En las postrimerías de la dictadura,
tuve que correr, en más de una ocasión, por las calles adyacentes a la plaza de
Catalunya y a las Ramblas de Barcelona porque los grises nos querían dar estopa
por revindicar alguna demanda vecinal, defender los derechos laborales de los
trabajadores o, simplemente, por pedir libertad. A un amigo mío, que cogieron
con un macuto, en el que, según dijeron, llevaba propaganda subversiva, le zurraron
la badana hasta hartarse, lo metieron en la cárcel y lo desterraron a Canarias
a hacer la mili. Aquel chaval ya nunca volvió a ser el que era. A otro, con el
que conservo una estrecha relación, le cayeron tres años de prisión, que
cumplió en la cárcel de Torrero, en Zaragoza, acusado de pertenecer a un grupo
anarcosindicalista. Otros, en cambio, no tuvieron tanta suerte y pagaron con la
vida sus anhelos de libertad. No voy a hacer aquí una relación con los nombres
de esos desafortunados porque me dejaría algunos y eso sería una grave
injusticia. Además, todos los que tenemos una edad, conservamos el recuerdo de un
buen número de personas que se quedaron por el camino.
El dictador murió en la cama, pero como
dice Nicolás Sartorius, cofundador de Comisiones Obreras (CCOO), “es una
falacia decir que la democracia la trajeron el rey Juan Carlos y el presidente
Suárez” (…) “Fueron las movilizaciones de las clases populares en general y de
la clase trabajadora en particular las que forzaron el final de la dictadura”;
y yo añadiría que un conjunto de políticos, de izquierda y centroizquierda,
supieron canalizar aquella inercia para llevar a cabo una transición que, tal
vez, no fue tan modélica como nos quisieron hacer creer, pero que, en aquellas
circunstancias, fue la que se pudo hacer. Sea como fuere, aquel cambio tuvo
muchas más luces que sombras y nos permitió recuperar las libertades, legalizar
partidos políticos y sindicatos, aprobar una Constitución y, en definitiva, establecer
un régimen democrático homologable a cualquiera de los más desarrollados del
mundo.
Siempre he pensado que, si todo
aquello fue posible, en parte, lo fue por el acoquinamiento de la derecha que
salió de la dictadura descolocada, anonadada y minoritaria (con una derecha
crecida quizás hubiese sido imposible). Sin embargo, con el tiempo la situación
evolucionó y no sabría decir si para mejor. La cuestión es que fuimos entrando
en una etapa que se podría denominar de normalidad democrática y buena parte de
la ciudadanía que se había entusiasmado con aquel cambio de sistema empezó a
poner en tela de juicio si todo aquello valía la pena. O sea, hizo acto de
presencia el desencanto.
No obstante, en poco más de diez años
España dio un giro que ya no la reconocía ni la madre que la parió, como dijo un
conocido político. La transformación fue profunda. Pero no se establecieron los
mecanismos de control adecuados, ni se actuó con la necesaria celeridad y
contundencia, y eso hizo que muy pronto aparecieran unos cuantos sinvergüenzas que
se enriquecieron a costa del erario.
Esas anomalías facilitaron el
hartazgo popular y que la derecha se fuese desacomplejando, hasta que liderada
por un personaje nada empático pero que supo aglutinar a todas las tendencias
derechistas, acuñó aquello del “Váyase señor González” y se produjera “la dulce
derrota” que descabalgó a los socialistas del poder.
Y así hemos llegado hasta aquí, con
la corrupción tan increscendo como la desafección política ganando adeptos.
Además, se ha convertido en algo habitual que la crispación suba cuando a la
derecha la aritmética parlamentaria no le dé para gobernar y se ha de quedar en
la oposición. Entonces echan mano de todo lo que tienen a su alcance para
desalojar a los okupas izquierdosos de las instituciones; porque para ellos que
el poder esté en sus manos es lo lógico; pero que gobierne la izquierda es una
anomalía. Y como que la estrategia de la polarización les dio pingües
beneficios electorales tiempo atrás, ahora la han recuperado y resulta
bochornoso ver o escuchar un pleno o una sesión de control al Gobierno en el
Congreso de los diputados o el Senado. Allí lo que vale es el insulto, la
descalificación gratuita y, en consecuencia, la discusión tabernaria se impone
al razonamiento sereno, a la crítica aguda y la reflexión rigurosa; todo vale
para lograr un titular y quince segundos de gloria en el prime time de un
informativo televisivo, lo demás no importa.
Y, si con eso no es suficiente,
judicializan la política y caldean el ambiente convocado concentraciones en
cualquier lugar público o mandan a la gente a rezar el rosario a la puerta de
la sede del adversario. Todo vale.
Entiendo que no es fácil afrontar una
situación semejante, pero la izquierda no debería caer en esas provocaciones.
La suciedad no se limpia ensuciando más, al contrario. A mi modo de ver, falta
determinación y contundencia en según qué situaciones como, por ejemplo, el
affaire de Leire Díez que amenaza con airear información comprometedora de la
Unidad Central Operativa (UCO) o el espectáculo esperpéntico de Miguel Ángel
Gallardo, presidente de la Diputación de Badajoz y que pasó a ser diputado
autonómico de la noche a la mañana y así retrasar la apertura de juicio oral,
ya que está siendo investigado por tráfico de influencias y prevaricación por
un presunto enchufe laboral al hermando de Pedro Sánchez. A los ojos de la opinión pública, eso es una
frivolidad y coloca al mismo nivel de chupópteros al PSOE que al PP.
Y es que no amigos, no. No era esto.
No salimos a las calles a jugarnos la piel, ni nos jugamos la libertad, ni
otros perdieron la vida para que años después unos aprovechados viniesen a
sacar beneficios espurios de todos aquellos sacrificios y renuncias. Estamos
mayores. Es cierto. Pero no estamos gagás y aún nos quedan muchas cosas por
hacer y decir. Así pues, que no nos tomen por lo que no somos.
Bernardo Fernández
Publicado en Catalunya Press
01/06/2025