de Europa a la crisis sanitaria, desde la adquisición conjunta de vacunas hasta la implementación de políticas de recuperación económica, han puesto de manifiesto la eficacia de las acciones conjuntas.

El Plan de Recuperación, los fondos Next Generation o la utilización de los fondos del Banco Central, son iniciativas con un claro enfoque federal. Esas decisiones han hecho que la opinión pública empiece a constatar la importancia y el valor de la institución y esté incrementado el apoyo ciudadano a la Unión Europea. En consecuencia, los líderes europeos han de valorar la importancia que tiene mantener el apoyo de las clases medias.

La deriva de la Administración norteamericana es, cuando menos, una invitación a que los líderes europeos repiensen el futuro de la UE. Debemos estar preparados para los cambios que están llegando en el siglo XXI, como, por ejemplo, el Brexit, la pandemia, ahora la guerra comercial y, a saber, lo que está por venir. Hoy en día la Unión es un club de 27 Estados en el que hay codazos para entrar porque la paz, la estabilidad y la prosperidad son sus ejes vertebradores y de ahí nadie quiere salir, sobre todo en momentos de incerteza como el actual. Pero si tuviésemos una estructura federal, nuestra unión nos convertiría en una gran potencia y, por lo tanto, podríamos negociar en igualdad de condiciones, con otros Estados como Rusia, Estados Unidos o China. Por eso, cada vez son más las voces que mantienen que Europa será federal o no será. Una de ellas fue la del papa Francisco (q.e.p.d.) cuando en una entrevista en el diario italiano La Repubblica en 2016 confesaba que “O Europa se convierte en una comunidad Federal o no contará en el mundo “.

Más pronto que tarde los europeos deberemos decidir cómo canalizar nuestra inteligencia y energía política para rentabilizarla al máximo. No nos podemos negar a afrontar, con la máxima determinación, los retos que suponen las diversas crisis que hay planteadas como la post pandemia, la guerra de Ucrania, el polvorín de Oriente Medio o el acoso y derribo al que nos quieren someter desde la Administración estadounidense. A la vez, tampoco podemos ignorar los problemas sociales, como la inmigración, la integración de diferentes culturas o minimizar la amenaza de los populismos ultras en Europa. Se trata de entender que debemos trabajar como una comunidad unida, como una auténtica federación, porque así nos irá mucho mejor. Es nuestra responsabilidad como ciudadanos europeos.

El federalismo no es en sí de izquierdas ni de derechas. Pero resulta bastante absurdo considerarse de izquierdas y no ser federalista, porque hoy es imposible resolver los grandes problemas que nos acechan en el marco estrecho de la soberanía nacional. Y por ello tenemos que dedicar todo el tiempo necesario a dar la batalla ideológica por esta obviedad, dado que no son pocos los que piensan que el soberanismo es lo más progresista que existe. No se trata de soñar con un “federalismo auténtico”, sino que hay que avanzar con reformas profundas que tomen como referencia las principales federaciones del mundo, que, por cierto, son algunas de las democracias más prósperas existentes.

Por consiguiente, una Europa federal no puede ser tan solo una utopía. Es una respuesta pragmática y realista a los desafíos globales. Una necesidad para asegurar el bienestar y progresos sociales alcanzados en Europa desde la fundación del proyecto europeo. Es momento de abrazar este concepto no solo en teoría, sino también en la práctica, avanzando hacia una Europa más unida, eficaz, efectiva y representativa. Una Europa federal es la llave para un futuro más próspero y seguro para todos sus ciudadanos, ofreciendo un modelo de cooperación y cohesión que podría servir de ejemplo a nivel mundial. En definitiva, abrazar el federalismo europeo no es solo una elección política, sino una decisión estratégica para un futuro sostenible y pacífico.

 

 

Bernardo Fernández

Publicado en Catalunya Press 05/05/2025

 

29 d’abril 2025

INCONTINENCIA VERBAL

El pasado martes, 22 de abril, cuando faltaban veinticuatro horas para que acabase el plazo para presentar a la OTAN las previsiones de gasto militar para este año, y tras un Consejo de Ministros intenso, Pedro Sánchez compareció ante los medios de comunicación para informar que España invertirá 10.471 millones más de euros en defensa en 2025, hasta llegar a un total de 33.123 millones, y “cumplirá este año con el objetivo del 2%” del gasto militar comprometido con la Alianza, adelantando en cuatro años la fecha fijada hasta ahora por el Gobierno, que era 2029.

Según el presidente Sánchez ese fuerte aumento de la inversión en defensa supondrá un “esfuerzo importante pero proporcional” a la potencia económica de España. El 87% de la inversión, unos 9.000 millones de euros, se destinarán a empresas españolas y menos del 5% se gastará fuera de la UE; y tan solo una quinta parte del dinero se destinará “a la compra de armamento en el sentido tradicional del término”. El presidente lo ve como una “oportunidad para la reindustrialización” de la que podrán beneficiarse todas las comunidades autónomas, supondrá un aumento de entre 0,4 y el 0,7 puntos del PIB español y la creación de 100.000 empleos, 36.000 de ellos directos. A la vez, garantizó que se hará sin aumentar el déficit, sin reducir “un céntimo de euro el gasto social, ni tocar el bolsillo de los ciudadanos”; es decir, sin recortar el Estado del bienestar, ni subir los impuestos.

