Por si había alguna duda, en
la clausura del Congreso del PP celebrado días atrás, Mariano Rajoy fue
meridianamente claro al hablar de Cataluña: “nunca permitiré la celebración de
un referéndum que prohíbe nuestra Constitución, que busca la independencia de
Cataluña y la ruptura de España”, dijo. No obstante, a renglón seguido, Sergi
Sebrià, Portavoz de ERC, en una entrevista en un prestigioso medio de
comunicación, manifestaba: “la decisión que salga de las urnas se ejecutará
enseguida. Si gana el sí proclamaremos la independencia al día siguiente.
Pues bien, imaginemos que por
alguna razón que desconocemos el Gobierno de España y el de la Generalitat
acuerdan un referéndum legal y vinculante sobre la independencia de Cataluña.
Sigamos imaginando y supongamos que se celebra esa consulta y gana el sí. ¿Qué
sucederá el día siguiente? Pues para muchos será un día de gran júbilo, para
otros uno de los días más negros de su existencia y para el resto ni lo uno ni
lo otro.
Sin embargo, más allá de la
esfera privada de los sentimientos de cada cual que es personal e
intransferible, la realidad es que las autoridades catalanas deberán gestionar
una economía debilitada, por las más que segura fuga de empresas, regular la
banca, sostener el ya maltrecho Estado del bienestar, pagar los más de 75.000
millones de euros de deuda que arrastramos y asumir la deuda que nos corresponda
como parte del Estado que se abandona. Al mismo tiempo, habrá que solicitar a
la ONU que nos reconozca como Nación y abrir unas complicadas negociaciones con
la UE para que nos acojan lo más pronto posible. Además, de forma simultánea,
alguien tendrá que gestionar la red eléctrica o solicitar un prefijo para las
llamadas internacionales. Por si todo eso fuera poco, las autoridades del nuevo
Estado se deberán esmerar en poner rápidamente en funcionamiento un servicio de
inteligencia para proteger a los ciudadanos de posibles atentados terroristas.
Todo eso, entre otros asuntos no menores que irían desde cómo pagar las
pensiones o que modelo de Seguridad Social se pondría en marcha, así como un
largo etcétera de temas que dan sentido y razón de ser a un Estado.
En cambio, si en esa hipotética
consulta ganase el no o, simplemente, no se llegara a realizar (que es lo más
probable,) la mayoría de las cuestiones mencionadas estarían solventadas, en
vías de solución o en el peor de los casos serían responsabilidad de otra
administración. Así la administración autonómica podría dedicarse en cuerpo y
alma a aquellos asuntos que le son propios y que básicamente y en esencia son:
el bienestar de la ciudadanía y todo lo relacionado con una mayor calidad de
vida de los ciudadanos. Algo que, por cierto, ha quedado olvidado desde que se
decidió iniciar el viaje a Ítaca; pues como se ha demostrado reiteradamente,
entre la cuestión nacional y la cuestión social siempre prevalece el hecho
identitario.
Por otra parte, es evidente
que, por mucho que nacionalistas de uno y otro lado se empeñen en plantear la
estatalidad como un fin, en realidad no deja de ser un medio, y en un mundo
cada vez más globalizado y de soberanías compartidas querer desgajar una parte
de un Estado, no deja de ser un grave anacronismo. Los independentistas
catalanes lo saben, igual que saben que en Cataluña ni a corto ni a medio plazo
se va a celebrar un referéndum sobre la independencia, ni ésta se va a separar
de España. Otra cosa es que, algo que empezó para plantar cara al Gobierno
central (recordemos aquí la mayoría absoluta de Rajoy obtenida en 2011), cuando
éste se negó a hablar sobre la financiación, ha acabado convirtiéndose, primero
en un dogma de fe y, después, en el modus vivendi de un grupo de vividores
políticos que saben que cuando esto se acabe a ellos se les acaba el cuento, la
nómina y el coche oficial. Pero, mientras, que no decaiga la fiesta.
Bernardo Fernández
Publicado en e-notícies.cat
14/02/17