He escrito Consejo de Ministros intenso porque, aunque, en teoría, las deliberaciones de ese órgano son secretas, muy pronto supimos que los miembros de Sumar se opusieron con uñas y dientes a la propuesta del presidente.

Pues bien (“éramos pocos y parió la abuela”, que diría un castizo), en plena polémica entre los socios del Ejecutivo por el aumento del gasto en defensa, saltó la noticia que, desde el Ministerio de Interior, se estaba ultimado la compra de 15 millones de balas a Israel, por un importe de 6,6 millones de euros, y aunque, el pasado 24 de octubre, se había decidido anular el contrato; por indicaciones de la abogacía del Estado el departamento que dirige Fernando Grande-Marlaska rectificó, anunciando que seguía adelante con la compra, porque de no hacerlo se debería indemnizar a la empresa vendedora. Desde luego esa decisión no ha sido de las más acertadas de las que ha tomado el ministro a lo largo de su carrera. Al final, se impuso el sentido común y por indicación del presidente del Gobierno se anuló el pedido.

Pero es que casi inmediatamente después supimos que desde el inicio de la escalada bélica de Oriente Próximo, España ha adjudicado 46 contratos a la industria militar israelí por un valor global de algo más de 1000 millones de euros según un estudio del Centro Delàs de Investigaciones para la Paz basado en los datos publicados por la Plataforma de Contratación del Estado.

Diez de estos contratos, por valor de unos 817 millones de euros, aún no se han formalizado. Entre ellos figuran el lanzacohetes múltiple SILAM, por 576 millones, o el sistema de misiles antiaéreos Spike, por 237,5 millones. Según el Ministerio de Defensa esos contratos, adjudicados a empresas españolas, utilizan tecnología de las compañías israelíes Rafael y Elbit, y, a día de hoy, no son sustituibles por otro proveedor. Así pues, tenemos polémica para tiempo.

Todo eso provocó una tormenta de declaraciones y contradeclaraciones en la que no podía faltar el PP exigiendo que los contratos se cumplan y amenazando presentar una denuncia ante el Tribunal de Cuentas si se cancelan los acuerdos. Los de Feijóo siempre dispuestos a colaborar…, para montar la bronca.

No les voy a quitar la razón a las personas y/o entidades que han puesto el grito en el cielo por esas posibles compras. Comprendo, respeto y comparto buena parte de los recelos que este tipo de decisiones generan en los ciudadanos progresistas de a pie, porque apuntan a la línea de flotación de algunos de aquellos ideales que defendimos durante tantos años. Pero hay que entender que la realidad es poliédrica y, por ejemplo, la industria de seguridad y defensa puede ser una herramienta útil para revitalizar la economía.

 

Sin embargo, me sorprende el nihilismo y candidez aparente de algunos políticos que se autodefinen como progresistas, pero que se han quedado colgadas de los postulados de la izquierda de los años 70 y 80. Se puede hacer y/o decir lo mismo o más con mucho menos ruido y sin regalarle los oídos a la derecha y a sus voceros. Seguramente no acaban de ser conscientes; pero no se ha cerrado una crisis que ya se está preparando otra andanada para poner en jaque al Ejecutivo. Cuando no es una cosa es otra. Y con tanta bronca y tanta alharaca están poniendo una alfombra roja para que Núñez Feijóo y su socio Abascal lleguen a la Moncloa sin despeinarse.

No quiero ser mal pensado y creo que nadie en la izquierda se mueve por intereses espurios como apuntan algunos tertulianos y comilitones de la caverna mediática, pero, en mi opinión, determinados líderes progresistas deberían evitar la incontinencia verbal. Parece que no son conscientes de que las trifulcas entre los socios de coalición debilitan al Gobierno y generan hartazgo en la ciudadanía y eso es terreno abonado para que las derechas lleguen pronto al poder.

 

 

Bernardo Fernández

Publicado en Catalunya Press 28/04/2025

 

LAS AUTOCRACIAS VAN GANANDO

La organización no gubernamental Freedom House, con sede en Washington, dedicada a promover la democracia y los derechos humanos, asegura en un informe reciente que la libertad lleva casi 20 años disminuyendo en el mundo y cediendo posiciones frente al autoritarismo. En 1991 despareció la Unión Soviética y parecía que las democracias liberales habían triunfado. Sin embargo, la realidad es otra y parece que las autocracias van ganando la partida.

Es el caso de Rusia: en el país de los zares y los sóviets la democracia liberal nunca tuvo la menor oportunidad. Vladimir Putin jamás pensó en establecer un sistema de libertades reales para su pueblo.

En cambio, Hungría, un país integrado en la Unión Europea, es una muestra clara de la evolución desde la democracia liberal a un modelo de rasgos autocráticos. Allí Viktor Orbán, fundador del movimiento Fidesz (Alianza de Jóvenes Demócratas) en 1988, cuando aún existía la Unión Soviética, gobernó con un programa de estabilización política y económica entre 1998 y 2002. Al retornar al poder en 2010, con mayoría absoluta en el Parlamento, Orbán se había desplazado desde posiciones liberales a posiciones netamente conservadoras y, según su propia definición, “iliberal”. La fragilidad económica europea generó un clima de miedo que abrió las puertas a las nuevas derechas en Francia, Italia, Alemania, Reino Unido y en la mayoría de las nuevas democracias excomunistas.

Viktor Orbán enarboló una de las banderas tradicionales de la ultraderecha clásica de hace un siglo, una de las que el sociólogo hispano-estadounidense Juan Linz describió en su libro La quiebra de las democracias (1978): el antisemitismo. Ya en 1989, cuando colapsaron los regímenes comunistas europeos, amplios sectores de la sociedad húngara mostraban un recelo profundo hacia los judíos. Con habilidad malsana, Orbán canalizó el antisemitismo general hacia una persona en particular, el multimillonario judío George Soros, a quien se atribuyeron diversas conspiraciones presuntamente encaminadas a la erosión de la nación húngara. El foco de la aversión gubernamental se dirigió a la Universidad Centroeuropea, fundada y financiada por Soros (quien, casualmente, había pagado la beca con la que Orbán estudió un año en Oxford); al final, la Universidad tuvo que ser trasladada a Viena.

La crisis financiera de 2008 fue la peor del capitalismo desde 1929, y marcó un punto de inflexión. El riesgo de colapso era tan grave que, el entonces presidente francés, Nicolas Sarkozy, habló de la necesidad de “refundar el capitalismo”. Pero luego resultó ser el capitalismo el que siguió refundando todo lo demás. Las consecuencias de aquella crisis fueron un escenario de ruinas que todavía persisten. La izquierda tradicional quedó seriamente tocada: la socialdemocracia y el sindicalismo quedaron desbordados por la realidad.

Aquellos lodos trajeron estos polvos y desde 2008 se han acelerado los excesos del capitalismo, han aumentado las desigualdades, y los patrimonios vergonzosamente gigantescos han tomado carta de naturaleza; de la misma manera que la precariedad se ha instalado en el mundo laboral y la globalización, que ya había desindustrializado parcialmente Estados Unidos y la Unión Europea, empezó a ser percibida en determinados sectores como un mecanismo fuera de control.

Con ese paisaje de fondo, la derecha más ultra perdió los complejos ─sí es que tenía alguno─, y se lanzó a transformar los consensos forjados desde 1945 e imponer sus propias ideas. Y para eso, necesitaba agitar el espantajo de la inmigración masiva y contraponer las llamadas “culturas nacionales” a los mosaicos multiculturales, según su teoría, incompatibles entre sí.

Las autocracias, no son solo atribuibles a una simple derechización (tenemos los casos de Venezuela o Nicaragua, que se autodefinen como izquierdistas), inicialmente pueden atraer a una buena parte de la población por sus reclamos populistas. La ensayista conservadora Anne Applebaum destaca tres elementos como factores esenciales para comprender esas situaciones: El primero, atribuir la responsabilidad de los problemas a la oposición oa un enemigo externo (los inmigrantes son utilísimos en ese sentido). El segundo, propone soluciones fáciles: “Con frecuencia las personas se sienten atraídas por las ideas autoritarias porque les molesta la complejidad; les disgusta la división, prefieren la unidad”. El tercero, apelar a discursos pesimistas y en definitiva al miedo: "Estados Unidos está condenado, Europa está condenada, la civilización occidental está condenada. Los responsables de tanto desvarío son la inmigración, la corrección política, la cultura, el establishment, la izquierda y los demócratas".

Por supuesto, ese mecanismo no funcionaría si no contuviera elementos verosímiles para grandes sectores de la sociedad. Hemos de ser honestos con nosotros mismos y reconocer unas fuerzas progresistas, en ocasiones timoratas respecto a determinadas cuestiones como, por ejemplo, la inmigración (ya que no siempre ponen en práctica lo que defienden en sus documentos) o el alejamiento de los gobernantes de los problemas reales y que preocupan a la ciudadanía, mientras que personajes como Marine Le Pen Javier Milei o el propio Donald Trump dicen identificarse con los problemas de los trabajadores.

La compleja situación geopolítica actual favorece claramente a las fuerzas autoritarias y populistas. Pero es que además la actitud de la Administración norteamericana nos aboca de nuevo a un mundo bipolar, quizás no exactamente igual al anterior a 1989 pero con grandes similitudes, con Estados Unidos y algunos aliados de un lado, el binomio China-Rusia por otro y la UE entre dos aguas.

La cuestión de fondo es que las democracias liberales encajan mal con el miedo. Vivimos en una cultura del miedo y eso nos atenaza y nos impide, y ese es el caldo de cultivo para que las autocracias avancen. Hemos de reaccionar. No queda otra.

 

 

Bernardo Fernández

Publicado en Còrtum 28/04/2025

 

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